Compañeros de celda
Abrió la puerta y analizó sus
alrededores, exigiendo que el objetivo de su búsqueda estuviera ante ella. Era
el tercer almacén de útiles mágicos que miraba, y la ausencia de aquel maldito
frasco le hacía pensar que los Recitadores habían empezado a proteger sus
utensilios del misterioso ladrón que campaba por el castillo.
Por fortuna, sus
discretas escapadas seguían siendo secretas. Asegurando su disfraz, la ladrona
se caló la capucha y acercó un taburete a la estantería más cercana.
Sonrió. Sus
ojos no la habían engañado: en el estante más alto estaba su objetivo, un frasco
negro. Lo reconoció a pesar de que su contenido estuviera descrito en Grand
Arcashi, la lengua de los Recitadores, pues se parecía lo suficiente al Arcashi
común para…
―Demasiado
alto ―murmuró, sus dedos apenas rozando el cristal.
―Oye, ¿qué
estás haciendo?
La ladrona contuvo
una maldición. Con cuidado, se giró hacia el recién llegado, asegurándose de
que la capucha la ocultaba lo máximo posible. Teniendo aquel disfraz, no quería
consumir sus fuerzas en esconderse.
Era un soldado
joven. Humano, menos mal, así tal vez lo convencería con palabras.
―Tienes
permiso para estar aquí, ¿verdad?
Y además era
estúpido. Pan comido.
―Por supuesto
―afirmó ella, señalando el símbolo a la espalda de su capa―. Soy del grupo de
Hechiceros. Me han encargado traer ingredientes para una recitación.
Y lo último no
era mentira. Con una sonrisa, acompañó el estiramiento de su brazo con su
cuerpo, alcanzando por fin el frasco con un leve crujido de sus articulaciones.
Sin embargo, al escuchar al soldado tras ella, supo que algo iba mal.
Instintivamente, se llevó la mano libre a la cabeza y supo que se le había
caído la capucha, dejando su cabello violeta al descubierto.
―¡Tú! ―le
gritó el soldado, desenvainando su espada―. ¡Te conozco! ¡Deberías estar
encerrada! Vuélvete despacio y no te haré daño.
La joven obedeció,
lo que no disminuyó el terror en los ojos de aquel soldado. Ni siquiera
protestó cuando guardó el frasco en su túnica, pues temía demasiado a la
sonrisa que amenazaba desde sus labios.
―Si de verdad me
conocieras, ya habrías intentado huir.
Antes de que
el soldado diera la voz de alarma, la joven lo derribó de un salto. La espada
se escapó de sus manos, inalcanzable una vez la fugitiva lo inmovilizó contra
el suelo, a horcajadas sobre él. Preso del pánico, se revolvió intentando librarse
de ella sin éxito, sus rodillas clavadas en sus brazos, ignorando sus golpes.
El forcejeo terminó cuando la ladrona extrajo un cuchillo de las amplias mangas
de su túnica y, con la habilidad que otorga la rutina y experiencia, lo clavó
en el hombro de su víctima. Al instante, su cuerpo se quedó rígido, con solo
sus ojos visiblemente móviles. La chica lo observó cuidadosamente durante unos
instantes antes de decidir arrancarle su arma, escondiéndola de nuevo entre sus
ropas.
―Tu primera
parálisis, ¡felicidades! Si te consuela, es mejor que la confusión mental que
dejan mis toxinas después ―aunque una sonrisa cruzó su rostro, sus ojos
carecían de alegría―. Se irá en unas horas. Haz como tus amigos y deja que las
drogas olviden mi bonito pelo. El asesinato complica mis movimientos, pero siempre
está entre mis opciones.
Terminó su
amenaza levantándose y escupiendo al lado del esbirro. Tras volver a ponerse la
capucha, abrió la pesada puerta del almacén sin mucho esfuerzo. Entonces echó a
correr, dejándose llevar por la adrenalina y excusándola con la posibilidad de
que alguien hubiera escuchado a su última víctima.
Al poco, se
topó con la puerta que conducía a las mazmorras y la abrió de un golpe. La
tortuosa escalera de caracol se abría como un oscuro abismo por el que
descendió rápido, sin necesidad de luz para ver sus pasos. Al final, se
reencontró con la entrada a las celdas, abierta como ella misma la dejó la
última vez. La temblorosa luz de las antorchas le dio la bienvenida, creando
sombras entre los barrotes y destellos en la puerta blindada de su cubículo. Le
dedicó un gesto obsceno a su propia celda como despedida, antes de cruzar a la
sección especial de aquella pequeña prisión.
Al instante,
el peso de aquellas miradas vacías cayó sobre sus hombros. Años visitando aquel
lugar y todavía no se había acostumbrado al cansado vagar de los presos en sus
celdas, al extraño eco que producían sus pasos entre el abrumador silencio, a
la oscuridad que flotaba en el aire y parecía absorber la luz de las antorchas.
Aun así, le
dedicó un saludo con la cabeza a aquellos curiosos, y estos regresaron a la
oscuridad de sus cubículos. No tenían otra opción, pues eran incapaces de
atravesar el umbral de sus propias celdas sin rejas. Eran espectros, víctimas
de una maldición metamórfica. La oscuridad que flotaba a su alrededor
alimentaba y celaba sus cuerpos monocromos. Incapaces de recordar un tiempo más
allá de aquellas paredes, esperaban recluidos en sí mismos, pues carecían de
boca para comunicarse con los escasos visitantes.
Su destino
habría sido muy diferente de haber acabado en aquellas celdas, pero por suerte
o por desgracia, era un sujeto de pruebas demasiado valioso como para perderse
en su propia mente. No, ella tenía una celda de alta seguridad y descuidada
vigilancia, pues sus estúpidos y orgullosos captores preferían descuidar sus
deberes a permitir que los espectros contaran las guardias y las usaran como
patrón para medir el tiempo.
La percepción
temporal alterada era una carga más a su maldición, y por ello le había traído
otro reloj al morador de la última celda. Al oír sus pasos, este desvió la
mirada de las manecillas hacia ella, recibiéndola con sus ausentes ojos
oscuros.
«Lo has
conseguido, ¿verdad?»
Esta vez, no
fueron sus pensamientos los que aparecieron en su cabeza, si no la voz del
espectro. Aquel preso, que aparentaba poco más de diez años de edad, era el
único que conservaba la capacidad de comunicarse gracias a la Telepatía, una
magia inusual para un niño no nayhade.
―Aquí lo
tienes ―respondió, tendiéndole la botellita―. Tu tercer frasco de tinta
catalizadora para oscuros. Es el último que queda. Este mes he robado más
botellas de las que necesitan los cuatro Recitadores de ahí arriba.
«¿Ha sido por
eso? Has tardado tanto que las motas oscuras comenzaban a afectar al
mecanismo».
El niño dejó
el reloj en un montón de pequeños artilugios del suelo, quedando a merced de
las partículas que flotaban en el aire. La joven chasqueó la lengua mientras el
metal se perdía entre la negrura, molesta porque el Brujo creador de aquella
maldición hubiera considerado también aquella treta. Su compañero cogió el
frasco y entonces advirtió que esperaba su respuesta.
―Un recluta me
vio el pelo, pero me encargué de él.
El espectro
puso los ojos en blanco. Era bastante expresivo a pesar de carecer de boca, al
punto que en ocasiones olvidaba su ausencia. Normalmente cubría el antinatural
vacío de su rostro con una venda atada bajo la nariz.
«Tu pelo es
tan bonito como llamativo. No deberías haberte arriesgado a ser vista, con tus
poderes habrías pasado desapercibida».
―Ya te dije
que me han reducido las raciones y tengo que ahorrar mis fuerzas para el viaje
―le contestó, acompañándolo hacia la pared―. No puedo gastar alimento en
tonterías.
Hubo un
silencio mientras el espectro abría el frasco y utilizaba su contenido para
continuar los escritos sobre la fría piedra. Aquellos glifos, la escritura
alternativa del Grand Arcashi o lengua de la magia, trazaban un arco que se
iluminó tenuemente conforme ambos magos se acercaron.
«Tu vida no es
una tontería». Terminó contestando, una vez añadió los últimos símbolos. «Hasta
ahora no te han visto fuera de las mazmorras. No quiero imaginar lo que…».
―Si todo sale
bien no tendrás que preocuparte por ello. Me verán más allá de estos muros y no
vivirán lo suficiente para amenazarme siquiera.
El chico
frunció el ceño.
«Solo si todo
sale bien».
La chica
contuvo un suspiro agridulce. «No podremos lograrlo todo» pensó, y se preguntó
si su compañero habría escuchado sus dudas.
―Confío en ti
―le dijo, con una mano en su hombro―. Si alguien puede crear este maldito
portal, ese eres tú.
Él asintió, aunque aquella no parecía su
fuente de preocupación. Le dedicó una última mirada oscura antes de apoyar las
manos en la pared. No escuchó su hechizo, pues reservó la recitación para su
propia mente, pero sí notó como el aire se condensaba, las motas negras concentrándose
sobre los símbolos que brillaban con tenue luz gris.
La presión y
el olor a oscuridad delataban que el niño llamaba a la magia, y esta obedecía.
El portal se abrió. Las letras se difuminaron en un marco
negro que daba paso a una brecha grisácea, reflejando la celda como la
superficie de un lago. Ante aquellas ondulaciones, la joven vio al espectro
precipitarse al suelo y se arrodilló a su lado.
―¡Cuidado!
¿Estás bien? ―El espectro asintió, apoyándose en ella, y la joven negó con la
cabeza―. Joder, sabía que debería haberte pasado más méner y sangre.
«Habrían
interferido». Y añadió, antes de su reproche: «No te preocupes. Me recuperaré,
pero no puedo tenerlo abierto mucho tiempo… ¡La comprobación! Ayúdame a
levantarme…»
―Ni en broma.
Ya hablamos de esto, no hay que comprobarlo si te desplomabas así ―el espectro
la miró, con protesta en su mirada, y ella negó con la cabeza―. Te dije que
confío en ti.
Él aceptó,
sabiendo que no la convencería. Sus miradas se dirigieron al portal y este les
devolvió su imagen. Los tonos grises del chico, de cuerpo frágil envuelto en
una túnica demasiado larga que jamás le quedaría corta. El violeta del cabello
de ella, sus ojos lilas casi ocultos por aquella mata salvaje. Ella sí que
cambiaba: cada día más débil y pálida bajo el yugo de aquellos muros, esperando
al portal que ahora se abría ante sus ojos.
Apretó el
hombro de su compañero y se puso en pie, avanzando hacia sus reflejos. Con cada
paso, su corazón latía con más fuerza, despertando ante la idea de libertad, de
volver a ver el cielo, el sol y la lluvia.
«Carine».
Y se giró una
última vez al escuchar su nombre.
«El enemigo también
está al otro lado. Ten cuidado».
―Ellos son los
que deberían temerme ―le contestó, de inmediato. Los ojos del espectro se
entrecerraron, un fragmento de la sonrisa que le fue arrebatada.
Y Carine quiso
volver y darle un último adiós, un último abrazo, pero veía el temblor de sus brazos
y la conciencia abandonar sus oscuras pupilas. Fue entonces cuando su promesa,
jamás olvidada, acudió a ella.
―Esto no es un
adiós ―les recordó a ambos―, porque volveré. Buscaré ayuda, me haré más fuerte,
y encontraré la forma de devolverte color y nombre. Y entonces veremos el
atardecer y recordaremos el cielo y la lluvia, juntos ―recitó, tragando saliva
para deshacer el nudo en su garganta―. Es nuestra promesa.
Él asintió.
«Es nuestra
promesa». Repitió. «Hasta pronto, Carine».
Carine le dio
la espalda y el portal devoró su imagen. La luz se apagó y el Sin Nombre se
dejó caer al suelo, arropado por la oscuridad.
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