La Araña y la Cama de Seda
Como protagonista en un cuento,
me dejé caer sobre el lecho esperando el beso que me salvaría.
Esperé y esperé, soñando con que
aquella sería la cura para el letargo de mi corazón.
El polvo nevó sobre las sábanas
de seda, volvió pálida mi tez. No había amanecer que derritiera el hielo que conservaba
mi cuerpo. No había viento que limpiara las nubes de mi cabeza. Tiempo hacía
que no llovía sobre mis mejillas y, sin embargo, mis párpados temblaban temiendo
una tormenta.
En el velatorio de mis
sentimientos, solo una perezosa melancolía vestía el luto. Paseando por el camposanto,
con las estaciones varía su atuendo, pero el negro permanece. Caminando sobre
sus propios pasos, dedica flores y un par de lágrimas amargas a mi recuerdo.
Un día, llamé a una araña y esta pareció
apiadarse de mí. Bajó despacio, deslizándose sobre el lecho que hacía las veces
de féretro. Una mano y luego otra, y otra, y otra. Las sábanas se hundían bajo
sus dedos, y entre sus falanges se enredaban hilos y falsas promesas. Extendió
los brazos y estos encerraron mi forma en su jaula.
Su boca rozó la mía. Múltiples
ojos contemplaban un único par y un recuerdo alumbró como un faro entre la
niebla, parpadeando en prejuicio.
La luz se desvaneció y regresé al
presente. «No, no existe tal dureza en los ojos de la araña» pensé en aquel
entonces, pero bien podría ser una mentira para infundirme valor, para evitar
la culpa. Sus pupilas emitían un calculado análisis. Exponían su curiosidad,
sincera, y su hambre, insaciable.
Mentí reflejando su gesto, pues
sería descortés no sentir lo mismo.
¿Era esta la solución? ¿La cura
para el vacío que me ataba al lecho?
―¿De verdad quieres esto? ―preguntó también la araña, mas su apremiante piedad goteaba lascivia.
Suspiré y agradecí su
consideración, aunque en la codicia de sus ojos ya me hubiera devorado.
―Este fin requiere dos almas. La
mía no puede alzarse, atrapada no en tu red si no en gélida pena. No espero que
un temblor me recuerde andar, ni siquiera respirar. De la pasión surge una
calidez que me recuerda al amor y la ira, pero esta carcasa está fría de
dejadez y rencor. Si tu voracidad prende una mísera chispa, la saliva me sabrá
a victoria. Si no, espero que este encuentro no amargue tu sed.
―Servirá ―cortó con
condescendiente soberbia.
Sus labios bajaron y se
encontraron con las grietas de los míos. El calor derritió el glaciar como una
calima que después regresaría a tierras más áridas. Fue un beso ácido, mas en
mi soledad, la ponzoña me supo a miel.
¿Me arrepentiría de esta
empalagosa hiel? Se lo preguntaría al espejo a la mañana siguiente. De momento
cerraría los ojos y me dejaría perder en lo que tantos llamaban ambrosía y que
para mí no era más que insípido jarabe. Tal vez así encontrara alguna nota
dulce en él.
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