La Vidente
Mis gritos desgarran el descanso,
alaridos ante una pesadilla que tal vez se cumpla. Mis uñas rotas se hunden
entre mi marcado costillar. El dolor apenas logra devolverme a mi hogar.
Entonces llegas tú con piadoso
cariño. Tus labios pronuncian mi nombre, atrayéndome entre las nubes que ahogan
mi mente, despejándolas como el alba que nace tras las cortinas. Cuando la
claridad asoma en mi mirada, tus brazos me envuelven y lágrimas recorren el
conocido camino de mis mejillas.
—Estoy aquí. Estoy contigo.
Un “te amo” palidecería ante tu
declaración, tu voz un bálsamo de cariño que poco a poco se filtra a mi
interior. Muda todavía, contesto aferrándome a tu camisón pues necesito sentir
que dices la verdad. Nuevas lágrimas se unen al incesante cauce que nace de mis
ojos, pero pronto el río es alivio y me dejo hundir en tus hombros.
Esperas a que mi sollozo acabe y
levantas mi rostro, retirando el lacio velo que es mi cabello. Mis iris se
encuentran con los tuyos. La compasión tuerce tu gesto en una sonrisa que
depositas sobre mi frente, y yo me rompo como una niña otra vez.
“Has vuelto a morir”, quiero decir.
—Estás viva —digo, casi preguntándolo.
“Lo sé, solo lloras así cuando muero
yo”, dirías tú.
—Estoy viva— confirmas. Una cansada
sonrisa seca mi llanto.
En otro tiempo, en otra hora, en otro
momento, he visto y vivido esta conversación.
En otros mundos, en otros caminos, en
otros finales, te he visto morir y he vivido el morir.
Aunque nuestros cuerpos yazcan
juntos, cada vez me cuesta más volver al presente que construimos. Mi maldición
me aleja de ti con estas noches sin descanso, donde vago entre los “quizás” y los
“tal vez”, entre posibilidades y destinos y presagios que confundo con
recuerdos. Recorro esta cronología buscándote, implorando piedad al incesante
paso del tiempo, pero nadie responde a mis rezos.
No hay misericordia en mis caídas y
heridas. Mi carcasa yace mutilada por la guerra o sucumbiendo a los venenos que
pretenden mantenerme lúcida. De tanto caer me he acostumbrado a morir pero, por
fortuna, perderte todavía duele.
Con suavidad me acunas entre tus
brazos, tarareando una melodía que te compuse cuando aún tenía fuerzas para
cantar. Ignoras que te despedí de la misma forma en mi sueño, presagio, futuro.
Mis lágrimas oscuras caían sobre tus mejillas y estas perdían su color. Tu
sonrisa fingía no sentir la lanza que te atravesaba, pero yo la sufría por
ambas. Allí, mi voz ronca era clara, dejándome despedirte con el mismo amor que
ahora entonas.
Dejándome llevar por tu canto, me
pregunto a mí misma si, cuando el día llegue, mi erosionado corazón se habrá
acostumbrado a tu muerte. El horror me sacude. Cierro los ojos y escondo de los
tuyos mi mayor terror, abrazándote mientras esperamos la hora de despertar.
La Profecía del Mal, Página Principal
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