Suspiro Pelágico
Tras una eternidad, mi cuerpo se
posó sobre el lecho marino. Suavemente, sin levantar polvo alguno, como una
mariposa dando su último suspiro.
Agua y arena acariciaban mi lechosa
piel, deslizándose entre los surcos de mi carne y filtrándose curiosos sobre el
agujero en mi pecho, un vacío de emoción cicatrizada. No manaba sangre de tal
violenta pérdida, pues mi alma hace tiempo que yace marchita.
Dejándome mecer por la piadosa
marea pelágica, dirijo mis pupilas a donde debería estar el cielo. Dos perlas
opacas en la cuenca abisal, buscando el recuerdo de aquellos días. Pero mi
carne ya es sal y mi sangre el propio mar, no quedan memorias del calor
terrenal.
Perdido el camino, no advierto la
presencia de otros ojos. Vivos y hambrientos, los peces acuden a la cena
servida: piel rellena de huesos, astillas incrustadas en decepción. Ruego
porque sus mordiscos arranquen mis pecados, que sus escamas limen mis impurezas.
Entre la helada oscuridad, su voracidad podría ser misericordia.
El festín es rechazado. Los
invitados escupen mis entrañas con aprensión, pues poco queda de mí que sea
manjar. Mi cuerpo, abandonado una vez más, se consuela con el perenne movimiento
del agua. El eco de un oleaje mece al sílice, susurrando las caricias del
viento a su amado océano. Qué hermosa forma de desvanecerse, con mi carne
erosionándose con el amor de miles de eras.
Temblorosos, conmovidos, mis
labios blancos como la cal encuentran su despedida:
―Algún día, tanto mis astillados
huesos como los cristales de mi garganta, serán suaves como tu recuerdo.
Mi plegaria escapa entre
burbujas. Los despojos de mi alma viajan con ellas. Intento seguirlas con la
vista, pero el peso del océano me ha arrebatado la mirada. Mis ojos se hunden
en sus cuencas, mi columna en la arena y mi mente en la resignación.
Ya solo queda esperar.
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