La Tienda de Té
Mi
mamá es una bruja.
Aquel era un secreto que me confió
apenas aprendí a entender las palabras. Me lo confesó con una sonrisa traviesa,
señalando los estantes repletos de la magia que vendía. La tiendecita que
dirigía junto a la abuela no había cambiado mucho desde entonces. Estaba en la
esquina más soleada de la calle mayor, donde las macetas de los balcones
florecen en primavera y la lluvia fluye entre adoquines hasta el río que divide
el pueblo.
He caminado por esas piedras desde
pequeña, volviendo del colegio al que se convirtió en mi segundo hogar. Al
abrir la puerta, las campanillas me saludaban a mí y a la brisa que cruzaba a
mi lado. Después me recibía el aroma de flores y almizcles, de hojas secas y
especias lejanas.
¿Qué pócima estaría preparándose hoy? Un
éter distinto hervía cada día, cálido como el sol estival, dulce como las
cosechas del Samhain o incluso especiado para el frío invernal. Una taza de los
brebajes de mamá acompañaba a la yaya, sus ojos enormes tras las gafas
empañadas de vapor. Nadie más era digno de prepararle la bebida, su mejor
compañía mientras llevaba las cuentas tras el mostrador.
Mamá era quien atendía a los clientes,
pues se jactaba de dar con el elixir idóneo para cada ocasión. Les recibía con
una sonrisa que convirtió a vecinos en amigos y que compraba la confianza de
nuevos curiosos. “La amabilidad es la mejor tarjeta de fidelidad” me explicó
una vez, iluminándome con el mismo gesto.
Las campanitas sobre la puerta
anunciaban una visita y mamá acudía con paso alegre y las manos ajustando el
lazo del delantal. Tras el saludo, ofrecía una taza de la pócima del día y
atendía a sus peticiones:
«Es invierno y las gripes están a la
vuelta de la esquina. ¡Quiero algo para descongestionar esta vieja nariz!».
«Vamos a celebrar la llegada de la
primavera con un picnic, y me gustaría llevar algo fresquito para beber. ¿Qué
me recomiendas?».
«¡Tengo un examen importantísimo a la
vuelta de la esquina! ¡Necesito un extra de energía para estudiar!»
Mamá escuchaba sus preocupaciones y
deseos entre sorbos de reconfortante elixir. Asentía y, al poco, daba con la
combinación de ingredientes perfecta:
«Esta infusión con jengibre tiene el
picante justo para entrar en calor y dejarte respirar. ¡Con unas galletitas y
miel también le encantará a tus nietos!».
«Este té verde con aromáticas rosas es
digno de este soleado abril. Con él, incluso los parques más anodinos se
sienten como el jardín de un cuadro».
«¡Justo tengo el té negro perfecto para
no pegar ojo! Sin embargo, necesitas dormir para asimilar lo estudiado. ¡Evita
la cafeína vespertina!».
Veo en tu expresión que te preguntas si
realmente mi mamá es una bruja o la simple propietaria de una tienda de té. Eso
es porque también ha logrado engañarte a ti, ¡pero no caigas en las
apariencias!
Ella misma es consciente de su
discreción, pero siempre creí que le apenaba que su extraordinario don se
ignorase. Por ese motivo, le pedí permiso para compartirlo con mis amigos, a lo
que ella contestó:
—Mientras no digas que soy una bruja
mala, como si lo gritas por el pueblo —rio ella, despreocupada. Luego entendí
el motivo pues, aunque mis amigos me creyeron, la verdad fue ignorada y hasta
burlada por sus familiares.
Una vez, sin embargo, vino la hermana
mayor de Marisa. Tímida y cohibida, las campanitas de la puerta la saludaron al
entrar. Mi madre la recibió y ambas escuchamos su petición.
—Busco un regalo para alguien que me
gusta —dijo, esquivando la mirada—. Un té que capte su atención.
—¡Mientras le guste el té, podré
ayudarte! —respondió mamá—¿Sabes si prefiere caliente o frío? ¿Solo o con leche
y azúcar? ¿Qué tal con unas galletitas de limón para acompañar…?
—No lo sé y tampoco es lo que busco. Lo
que quiero es conseguir que se fije en mí, que su corazón lata por el mío… Ya sea
por té o magia.
Enmudecí y mi madre también. Su sonrisa
tembló durante un breve instante, recuperándose solo al dar con una respuesta.
No obstante, su voz solo aparentaba una vivacidad ausente en su mirada.
—Me temo que no hay un té creado para
eso. Si lo que buscas es un flechazo sin brasas que lo alimenten, necesitarías
una poción y no una infusión. Lo siento, pero esta es solo una tienda de té: no
hago milagros.
La hermana asintió y me dirigió una
corta mirada, una acusación. Abandonó la tienda en silencio, sin molestar
siquiera a las campanitas.
—¿No había un té para esta ocasión?
—pregunté.
—Lo había —contestó, y yo parpadeé con
sorpresa—, pero ella buscaba un milagro, no una bebida.
—¿No es magia lo que vendes? ¿Lo que hay
en estas hojas y aroma?
Entonces me sonrió y recordé la
confesión que empezó todo. Aquella sonrisa traviesa con la que me presentó la
magia y que volvía con una faceta más madura, pues ahora podía entender mejor
sus palabras.
—Mi niña, la magia no está en el té o
infusiones que vendemos, si no en las personas y los lazos que forman entre
ellas, entre su entorno.
»El sabor del té no solo depende del
tiempo de infusión, el azúcar o leche que añadas, ¿sabes? También depende de su
propósito. Toma una taza junto a un libro y crearás tu hogar. Comparte una
merienda con tus más allegados y será un manjar.
»En su caso, cualquier té habría
bastado, aunque funcionaría mejor si conociera sus gustos. Así, una tetera
compartida podría ser el pedernal en la primera chispa, la primera mirada… pero
no puedes confiarle ser la piedra angular como ella pretendía. Eso es tarea de
nuestras palabras y actos, de la habilidad de la gente para establecer lazos.
—Por lo tanto, el té era irrelevante,
podría conseguirlo sin él —comprendí y ella asintió, convencida—. ¿Y nuestra
tienda? Entonces, ¿solo vendemos té?
—Esta es una tienda de té —afirmó mamá,
aún sonriente—, pero no por ello deja de ser especial, ¿no crees?
Mi
madre tiene una tienda de té.
Empecé ayudándola y ahora la llevamos
entre ambas. Saludo a los clientes con una sonrisa y me sé sus tés favoritos.
La abuela se jubiló hace tiempo, pero sigue tras el mostrador con una humeante
taza a su lado, saludando a viejos amigos.
Hace poco, por fin me dejó preparar su
tetera… lo que desembocó en muecas de disgusto y repulsa. Hago los mismos pasos
que mi madre y, aun así, mi té es rechazado cada vez. Para espaciar sus quejas,
su hija terminó preparándole uno y ella lo aceptó, sonriente.
—¿Ves, nieta? ¡Esto sí que está bueno!
—exclamó tras probarlo—. No es té, es pura magia. ¡Un milagro, no como tu agua
de fregar!
—¡Qué exagerada eres! —reí y, con
nostalgia, añadí—: ¡Solo es té, yaya!
Y sus ojos surcados de arrugas me
miraron y chispearon con un guiño:
—Ah, ¿también ha podido engañarte a ti?
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