De la Mantis incapaz de creer,
incapaz de amar
El zumbido del romance trastoca
los corazones. Una vibración que nació para traer dicha y que se distorsionó al
imponerse en nuestras vidas. «Un par de piernas no es suficiente para estar completo»,
predicaban desde lo alto, «pues requieres un segundo para completarte y crear
nuevos pies que sigan tus pasos».
Irónicas consignas de aquellos que prometieron abstenerse de
amar. Poderosas leyes que hasta ellos eran incapaces de cumplir. Sus ojos acechaban
a los de abajo y sus cabezas rodaban consumidas por hambre e hipocresía.
Los de arriba dictaron las leyes de cómo amar, sus manos
rogando indulto en cuerpos decapitados. Una doctrina que se extendió como la
peste y que infectó todo el bosque. Prohibió al enjambre, pues debía bastar un
solo enlace. Despreció la colmena, pues el abrazo de amigos jamás supliría la
supuesta mitad que nos falta. Exigió diferencia en la unión, para generar
dominación y sumisión. Coartó la libertad mientras el festín se daba en lo
privado, escondido bajo velos de sacra seda.
Pero de la mutilación de la carne surgió vida y de esta, con
el tiempo, renacieron distintas formas de amar, cada una buscando su ideal.
El amor “puro” debía seguir por allí, pensaba. La hermosa idea
del romance, lejos de la pretenciosa versión que contaban arriba. Escuchaba los
ecos del bosque: «si buscas, encontrarás aquello que calme la sed en tu
corazón. La balanza perfecta, una armónica y simétrica simbiosis».
Las tórtolas se acurrucaban en sus nidos, los humanos
iniciaban su cortejo y el enjambre vibraba al descubierto. Las rígidas
doctrinas comenzaban a tambalearse, sí, pero su impostada búsqueda rascaba mi
psique, vejando el hueco de mi colmena.
Terminé adentrándome en el bosque, aun a riesgo de abrir la
caja que debía permanecer sellada. Presa del deseo o su imposición, buscando conocer
aquello que todos anhelaban al punto de perder la cabeza.
Pero no pude, pues tuve que huir interpretando a Dafne.
Una y otra vez huía de aquel cuya bondad comparaban a la del
sol. Mis manos se tornaron ramas, mis uñas, hojas. Mis pies en el suelo
convirtiéndose en raíces, rezando porque tus cumplidos se perdieran en el
bosque y entre tanto árbol no dieras conmigo.
Inmóvil me quedaba también cuando me encontrabas, aguantando
con una mueca que en tu mediocre confianza leías como sonrisa. Lloraba cuando
me arrastraste de mi hogar y podabas mis hojas, pues así me creías embellecer. Ignorabas
cuando corregía el nombre por el que me llamabas, cuando te rechazaba y tu
soberbia lo tomaba como un juego.
Tus ojos perseguían tu idea de mí: una preciosa orquídea encerrada
en porcelana, la flor que creció esperando un singular zumbido, sin ojos ni
oídos para nadie más. Jamás vieron a mi salvaje yo de hojas meciéndose al
viento, pues el amor que me descubriste fue el que siempre se predicó: el deseo
escondiendo dominación.
Perdido en el invernadero que es tu psique, que levantaste
evadiendo la realidad, yo me marchitaba como una planta más. Habría valido cualquier
otra flor lo suficientemente parecida para que proyectaras tu artificial ideal.
De delicados pistilos o lustrosas hojas, hasta el mísero plástico habría
bastado para satisfacer tus mundanas fantasías.
Entré siguiendo tus baladas y estas se convirtieron en
gritos. Me quedé por abrazos que terminaron apresándome. Demasiado frágil para
huir, intento echar raíces en el pobre sustrato. ¿Y si esta era la idea de
amor? Pues nadie más siente quemar este sol. ¿Es este dolor por el que la gente
pierde la razón? ¿A lo que debo aspirar?
El agua salada riega la porcelana de mi nuevo hogar, dándome
la respuesta.
Esa noche, cuando acudiste a mí, levanté mi áspero rostro
hacia ti.
No soy una planta. No soy un maniquí o lienzo sobre el que
proyectar tus fantasías. Mi corazón late como el tuyo, siente como el tuyo. Por
eso, cuando abrí mi boca ante tu hambre fui yo quien ahora decidió devorarte.
No por gula. No por lujuria. Fue por cansada ira que corté
la raíz de tu imaginación. Tu cabeza rodó, segada por los dientes ocultos tras
los pétalos. En esta prisión de cristal, que distorsiona la realidad, sé que
solo las hortensias llorarán tu muerte con su rubor.
Y ahora alzo el vuelo, libre de la cortante porcelana y del
ardiente invernadero. Algún día te encontraré, Amor. A ese sentimiento que
podré devorar sin más impulso que mi propia voluntad, sin más doctrina que la
mía propia. A esos besos que embriagan sin cortar. De mientras, me abrazo a las
amigas de mi colmena, floreciendo como algo más que una orquídea.
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