miércoles, 19 de febrero de 2025

La Perdición del Entomólogo: Tercer Texto


 De la Mantis incapaz de creer, 
incapaz de amar


El zumbido del romance trastoca los corazones. Una vibración que nació para traer dicha y que se distorsionó al imponerse en nuestras vidas. «Un par de piernas no es suficiente para estar completo», predicaban desde lo alto, «pues requieres un segundo para completarte y crear nuevos pies que sigan tus pasos».

Irónicas consignas de aquellos que prometieron abstenerse de amar. Poderosas leyes que hasta ellos eran incapaces de cumplir. Sus ojos acechaban a los de abajo y sus cabezas rodaban consumidas por hambre e hipocresía.

Los de arriba dictaron las leyes de cómo amar, sus manos rogando indulto en cuerpos decapitados. Una doctrina que se extendió como la peste y que infectó todo el bosque. Prohibió al enjambre, pues debía bastar un solo enlace. Despreció la colmena, pues el abrazo de amigos jamás supliría la supuesta mitad que nos falta. Exigió diferencia en la unión, para generar dominación y sumisión. Coartó la libertad mientras el festín se daba en lo privado, escondido bajo velos de sacra seda.

Pero de la mutilación de la carne surgió vida y de esta, con el tiempo, renacieron distintas formas de amar, cada una buscando su ideal.

El amor “puro” debía seguir por allí, pensaba. La hermosa idea del romance, lejos de la pretenciosa versión que contaban arriba. Escuchaba los ecos del bosque: «si buscas, encontrarás aquello que calme la sed en tu corazón. La balanza perfecta, una armónica y simétrica simbiosis».

Las tórtolas se acurrucaban en sus nidos, los humanos iniciaban su cortejo y el enjambre vibraba al descubierto. Las rígidas doctrinas comenzaban a tambalearse, sí, pero su impostada búsqueda rascaba mi psique, vejando el hueco de mi colmena.

Terminé adentrándome en el bosque, aun a riesgo de abrir la caja que debía permanecer sellada. Presa del deseo o su imposición, buscando conocer aquello que todos anhelaban al punto de perder la cabeza.

Pero no pude, pues tuve que huir interpretando a Dafne.

Una y otra vez huía de aquel cuya bondad comparaban a la del sol. Mis manos se tornaron ramas, mis uñas, hojas. Mis pies en el suelo convirtiéndose en raíces, rezando porque tus cumplidos se perdieran en el bosque y entre tanto árbol no dieras conmigo.

Inmóvil me quedaba también cuando me encontrabas, aguantando con una mueca que en tu mediocre confianza leías como sonrisa. Lloraba cuando me arrastraste de mi hogar y podabas mis hojas, pues así me creías embellecer. Ignorabas cuando corregía el nombre por el que me llamabas, cuando te rechazaba y tu soberbia lo tomaba como un juego.

Tus ojos perseguían tu idea de mí: una preciosa orquídea encerrada en porcelana, la flor que creció esperando un singular zumbido, sin ojos ni oídos para nadie más. Jamás vieron a mi salvaje yo de hojas meciéndose al viento, pues el amor que me descubriste fue el que siempre se predicó: el deseo escondiendo dominación.

Perdido en el invernadero que es tu psique, que levantaste evadiendo la realidad, yo me marchitaba como una planta más. Habría valido cualquier otra flor lo suficientemente parecida para que proyectaras tu artificial ideal. De delicados pistilos o lustrosas hojas, hasta el mísero plástico habría bastado para satisfacer tus mundanas fantasías.

Entré siguiendo tus baladas y estas se convirtieron en gritos. Me quedé por abrazos que terminaron apresándome. Demasiado frágil para huir, intento echar raíces en el pobre sustrato. ¿Y si esta era la idea de amor? Pues nadie más siente quemar este sol. ¿Es este dolor por el que la gente pierde la razón? ¿A lo que debo aspirar?

El agua salada riega la porcelana de mi nuevo hogar, dándome la respuesta.

Esa noche, cuando acudiste a mí, levanté mi áspero rostro hacia ti.

No soy una planta. No soy un maniquí o lienzo sobre el que proyectar tus fantasías. Mi corazón late como el tuyo, siente como el tuyo. Por eso, cuando abrí mi boca ante tu hambre fui yo quien ahora decidió devorarte.

No por gula. No por lujuria. Fue por cansada ira que corté la raíz de tu imaginación. Tu cabeza rodó, segada por los dientes ocultos tras los pétalos. En esta prisión de cristal, que distorsiona la realidad, sé que solo las hortensias llorarán tu muerte con su rubor.

Y ahora alzo el vuelo, libre de la cortante porcelana y del ardiente invernadero. Algún día te encontraré, Amor. A ese sentimiento que podré devorar sin más impulso que mi propia voluntad, sin más doctrina que la mía propia. A esos besos que embriagan sin cortar. De mientras, me abrazo a las amigas de mi colmena, floreciendo como algo más que una orquídea. 




Texto Anterior: El Dilema Reptante

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