jueves, 20 de octubre de 2022

Saga de la Noche Pálida: Primer Capítulo: La Fundadora

Sobre la Asamblea que se convocó aquella noche...



Había transcurrido tanto tiempo desde la anterior reunión que la Fundadora no pudo evitar que su mirada se llenara con nostálgica calidez. La sala estaba prácticamente llena de camaradas, muchos de ellos ya amigos, que esperaban al resto de asistentes desde sus asientos o deambulando por la habitación para estirar las piernas.
        El Guerrero era uno de aquellos que permanecían de pie pero sin moverse, en posición de guardia tras su silla. Se trataba de su más fiel consejero y protector, al que debía y agradecía todo lo que habían conseguido hasta ahora. De piel oscura y rostro inescrutable, casi parecía la estatua de un caballero aguardando junto a su protegida, en guardia ante cualquier amenaza.
        Completamente distinto era el Científico, sentado a su otro lado como segundo consejero. De piel clara y desordenado cabello azabache, parecía incapaz de permanecer estático como el Guerrero. Sus delgados dedos garabateaban nerviosos, y de vez en cuando algunas de sus notas cruzaban la mesa convertidas en aviones de papel, buscando una segunda opinión a sus teorías. Cuánto le debía a aquellas ideas…
        Su ayudante parecía casi tan nervioso como él, aunque por motivos diferentes. A pesar de actuar como aprendiz del Científico, el Mendigo pidió mantener su humilde pasado como título, de ahí la inquietud que siempre mostraba al visitar aquella lujosa mansión. Vestía con ropas limpias aunque de aspecto viejo, y tanto su escasa barba como cabellos, de un rubio ceniciento, lucían desaliñados.
        En una de sus vueltas alrededor de la mesa, la Ladrona detuvo sus despreocupados andares para detenerse tras el Mendigo. Este se tensó mientras ella recogía parte de los folios para repartirlos a sus destinos. Cuando la conoció, la Fundadora pensó que no era más que una imprudente ladronzuela, pero los entrenamientos con el Guerrero demostraron que había cabeza en sus enérgicos movimientos. No eran pocas las ocasiones en las que había descansado viéndolos entrenar bajo el sol, dichosos ellos que podían hacerlo.
        En su carrera revolvió la cuidada melena de la Cantante, quien se había unido a le Artista para distraer al cohibido Sacerdote. Ambas personas de arte acudían siempre en sus mejores galas a las asambleas, aun cuando el entretenimiento no fuera su objetivo. Resultaba extraño que siempre rodearan a aquel hombre de fe, pero este parecía disfrutar de su compañía. El amor a las bellas artes, en sus distintas formas, y los lazos que arrastraban del pasado, unían a aquel variopinto grupo.
        La Ladrona se detuvo tras la Erudita y su amada, la Custodia, quien durante un tiempo fue la última en unirse a aquellas reuniones. Ambas estudiosas interrumpieron sus discretas carantoñas para examinar atentamente las notas entregadas. Cuando leían juntas, parecían convertirse en un único ser de dos cabezas, con los dos pares de ojos acariciando las letras en un preciso compás. Una punzada de agridulces recuerdos obligaron a la Fundadora a desviar la mirada, descubriendo el siguiente objetivo de la Ladrona.
        Le Artesane terminaba de abrir uno de los aviones de papel cuando recibió la nueva entrega a mano. Tras dejarla a un lado, la examinó a través de sus lentes de aumento mientras sus precisas manos volvían a una de sus creaciones, manipulando engranajes sin necesidad de verlos. En su parte de la mesa había dispersado tornillos y diversas herramientas, e incluso llevaba un destornillador ligero sobre la oreja, perdido entre sus densos rizos castaños.
        A su lado, la Ama de llaves desaprobaba silenciosamente aquel pequeño caos. No obstante, jamás expresaba sus quejas en alto, pues comprendía que le prodigio trabajaba mejor en su propio sentido del orden. Parte de su silencio se compraba con su propia tardanza. A pesar de cumplir sus deberes con calculada eficiencia y disciplina, la solemne señora solía ser de las últimas en llegar a las reuniones. En aquellos tiempos, los infortunios y consecuentes tardanzas eran inevitables incluso para los más diligentes.
        Estaban en guerra. Una guerra santa que enfrentaba Luz y Oscuridad, oro y sangre, perseguidores y justos. Diversas vidas y lazos, talentos y resentimientos, habían reunido a los miembros de aquella asamblea una vez más. Los asientos vacíos volvían a estar ocupados por nuevos seguidores a la causa, y ya solo una última silla permanecía a la espera de la última adición a su ejército.
        Y, como si la hubiera atraído con su mente, las puertas se abrieron.
        ―¡Lamento la espera! ¡Jullie me estaba enseñando la mansión!
     La morena joven se sentó junto al Ama de Llaves, quien la juzgó de forma completamente indiscreta antes de volver la vista hacia la Fundadora.
        Los miembros de la Asamblea habían dejado sus distracciones y tareas de lado, esperando que su líder iniciara la reunión. Mientras ordenaba mentalmente sus palabras, la Fundadora dedicó una mirada a la oscuridad tras las ventanas.
       Era una noche espléndida de invierno, no podía ser de otra forma. Los copos caían delicados sobre el marco de la ventana y los jardines estaban salpicados de hielo y acebo. En verano, aquel paraje se perfumaba con el galán de noche y las flores crepusculares se abrían naranjas entre el oscuro verdor de la vegetación. Había cuidado aquel paisaje a conciencia para que se conservara con los años, idéntico al de tiempos pasados. Así, jamás olvidaría la razón para luchar que arrastraba de estos, aquella que era tanto su mayor orgullo como desgracia.
      Sin permitirse un compasivo suspiro, la Fundadora irguió la espalda con la firme postura de sus años como lancera. Tras dar la bienvenida y agradecer la reunión del Círculo Selénico, comenzó el informe sobre los últimos eventos de la Guerra Santa.


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Siguiente Capítulo: La Fundadora. Primer Acto: El Milagro Blanco. 

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