LA GRUTA DE LA VOZ AHOGADA
Cuando sus ojos se abrieron, las estrellas no recibieron su
despertar. Tampoco lo hizo la luna, con su hermosa luz, ni el cálido sol
estival. Solo había oscuridad, como la extraña noche que recordaba haber vivido.
No, aquella pesadilla tuvo luz:
la de la tormenta, parpadeando mientras removía furiosa las aguas y los cielos.
El otrora amable y apacible océano, su hogar, tembló como nunca antes lo había
hecho. Levantó corrientes y segó vidas, sin llegar a perturbar jamás lo que
escondía en sus profundidades.
Las tormentas nunca llegaban a
las fosas. Solo los temblores del corazón de la tierra suponían un peligro para
la vida en las profundidades, pero Meremer había mirado a la tempestad a los
ojos. ¿Qué había impedido que regresara a su hogar abisal? ¿Por qué se mantuvo
al alcance de las violentas olas?
Meremer se frotó la cabeza,
haciendo memoria, pero en vez de respuestas halló dolor. Le costaba recordar lo
ocurrido durante la noche. ¿Habría perdido la visión y por eso creía estar en
una noche sin estrellas? Tal vez aquel era el llamado descanso eterno, lo que
significaría que sus enseñanzas mentían: el más allá debía ser de luminosa
belleza y cálidas aguas, y solo veía negrura allá donde mirara.
Por si
acaso, sus pensamientos formaron una disculpa a sus amigos por tan temprana
marcha, una disculpa que fue interrumpida por un ruido cercano. Parpadeó con
sorpresa, su cola removió las aguas. Tal vez había partido al paraíso en
compañía de otro pobre desdichado.
No,
definitivamente Meremer aún vivía y, fuera quien fuera, su misterioso compañero
también. Con pesar, comprendió que para descubrir su identidad tendría que
emerger completamente de las aguas, algo que no le apetecía en absoluto. La
orilla rocosa resultaba bastante cómoda una vez te acostumbrabas. Volvió a
apoyar la cabeza sobre sus brazos, dejando que el resto de su cuerpo ondeara en
el fresco estanque que emergía entre la piedra.
No haría daño una cabezadita
antes de dar paso a las presentaciones, ¿no?
…
Sí, sí podría hacer daño. No
sabía cuánto tiempo había permanecido inconsciente, y tal vez su desconocido
acompañante requería de ayuda.
Haciendo el que probablemente
fuera el mayor esfuerzo de su vida, levantó los brazos y se hundió en las
aguas. Al instante, notó como las branquias de su cuello y la piel de su cabeza
se refrescaban, aliviadas por encontrarse de nuevo bajo la superficie. Sus
heridas no fueron tan consideradas y protestaron cuando dio una vuelta bajo el
agua para valorar su estado. Palpó cortes en su cola y torso además de un bulto
en su cabeza, probablemente la causa del embotamiento mental. Tenía los
músculos agarrotados por un esfuerzo que no recordaba, pero se consoló pensando
que aún le funcionaba el cerebro… más o menos.
Sería hora de usarlo.
«¿Quién
anda ahí?» Emitió a su alrededor.
Ningún
pensamiento ajeno respondió en su mente, aun cuando silenció los suyos propios
mientras esperaba respuesta. Volvió a enviar aquella pregunta telepáticamente,
pero solo percibía aquel murmullo acompasado en respuesta, su ritmo inmutable a
pesar de sus preguntas.
«Si no me
escucha será un animal herido», se dijo para sus adentros, y volvió a emerger
para comprobar sus alrededores. El chapuzón le había refrescado las ideas y las
funciones cerebrales. Su vista también se había afinado y logró distinguir
siluetas a su alrededor.
De forma
súbita, su memoria le recordó que conocía aquella cueva. La había visitado a
menudo durante su juventud y la convirtió en su refugio durante la tempestad. Logró
nadar hasta allí a pesar de su dolor y carga y…
«Oh, y
puedo iluminarla».
Sus
pensamientos se canalizaron en una orden, una onda mental que reverberó entre
las rocas y los diminutos cristales que recubrían su húmeda superficie. En un
parpadeo, los minerales que la componían brillaron con una tenue luz
aguamarina, manteniéndose activa a su orden.
Sonrió con orgullo y una pizca de
alivio. De joven había hallado un tesoro en aquella cueva tan cercana a la
superficie, pues los cristales y rocas que la formaban normalmente crecían en
las profundidades. Aquellos minerales refulgían a la orden a placer de la mente
de sus gentes , siendo la forma predilecta de iluminar las ciudades abisales.
Una breve onda de preocupación
recorrió su espinazo, dejando nostalgia e incertidumbre tras ella. ¿A qué
profundidad habría dejado estragos la tormenta? ¿Estarían sus camaradas y
familia a salvo…?
Y entonces, el temor por sus
seres queridos se rompió con una nueva sensación. Su cuerpo se alzó sobre el
agua, en sorpresa, al ver a su acompañante. La criatura reposaba en el suelo de
la grieta, algo alejada del estanque. Parecía un cuerpo blando del que salía
una cabeza y cuatro extremidades, creciendo alargadas desde un tronco cubierto
de… ¿aletas? ¿Algas? de diversos colores.
No pudo evitar reprimir una
mueca. ¿Qué era eso? Parecía una estrella de mar gigante y con piel… Peor
aún, pues por su cabeza emitía ruidos.
«Espera, espera —se dijo para sí—.
He visto ese tipo de cabeza antes y sus extremidades inferiores parecen… Oh».
Los dibujos de los eruditos de la
antigüedad destellaron en su mente, y Meremer reconoció aquella silueta:
Estaba ante un ser humano.
…
No, no podía ser. Los seres
humanos vivían muy por encima de sus cabezas y muy lejos de las fosas de sus
familias. Solo los antiguos maestros habían divisado aquellas criaturas a lo
lejos y, sin embargo, algo en su interior aseguraba que aquella extraña cosa
era uno.
Con cautela, se aproximó a la
orilla y se ayudó de los brazos para impulsarse y salir a tierra. Girando, pudo
sentarse y dejar la parte inferior de su tronco todavía reposando en el agua.
No era común entre los de su especie pasar demasiado tiempo en el exterior,
pues la mayoría hacían sus vidas en las ciudades de las fosas. No obstante, en
ocasiones algunos merlinos subían para relajarse en aguas más cálidas, o como valientes
exploradores en busca de secretos allá donde el sol secaba la arena.
Meremer y sus amigos pertenecían
a ese grupo de soñadores. Probablemente por eso se topó con la tormenta. Ya se
acordaría. Ahora tenía otro asunto entre garras.
Su cola chapoteó en el agua,
reflejo de su emoción y curiosidad eruditas. Nunca le había gustado el patrón
de color de su cola, demasiado oscuro y discreto en comparación al de sus
compañeros, pero a la luz de los cristales sacaba destellos verdosos. La piel
de su tronco superior era más bonita. Era de un elegante y pálido aguamarina
que se oscurecía en su cabeza y espalda, de donde emergían suaves y oscuras
aletas triangulares.
La criatura humana también
carecía de escamas y su ¿torso? Parecía similar al suyo, pero tenía otras
peculiaridades. Lo que en un principio creyó retazos de piel coloreada, en
realidad era ajeno a su cuerpo. Al examinarlo entre sus garras, comprobó que se
trataba de un tejido rugoso y empapado. Algún tipo de prenda tal vez, igual le
ayudaba a mantener la hidratación fuera del agua. Curioso, normalmente los merlinos
solo se equipaban con cintos de algas para transportar armas u objetos consigo.
En la cabeza tenía otro tipo
distinto de fibras, como algas muy finas de color oscuro, que también crecían por
parte de su cara y brazos. Entre sus ojos y boca había una protuberancia
extraña, y de sus labios salía el sonido que había escuchado antes: su
respiración.
Los antiguos ya teorizaron que
los humanos respirarían de forma similar a sus gentes: con pulmones para la
tierra y branquias para el mar. No obstante, el humano carecía del primer juego
de branquias, las del cuello, y Meremer descartó buscar las de su costado,
oculto bajo su ropa. No lo examinaría sin su permiso, tenía modales.
Dedicó una mirada al trecho que
separaba sus extremidades inferiores de la orilla. Creía recordar que se
llamaban “piernas”. Eran alargadas y acababan en dedos pequeños y amorfos, sin
garras. Qué raros. Estaban bastante separadas del agua, y eso no podía ser
bueno. Humano o merlino, todo el mundo debía mantener la piel hidratada.
Con cuidado, se arrastró de nuevo
hasta quedar más cerca del estanque y tiró de las “segundas manos” del humano,
acercándolo al agua. El humano pareció quejarse en sueños, pero se dejó llevar
hasta que su piel tocó la superficie.
Entonces despertó, o eso pensó
Meremer. De su boca salió un quejido nuevo, algo que Meremer apuntó mentalmente
a la lista de sonidos que los humanos podían pronunciar con aire. Después
comenzó a moverse, arrastrándose lejos del agua de nuevo. Meremer lo contempló
con curiosidad hasta que la criatura comenzó a proferir nuevos ruidos.
Usó los brazos para apoyarse y
levantar el tronco y Meremer lo celebró con otro chapoteo de emoción. Entonces
el humano se giró y profirió un grito.
«¡Hola humano! —saludó Meremer
mentalmente, apenas conteniendo la felicidad en sus pensamientos—. ¡Me alegra
ver que has despertado!»
El humano parecía sentir la misma
emoción, pues su nuevo chillido fue bastante más agudo que los anteriores. Sin
embargo, la alegría de Meremer pronto desapareció al ver como el que creía su
nuevo compañero intentaba retroceder al fondo de la cueva. Tras un quejido,
otros sonidos incomprensibles cruzaron su boca y abandonó su huida. Levantó los
brazos y Meremer comprendió que intentaba protegerse.
Todas aquellas acciones carecían
de sentido para Meremer y, aun así, pudo entenderlas. Su corazón, su cabeza,
palpitaron con las emociones que se escondían tras aquellos incomprensibles
sonidos. Sentía su miedo llegar hasta su corazón.
No era la primera vez que
efectuaba una conexión así con otra criatura. La empatía era una herramienta
social casi tan poderosa como la telepatía, que normalmente tejía las
conversaciones entre merlinos.
No obstante, aquella criatura
parecía ajena a sus ondas telepáticas, incapaz de comprender que sus
intenciones eran inofensivas. Extraño, nunca se había mencionado tal cosa en
los textos arcanos, aunque también obviaban las raras prendas humanas y las
hebras que crecían de sus cabezas.
El humano emitió un nuevo sonido
y, esta vez, Meremer pudo comprenderlo sin usar sus poderes. Era un quejido de
dolor, y se repitió cuando el humano se llevó las manos a la pierna derecha. La
erudita impresión por conocer a tal mitológica criatura le había hecho ignorar
aquel tajo que dividía su carne. Con el movimiento, un líquido rojo brotó de la
brecha. ¿Era su sangre? Tenía mal aspecto.
Seguro que era la causa de su sufrimiento,
lo que le impedía concentrarse y escuchar su voz. O igual era el miedo. Probablemente
ambas cosas.
Intentó acercarse al humano,
reflejar en él sus emociones de calma, tranquilidad y paz. Sin embargo, solo
sirvió para que este se apartara con un gemido lastimero. Así no llegarían a
ninguna parte, pero no podía dejar malherida a una criatura tan valiosa
científicamente.
Tendría que confiar en que
aguantaría lo suficiente mientras buscaba ayuda. Meremer se arrastró de nuevo
al estanque y se sumergió en sus aguas. La luz aguamarina del fondo le dio la
bienvenida, revelándole también que la entrada a la gruta se hallaba bloqueada
por enormes pedruscos.
Sus manos acariciaron la
superficie rocosa, las garras dando toquecitos en ella. Ni se esforzó en
moverlas, estaban completamente encajadas. Un parpadeo abrió su memoria como un
rayo cortaba el cielo, recordando así que había otra forma de escapar.
Regresó a la superficie del
estanque y allí lo vio, alzándose sobre la pared, un conducto daba a una
galería de cuevas. De joven había pasado bastantes horas nadando entre sus
cavernas subacuáticas, que se llenaban con las mareas. Lástima que se hallara
tan arriba de sus cabezas…
Tendrían que esperar. Había
notado la corriente en el muro. Con las mareas y la tormenta, la gruta no
tardaría en inundarse y entonces podrían escapar. Ayudaría al humano hasta
entonces, se dejara o no.
De un salto, volvió a salir a la
orilla comprobando que el agua ya había ganado terreno durante su ausencia.
Repitió un gesto de calma hacia el asustado humano y este intentó retirarse,
sin éxito por la herida. Tras examinar el desgarrón, Meremer se desabrochó su
primer cinto y lanzó uno de los paquetitos que contenía hacia el humano.
El paquetito sirvió de
distracción para que Meremer agarrara su pierna y comenzara a vendar la herida
con el cinto. Al principio, el humano se revolvió y gritó, pero pronto calló al
comprender sus acciones. A medida que el grueso tejido de algas cubría la sangre,
el miedo fue apagándose también en el humano.
Sin embargo, cuando terminó su
vendaje y Meremer lo señaló, el humano respondió enseñándole los dientes. Aun
siendo pequeños, casi redondeados, Meremer se apartó con sorpresa ante tal
gesto de amenaza. No obstante, al comprobar las emociones de su compañero,
descubrió que aquella mueca era una forma de expresar agradecimiento. Se
relajó, no sin antes valorar lo extraños que eran los humanos.
Este volvió a emitir más sonidos
por su boca, esta vez más suaves y definitivamente amistosos. Meremer se limitó
a imitar los movimientos de sus labios, sin poder hacer tal variedad de ruidos.
Igual la ausencia de branquias en el cuello permitía aquel lenguaje oral. Volvió
a intentar la telepatía y esta vez pareció rozarle, pero enseguida el humano
centró su atención en el paquetito que le había lanzado.
Meremer le imitó y tomó su
paquetito entre las manos. Retiró el envoltorio de algas y descubrió el pescado
fileteado que guardaba. Le dio un bocado, exagerando sus gestos, y esperó. Por
suerte, el humano no era tonto y le siguió el juego. Parecía disfrutar también
del pescado crudo.
Tras terminar de comer (tarea
lenta para los pequeños dientes de la criatura), el humano le dedicó una mirada
al agua cada vez más cercana a sus pies. Meremer aprovechó para llamar su
atención y señalar la salida, que quedaba a un par de cabezas sobre la suya.
Con los brazos, gesticuló imitando a alguien nadando hacia allí y el humano
señaló el agua creciente. Meremer señaló también el agua. El humano movió la
cabeza arriba y abajo, y gracias a su empatía Meremer tradujo aquel gesto como
un “sí”.
Una conocida emoción volvió a
aparecer en su compañero. La preocupación ensombreció su mirada al ver la
orilla cada vez más cercana, el agua rozando la punta de sus piernas. El humano
profirió nuevos sonidos, cargados de tristeza, pero Meremer no logró comprender
la razón de su pesar.
¿No debería alegrarse? Tenían una
forma de escapar. El humano era pequeño en comparación a Meremer, cargaría con
él fácilmente hacia la salida. De allí, solo tendría que llevarlo a su ciudad y
curarlo, incluso podría alojarse con ellos unos días si así quería… Y si podía
resistir la presión del agua. ¿Tal vez por eso los humanos jamás descendían a
las profundidades?
Y, sin embargo, aquella
preocupación seguía, una emoción que Meremer reconoció y despertó más
recuerdos.
La noche anterior, había
acompañado a sus camaradas en una expedición a la superficie. Allí, unas
misteriosas luces atrajeron su atención. Eran pequeñas, como las estrellas,
pero crecieron conforme se acercaron.
Llevados por la curiosidad
cruzaron la superficie y se encontraron con un edificio sobre las aguas. La
construcción flotaba y se movía despacio, y de ella nacían cientos de luces. Era
marrón, demasiado ligera para ser de piedra y demasiado rígida para tratarse de
algas. Siguieron a la estructura a lo lejos, conteniendo su curiosidad con
cautela, y en algún momento la tormenta se unió a su viaje.
Desde la
seguridad de las fosas, las tempestades siempre habían sido lejanos
espectáculos de luces, una vista de ensueño que en la superficie reveló su
verdadera naturaleza. Los rayos caían y hacían refulgir el agua, que se agitaba
violenta a merced del viento. La extraña casa flotante se tambaleaba y quebraba
con la furia de las olas, y sus misteriosos habitantes ahogaban sus gritos
entre los truenos y el océano. Sus luces se apagaron y otras nacieron, llamadas
por el rayo y consumiendo los escombros que tocaban.
Los habitantes de la casa se
perdieron entre las aguas. La desesperación y el terror sacudieron el corazón
de Meremer, emociones tanto propias como compartidas por las víctimas de
aquella tragedia. Entre el sufrimiento y el rugir de la tormenta, hasta los
pensamientos y las figuras de sus compañeros se fundieron en su cabeza,
uniéndose a la cacofonía de sonidos y emociones que inundaba su alma.
En algún momento, una chispa de
esperanza se aferró a su corazón, distinta y clara, guiando a Meremer hasta uno
de los habitantes de las ahora ruinas flotantes. Se aferraba a una tablilla,
como si los restos de su hogar pudieran protegerlo de aquella pesadilla.
Se trataba del mismo humano que
ahora le dirigía una mirada de sorpresa, como si los recuerdos de Meremer
hubieran llegado también a su ser. La última sombra de desconfianza se apagó en
sus ojos, volviéndose una sincera gratitud a la que Meremer correspondió.
El agua ya anegaba sus prendas,
pero el humano no hizo nada para apartarse de ella. Intentó volver a dirigir
sus sonidos hacia Meremer, enlenteciendo su tono. Meremer reconoció algunos
porque los había dicho antes, y la empatía le transmitió que eran palabras de agradecimiento.
Meremer chapoteó con la cola y
gesticuló mientras enviaba nuevas palabras a su mente. La criatura arrugó la
cara, y lo consideró un buen augurio. A pesar de su inexplicable temor, parecía
que comenzaba a llegar a esa dura cabecita de humano.
Fue entonces cuando una sacudida
reverberó en la gruta, silenciando los pensamientos y voz de ambos. ¿Era otro
trueno? ¿Un maremoto? Meremer volvió al estanque y la corriente casi devolvió
su cuerpo a la superficie. Un nuevo hueco se había abierto entre las rocas,
demasiado pequeño para pasar, pero lo suficiente para aumentar el caudal de
agua.
«Parece ser que podremos salir
antes de lo previsto» pensó, feliz, mientras volvía junto al humano. El agua ya
le cubría la mitad del tronco y Meremer se alivió pensando que así sus
branquias del costado se humedecerían.
No obstante, la angustia del
humano crecía junto a las aguas. Se revolvía mientras el mar reclamaba la
gruta, pataleando a pesar de su dolor por tal de no hundirse.
En uno de sus intentos, sus
miradas se cruzaron. Había visto antes aquella expresión, aquella mano que
pedía su ayuda: una súplica.
Y Meremer nadó hacia él.
Lo rodeó con sus brazos y usó su
cola para propulsarse hacia arriba, sus cabezas de nuevo en la superficie.
¿Acaso creía que lo iba a dejar allí? No, aquel terror era mucho más urgente
que eso. Intentando agarrarlo mejor, cambió la posición de sus brazos y lo
aferró por el costado, deslizando rápidamente las manos hacia sus axilas por
miedo a dañarle las branquias.
Branquias que no encontró bajo
sus ropas.
Volvió a bajar las manos hacia su
costado, donde ninguna abertura se adivinaba tras las prendas del humano.
Notaba la dureza de sus costillas, similares a las suyas, pero ningún indicio
de branquias.
Incapaz de creerlo, se sumergió
junto al humano y al instante su angustia creció. Volvió a subir y de inmediato
se calmó. El humano boqueaba y tragaba aire, desesperado, mientras Meremer lo
contemplaba incapaz de creerlo.
Siempre habían teorizado que los
humanos eran criaturas anfibias. Como los propios merlinos, respirarían aire por
pulmones y usarían branquias bajo el agua. No obstante, su anatomía haría que
los humanos prefirieran la costa mientras que los merlinos hallarían su hogar
en las fosas, con inusuales escapadas hacia la superficie.
Quitando las extrañas criaturas
que surcaban los cielos, su gente jamás había encontrado una criatura incapaz
de respirar bajo el agua, ni se les había ocurrido pensar que los humanos
serían una de ellas. Probablemente aquel humano sería el primero en siglos que conocía
a un habitante de las fosas.
Y entonces, Meremer comprendió su
miedo y desesperación, los abrazó y dejó que envolvieran su ser. Los
pensamientos de ambos se sincronizaron y compartieron. Aquel sistema de túneles
era más estrecho que la gruta, y las salidas se hallaban todas permanentemente
inundadas. Lo que en su juventud fueron divertidos pasadizos para nadar, ahora
eran largas galerías por donde solo uno podría pasar, y el humano no podría
llegar muy lejos con aquella herida. ¿Cuánto tiempo podía aguantar privado de
aire? Por su angustia, no parecía mucho.
El techo de la gruta se acercaba,
el pasadizo a las galerías ya estaba casi inundado Podrían cruzar a la
siguiente cueva pero ¿y después? ¿Se anegaría también? ¿Quedaría algún pasadizo
sin agua?
El humano le dedicó una mirada de
preocupación. Su cuerpo estaba bastante más caliente que el suyo, aun cuando no
había sol que lo caldeara.
—Gracias por intentar salvarme.
Por fin, su voz cobró sentido en
su cabeza. Meremer chilló palabras mudas, reflejando la forma de hablar de su
compañero, la desesperación de sus pensamientos. Justo cuando el agua alcanzaba
el techo, se abrazó al humano y rezó para que su calma llegara a su corazón
mientras se hundían hacia el túnel. El estrecho pasadizo arañó sus aletas, reabrió
sus heridas, pero Meremer siguió deslizándose entre la oscuridad.
Una vez las paredes se
ensancharon, la negrura recibió sus ojos abiertos, como la de aquella noche
tranquila que se convirtió en tormenta. Recordando los rayos y el miedo, con el
humano tosiendo agua en sus brazos, Meremer pidió luz a la gruta y esta se la
concedió. El agua subía y las siguientes galerías se abrían estrechas y bajas,
un laberinto de túneles del que conocía las salidas y ninguna le servía.
El humano se arrastró a su lado,
intentando incorporarse y cayendo cuando los temblores regresaron. El agua
chapoteó con los torpes movimientos de ambos y las piedras que se desprendían
del techo. Una ola llegó desde una galería anexa y el humano gritó mientras la
corriente volvía a derribarlo. Meremer imitó su chillido en las cabezas de
ambos, extendiendo las garras hacia él y lamentando las rocas que arañaban su
cuerpo.
Entonces las rocas, que habían
brillado como estrellas, se apagaron.
***
Aquel hogar flotante estaba lleno de luces y humanos.
Meremer y sus camaradas lo siguieron a distancia, maravillándose con la curiosa
estructura que nadaba sobre las aguas. Se mantenía a flote a pesar de las olas
turbulentas y la fina llovizna, que seguro serviría para calmar la sed que la
piel humana sentiría lejos del océano. Había pocos registros de aquellas
criaturas, pero no parecían ser hábiles nadadores. ¿Por eso preferirían moverse
en aquella casa móvil? Lo consultarían con los eruditos de las fosas a su
regreso.
Al cabo de un rato, algunas
siluetas se asomaron por la casa, descubriendo su presencia. Meremer y sus
compañeros saltaron en saludo, y algunos humanos levantaron las manos en lo que
supusieron una respuesta amistosa. No obstante, por alguna razón los cielos y
los mares vieron con malos ojos aquella reunión, y la tormenta arrastró a sus
miembros al océano.
En medio de aquel caos, Meremer
se separó de sus compañeros pues estos huyeron a la seguridad de las
profundidades. Algunos humanos cayeron de su guarida, otros se tiraron en un acto
de desesperación. Tanto daba, en el mar todos acabaron a merced de las
corrientes, arrastrados al fondo o golpeados por los restos del que fue su
refugio. El viento llamaba a las olas, los rayos iluminaban las ruinas
flotantes y, entre agonía y lamentos, un latido de valor sacudió a Meremer.
Un humano se agarraba inútilmente
a una tablilla. Pataleaba y gritaba, sus palabras ahogándose en agua y sal. Sin
rendirse ante aquella tragedia.
Meremer nadó hacia él, la única
voz clara entre aquella pesadilla, la única emoción que brillaba distinta a las
demás. Podría haber huido en busca de sus compañeros, pero solo tenía ojos para
aquella fuente de esperanza.
Una gigantesca ola se alzó sobre ambos cuando
el humano captó su presencia. Extendió una mano de súplica hacia Meremer y sus
garras la aceptaron, uniéndolos aun cuando las violentas aguas los arrastraron
al fondo.
Pronto sus garras fueron las
únicas con fuerza para juntarlos, la energía del náufrago escapando con el aire
de su boca. Meremer lo abrazó y nadó entre escombros, furia y muerte, el oleaje
zarandeando sus cuerpos y trazando heridas en ellos. Aun en la oscuridad, encontró
la gruta y, a pesar de los cortes y el golpe de su cabeza, logró conducirlos
hasta allí.
La cueva les recibió con una
sacudida que cerró sus puertas, y el agotamiento y las heridas invitaron a
Meremer a descansar.
***
Meremer abrió los ojos y, esta vez, la luz recibió su
despertar. Por un momento recordó las tranquilas aguas que había visitado en su
niñez junto a sus progenitores. En islas calmadas y vacías, algunos habitantes
de las fosas hallaban descanso nadando en mares cálidos, con arenas blancas y
peces de colores.
Su gente decía que a un sitio
similar nadabas tras el último latido de tu corazón. En aquel océano más allá
de la vida, podías jugar bajo un amable sol estival, pero más brillante era la
noche, con una hermosa luna y un sinfín de estrellas perladas. Los corales
encantados se iluminaban tras el crepúsculo, devolviendo el fulgor solar que cosechaban
durante los mañanas de apacibles olas.
Si de verdad había llegado al paraíso,
bien podría haber dejado su cuerpo en el agua, no en la orilla para secarse a
su suerte. Su cabeza protestaba y su boca estaba seca, pues su garganta no
estaba acostumbrada a permanecer sin agua tanto tiempo. Intentó incorporarse,
pero un contacto lo detuvo. Era una garra húmeda, y agradeció aquel frescor
mentalmente antes de volverse hacia Araede.
Araede, Miride y Kasadi, sus
camaradas, enviaron palabras de alegría a su cabeza mientras rodeaban su cuerpo
en un abrazo. Meremer respondió con regocijo, con dicha en sus pensamientos
hasta que un quejido pidió su retirada. Al incorporarse, pudo ver que parte de
su cola había sido envuelta en extraños tejidos, similares a los que había
portado el humano…
Que estaba sentado a su derecha.
Le enseñó los dientes en aquel extraño gesto amenazador que en realidad era amistoso.
Tras él había más humanos, guardando las distancias. Sus ropas estaban rasgadas
y muchas seguían teñidas de rojo, ocultando heridas tras vendas improvisadas.
De sus emociones intuyó que se sentían cohibidos por la presencia de Meremer y
sus camaradas, pero no logró discernir sus pensamientos con tanta exactitud
como hizo con su compañero de tragedias.
—Me alegro de que vivas —dijo su
humano, con sonidos, y la mente de Meremer dio sentido a su voz, alivio y dicha—.
Me salvaste.
«Y tú a mí —le contestó Meremer
telepáticamente, señalando las vendas de su cola. El humano volvió a enseñar
sus dientes y Meremer comprendió que su comunicación por fin iba en ambos sentidos—.
Pero… ¿Cómo escapamos?»
«Vuestro terror os salvó —explicó
Araede, con bizarra felicidad en sus pensamientos—. Perdimos tu rastro en la
tormenta, y pasamos horas buscándote sin éxito hasta que encontramos la gruta».
«¡La cueva brillaba como mil estrellas!
—exclamó Miride—. Como si el sol hubiera caído a los abismos».
«Supimos entonces que solo
alguien de los nuestros podría haber hecho algo así, y nadamos en tu búsqueda —siguió
Kasadi—. La entrada principal estaba bloqueada, pero pudimos escurrirnos por
las secundarias. Entonces te vimos en la galería mayor, con el humano chillando
a tu lado. Las rocas habían limitado el acceso el agua, pero una te había
golpeado en la cabeza y dejado inconsciente. Tu compañero intentaba despertarte
tras haberte vendado las heridas. Le costaría hacerlo con lo que brillaba la
cueva, casi nos quedamos invidentes al entrar».
Meremer inclinó la cabeza a un
lado en un gesto confuso.
«Qué extraño, ¿por qué seguiría
activa la luz aun cuando quedé inconsciente? Nuestros reclamos a la piedra se
apagan con nuestra consciencia».
«Tal vez el humano mantuvo tus
sentimientos y deseos consigo mientras dormías —teorizó Miride—. ¡Pasasteis por
una experiencia difícil e igual eso os unió en una bonita amistad!»
Meremer contestó con dicha y afecto a aquella
risueña hipótesis, aunque no la descartó. Ciertamente, fue entre agonía y
terror cuando por fin pudo enlazar su mente a la del humano. Solo cuando sus
preocupaciones se sincronizaron, las palabras fluyeron entre ambos, ahogando
las diferencias que había entre sus mundos.
El humano esperaba mientras
Meremer conversaba telepáticamente con sus compañeros, aparentemente incapaz de
escuchar las voces de los demás. Se giró hacia él y decidió imitar la mueca que
el humano le dedicaba con agradecimiento. Este se retiró un poco, sorprendido,
pero repitió el gesto.
«Mantuviste la luz que guio a mis
amigos, la que ordené a las rocas en la cueva—explicó—. Al final nos salvaste a
ambos».
—Si es así, tú prendiste la chispa
y yo solo la continué. Estamos en paz. Mira, mis propios amigos vinieron
también por la luz,
El humano señaló con diversión a
sus compañeros, que se revolvieron incómodos. Parecían amistosos, pero
retrocedieron un poco cuando Meremer les enseñó los dientes con simpatía. No
estarían acostumbrados a la afilada dentadura merlina.
De todos modos, podía ver su
curiosidad, su alivio al ver que su compañero seguía con vida. ¿Sería aquel el
inicio de una nueva era para merlinos y humanos? Se giró hacia su compañero,
pensando en las palabras de Miride.
«Mi nombre es Meremer. Aparte de
amigo, ¿cómo puedo llamarte?»
El humano volvió a repetir
aquella mueca alegre. Más tarde, Meremer aprendería que se llamaba “sonrisa”.
—Amigo servirá, pero también me
llaman Damián. Encantado de conocerte.
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