El Dilema Reptante
“¿Me querrías si fuera
un gusano?
En algún momento, me soltaste
aquella pregunta. En tus palabras se adivinaba risa, pero también la tensa
curiosidad que acompaña al primer “te quiero”. El dilema, pronunciado tantas
veces a lo largo de redes y comunidades, por fin había llegado a mí,
atrapándome con sus espinosas implicaciones.
Y, sin embargo, mi respuesta fue un “no”. La tuya, fingida
desilusión. Ofrecí la promesa de explicarme y en estas líneas procedo.
El Dilema reptante es circunstancial. La simpleza de su enunciado le arrebata la posibilidad de contexto y lo necesito para explicarme. Por eso te propongo estos dos escenarios:
- Tras enamorarnos como ahora, por obra de un “mago” te convertiste en un gusano.
- Siempre fuiste uno.
Hablemos de la primera opción. De un día a otro, amaneciste reptando entre las sábanas. Tu aliento se escapaba entre tu piel y la tela seca hería tus anillas. Lamentando tu sino, te dejaría sobre la maceta de albahaca, su humedad más apropiada para tu delicada superficie. Entonces, me encararía al cruel vejestorio que te redujo a lombriz y le ensartaría el cuchillo más cercano en sus entrañas.
Si la venganza no acaba conmigo, si las últimas palabras del
ensartado no son para reducirme a cenizas, abriría cientos de libros buscando
cómo devolverte a tu forma. Te llamaría, alimentaría y protegería, rezando
porque el más mínimo fragmento de quien amé siguiera conmigo.
Abriría las macetas y plantaría un jardín en el salón, una
habitación pequeña para un humano, todo un mundo para un gusano. Cuidaría que
no te faltara de nada, ni tierra sobre la que yacer ni detrito que escupir.
Agua para que bebas, humedad para que respires y mi compañía, por si todavía me
recuerdas.
Y es que el dilema tiene más capas que las pieles de cebolla
que componen tu cena. Pues si el mago tuvo piedad, tal vez reconozcas las
vibraciones de mis pasos. Si entre anillos y venas hay espacio para un alma,
para un recuerdo nuestro, tal vez puedas alzar lo que fue tu cabeza cuando te
llamo sin esperar respuesta.
Dicen que el amor es ciego, o eso pienso mientras te pierdo
entre las hojas descompuestas que te sirven de alimento. Planté simientes que
ahora crecen, formando montañas por las que te dejas caer. Una sonrisa se me
escapa cuando los primeros brotes rompen la tierra. “Gracias por cuidar de este
jardín”, te digo, aunque no puedas escuchar mi risa o sollozos.
Si algún día, de las vibraciones de mis pasos y voz, de mi
llanto y plegarias, tu sangre hila con tu alma y encuentras la mía… Mándame una
señal por favor. Ven a mi lado cuando me arrodillo a regar las primeras flores
que trajo la primavera. Alza la “cabeza” al sentirme, no porque al hacerlo
puedas verme, si no por amarga añoranza. Llórame sin lágrimas, pero no bebas de
las mías porque la sal quemaría tus entrañas.
Porque mientras haya una sola anilla que guarde tu esencia,
un solo segmento que reconozca y recuerde nuestros lazos, que sirva tu carne
como promesa de que seguiré amándote. Buscaré, preguntaré (e incluso torturaré)
a cuantos magos haga falta para poder volver a abrazarte, para acariciar tu
rostro sin que mi seca piel desgaste la tuya. Y, si tu minúscula forma es la
que deba acompañarte hasta la muerte, haré que nuestros cortos años sean
plácidos en este jardín que entre los dos cuidamos.
Rezo porque de los destinos posibles acontezca ese, el menos
vil, y que la crueldad del conjurador solo quede en una travesura. Si debieras
ser reducido a lombriz, qué menos que llevarte contigo tu consciencia y memoria,
y no perderte en el mundo que planté para ti. De esa forma, seguiría
queriéndote a ti y no a un gusano, pues solo tu cuerpo habría cambiado.
Sin embargo, si tu reptar es fruto del instinto y no la
melancolía, si para ti un anillo solo es un fragmento de tu ser… Entonces no
podría amarte porque estaría llorándote.
Por la misma razón por la que jamás podría haberme enamorado
de ti siendo otro, siendo un gusano, ahora mi amor se hunde entre las raíces
donde hiciste tu nuevo hogar. El duelo ocupa el espacio que la esperanza dejó
atrás. Los pétalos caen y sus cálices bajan con las primeras cosechas. Tras
meses esperando respuesta, mi corazón se ha secado como la tierra regada con mi
salado llanto. Eres rey de este jardín marchito, solitario e ignorante de tu
gobierno y mi desazón. Tu cuerpo se desliza sobre su propia tumba, incapaz de
añorar lo perdido.
Flores y cosechas se suceden hasta que, ya sin lágrimas que
nos lastimen, visto el luto para llevarte al cementerio. El lúgubre acto es
irónico siendo el jardín exterior nuestro destino, donde el sol alimenta las
plantas y la vida repta, corre y salta entre las hojas.
Antes, me apenaba saber que nos conocimos o amamos tan tarde,
pero me consolaba saber que tendría una vida que gozar a tu lado. Sin embargo, corta
es la existencia de un gusano, y el tiempo es otro impasible viejo. La albahaca
de tu primera maceta hace años que pereció, pero en ella te llevo al que será
tu lecho. Mis ojos secos te buscan, la imaginación tentándome con un milagro,
la esperanza sucumbiendo al ver tu vaivén errático.
“Un jardín es demasiado grande para un gusano. Aquí no
estarás solo” te dije, sabiéndote incapaz de sentir tal cosa.
Los primeros días me acercaba a la maceta en tu búsqueda.
Escarbaba un poco y allí te retorcías. El alivio pronto pasaba al dolor y el
duelo me llevaba no a llorarte, pero sí lamentarte. En algún momento te
marchaste o marchitaste, la tierra reclamó tu carcasa e hiciste de tu alimento
tu sepultura. Incapaz de encontrarte, deseando no hacerlo, enterré sustrato y
terracota y allí planté un recuerdo en piedra.
Con tu nombre.
Tu legado.
Y lo mucho que te amé.
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