El Milagro Blanco
Minerva Ericenea contemplaba la nieve a través de la ventana
de su estudio particular. El gramófono acompañaba la lenta caída de los copos
con una melodía de compás tranquilo, que invitaría al estudio de los numerosos
libros que la rodeaban si no estuviera ya abrazada por su compañero de vida. La
música hacía que sus cuerpos se mecieran lentamente, casi de forma
inconsciente, en aquel sereno vals.
Parpadeó y sus ojos dejaron atrás
los preciosos jardines para enfocar su reflejo, que le devolvió una sonrisa
entre los brazos de su marido. Tanto sus oscuros cabellos como los suyos más
castaños comenzaban a salpicarse de gris, la senectud recordándoles la vida que
habían compartido juntos. Una historia pacífica, donde los caminos escogidos
tal vez no fueron los más acertados. En ocasiones recordaba sus lecciones de
lanza, las alabanzas de sus instructores, como recordatorio de que las guerras orientales
podrían pedir su colaboración. No obstante, su edad se acercaba al medio siglo,
y las batallas se sucedían sin llamar a sus soldados más vetustos. Aun así,
había mantenido la costumbre de entrenar tanto por precaución como por
nostálgico entretenimiento.
Como si hubiera leído sus
preocupaciones, los brazos de su amado se cerraron más sobre ella, su calidez
alejando el frío que se colaba a través del cristal. Tras un beso en la
mejilla, sus ojos castaños la miraron sobre el vidrio, con tanto amor como en
el día de su boda.
―Míranos, mi amor. El uno en
compañía del otro, y tal vez el siguiente invierno no estemos solos.
La sonrisa de Minerva se apagó, y
él deshizo su abrazo con preocupación.
―Erédeo, mi vida. Empiezo a dudar
si nuestras esperanzas e ilusiones nos hacen bien alguno. Tal vez sea momento
de asumir que nuestro amor solo puede ser compartido entre nosotros dos.
Él bajó la mirada y ella hizo lo
mismo. Había sido una vida de paz y tranquila felicidad, pero sus deseos de
concebir comenzaron a marchitarse tras años de intentos y dolor por las
abruptas pérdidas. Las canas y arrugas en sus hoyuelos indicaban que pronto se
quedarían sin oportunidades.
―Estoy cansada de fallar, mi amor
―siguió ella, meciéndose para recuperar los pasos de su discreto baile―. Cada
año es un recordatorio de aquellos frutos que nos dejaron antes de conocerlos,
de las noches en vela cuestionándonos el por qué. Nuestra vida ha sido y seguirá
siendo plena a pesar de no compartirla con hijos.
―Lo sé, lo sé y no me arrepiento
de haber pasado estos maravillosos años contigo ―dijo él, volviendo a abrazarla
con fuerza―. Es solo que, al ser un deseo que ambos compartíamos, me hubiera
gustado verlo entre nuestras manos.
Minerva sonrió, reconfortada por
su abrazo, pero su mueca ya estaba marcada por el cansancio. Cada ensueño que
compartían solo servía para volver a hundir sus esperanzas, socavadas por la
cruel realidad. En ocasiones soñaba con la alegría de tener a un pequeño y
despertaba recordando su sangre, lo único que quedaba de ellos.
Erédeo volvió a besarla, aliviando
sus pesares. Ah, siempre sabía cuándo dar el gesto adecuado, cuándo consolar
sus aflicciones. En ocasiones, se había preguntado si su oportunismo se debería
al conocimiento que otorgaba la convivencia o por algún don o bendición.
Como leyendo sus pensamientos, su
amado planteó:
―Tal vez… podríamos pedirle ayuda
a mi Fe.
Ella frunció el ceño y finalmente
se apartó, no lo suficiente para alejarse de su abrazo si no para mirarlo a los
ojos.
―¿A la Iglesia Sacra? ¿La misma
que nos impide acoger bajo nuestro apellido a los huérfanos que buscan hogar?
―Sabes que son las leyes las que
impiden que los nobles sin descendencia de sangre adopten.
―Y esas leyes están basadas en
los dogmas de vuestra Iglesia ―suspiró―. Es su ideal el que está inspirando las
interminables guerras al este, te recuerdo.
―Tienes razón, tienes razón ―admitió
él, imitando su suspiro―. Los dioses de las tierras que te vieron nacer son más
tranquilos, lo que me hace preguntarme por qué vuestro gobierno no basa más su
constitución en su credo.
―Las enseñanzas de lanza y espada
vienen bien a todo el mundo ―contestó ella― aunque nuestros dioses siempre
busquen la paz. De todos modos, consideramos que la fe y la razón son asuntos
que no deben mezclarse.
―¿Pero qué razón podemos esperar
en una tierra donde existen milagros?
Ah, allí estaba aquella emotiva
mirada, vibrante a pesar de los años. El halo dorado que rodeaba las pupilas de
su amado lo marcaba como hijo de las tierras de Sacratea. Ella carecía de aquel
brillo áureo en la mirada pues procedía de Corentia, un pequeño reino vecino
que no seguía las enseñanzas de la Iglesia Sacra.
Por amor, había decidido hacer de
Sacratea su hogar, teniendo que acostumbrarse a convivir con las costumbres de
sus feligreses. El gobierno era una teocracia, de enseñanzas tan bondadosas
como las de su tierra que, sin embargo, su gente siempre conseguía tergiversar
a su favor.
No exigían saber luchar a todos
sus nobles como en Corentia, pero uno de los esposos debía prepararse por si
era llamado a la guerra. Las cruzada de Sacratea en las fronteras del este era
prueba de su doble cara. La Iglesia Sacra se excusaba en la maldad de aquellos
que combatían, llamados demonios y seguidores de dioses oscuros. Las historias
contaban que dichos feligreses dejaban atrás su humanidad consumidos por el
encanto de la sangre, y que era deber de la Sacra Luz terminar con su blasfema
existencia. No obstante, aquellos dogmas en boca de sacerdotes no eran más que
rumores para los escépticos de tierras prósperas.
Minerva escuchaba con
desconfianza aquellas excusas, pues conocía la sombra de la Teocracia. La Fe Sacra
pedía bondad mientras mataba en guerras, y sus nobles más devotos miraban a
Minerva con desprecio al no hallar el halo en sus ojos. En eventos, los
chismorreos volaban entre pasos de baile y notas musicales, la mayoría de
encuentros disfrazados de falsa cortesía. Realmente, solo veía sincero aprecio
en su marido y algún amigo, pues incluso apreciaba la distancia con los
empleados de su hogar. La trataban con reverencia, pero su respeto venía del
que profesaban a su marido tras generaciones de amistad con su apellido.
Terminó negando con la cabeza,
sin necesidad de expresar una vez más sus razones.
―Ya sabes lo que opino de vuestra
forma de gobernar ―concluyó.
―Y también conoces mi opinión al
respecto: estoy de acuerdo ―suspiró él―. Las elecciones de la Iglesia pueden
ser cuestionables… pero mi Fe en la bondad de la Luz y los Milagros que nos
otorgan la siento buena. Es en esta Fe donde veo una última esperanza de ser
tres en la familia.
Minerva sopesó su propuesta, sus
pies moviéndose inconscientemente con la música. Pronto su marido le tendió la
mano y ella le guio en un lento baile, su cabeza apoyada en sus hombros con
cariño. Su tierra natal le concedía la libertad de elegir su credo, y ella
decidió no rezar a ningún dios a pesar de las historias de Milagros y las
verdades que había visto en ellas. Era una de las cosas que más le había
fascinado a Erédeo de ella, su reticencia a ceder su completa devoción en algo
superior, su precaución aun cuando la Fe desafiaba lo establecido.
―Podemos probar ―aceptó junto a
las notas finales de la canción―. Un último año de esperanza en el que ambos
pedimos ayuda a tu Luz.
―Maravilloso. Tendré que
enseñarte a rezar entonces.
―Supongo. Pero recuerda, solo me
permitiré desear resultados este año… ―su sonrisa creció, convirtiéndose en una
risa―. De todos modos, tampoco íbamos a dejar de intentarlo, ¿no?
Él soltó una carcajada.
―Cierto, pero no incluyas eso en
tus oraciones ―sus cuerpos se separaron, unidos solo por sus manos y dedos
entrelazados―. Y si, a pesar de todo, seguimos siendo solo dos, recuerda que jamás
cambiaré el amor que siento por ti.
Minerva sonrió, sabiendo que sus
sentimientos estaban en armonía una vez más.
―Jamás lo he dudado.
✽ ✽ ✽
Aun cuando no era la primera vez que visitaba la Catedral,
Minerva sintió la necesidad de parpadear al entrar para su concertada visita.
La luz de los altos candelabros y lámparas del techo era capaz de desafiar la
que iluminaba el cielo, como recordatorio de que la esperanza siempre brillaba
en los lugares de fe. En otro tiempo habría pensado que se trataba de simple
simbolismo, pero ahora empezaba a tener sus dudas.
Su
marido la tomó del brazo, dejando que se apoyara en él. No estaba acostumbrado
a ser el apoyo físico del otro, pues ella solía ostentar mayor fuerza, aunque
agradecía sus cuidados en aquel momento tan crucial. Acarició su tripa
instintivamente, ligeramente redondeada, pero pronto retiró su mano. Una tenue
turbación cegó sus ensoñaciones, llevando a sus ojos a huir de la luz. No sería
la primera vez que lograba concebir para despertar con sangre entre sus
piernas.
Erédeo
hizo una reverencia de cortesía y ella lo imitó como pudo, aun cuando una mano
le pidió detenerse.
―No es
necesario, su gracia ―dijo, con un gesto―. No se fuerce al decoro en su
situación.
Parpadeó
y por fin enfocó la vista. La doctora y dos hombres ante ella imitaron su
saludo cortés, sus manos recogidas tras las largas túnicas de sacerdote. Los
tres tenían los ojos castaños, con aquel tenue aro dorado que revelaba su
origen de Sacratea. En ocasiones se preguntaba si aquellos peculiares iris les
permitían ver mejor bajo aquel baño de luz dorada.
Eran
los mismos sacerdotes que la otra vez: el Sumo Sacerdote de aquella sede, su
eminencia Tobías Immeres, de constitución vigorosa a pesar de su cabello
encanecido; y Jakob, su ayudante más fiel, de apariencia más joven. Ambos
tenían la misma mirada tranquila pero que Minerva sentía severa, pretendiendo
una amabilidad que no sentían.
«Cálmate
―pensó mientras Erédeo comenzaba a narrar su estado―. Están ayudando con esto,
tus dudas son infundadas».
Pero era
extranjera y estaba acostumbrada a las sonrisas falsas.
Erédeo
le cedió la palabra y ella comenzó a contar sus últimos problemas, agradeciendo
con una mirada que él empezara la conversación. Describió su rutina de rezos,
cuyo marido acompañó en las primeras ocasiones para darle unas lecciones sobre
la doctrina y la forma de proceder, y luego siguió describiendo su estado y las
afecciones que lo acompañaban. Tras un breve análisis de la doctora y
concertando una cita con ella en su clínica, concretó:
―Es un
embarazo de riesgo, tanto considerando su estado actual como su… historial en
la materia ―la señora la miró a través de las gafas―. A pesar de su constitución
fuerte, no debe hacer esfuerzos.
Minerva
desvió la mirada, algo abrumada. Quitando a su devoto amado, no solía escuchar
cumplidos sobre su fortaleza a menudo. Al parecer, en Sacratea las mujeres no
solían escoger el combate como meta personal.
―Dejé
las lanzas antes de intentar concebir, doctora. Aunque se agradece el cumplido.
―Menos
mal ―suspiró ella, relajando la expresión. Su mirada parecía más comprensiva
que la de sus compañeros―. Parece todo en orden, pero hasta la cita del próximo
día le recomiendo reposo y prepárese para seguirlo después.
Minerva
asintió, aunque su rostro dejó escapar un bufido que pronto deseó haber
contenido. Años viviendo en Sacratea, siendo instruida en la cortesía noble y
se había dejado llevar por el trato amable de aquella señora.
Erédeo
puso una mano en los hombros, llamando la atención del silencioso juicio de
ambos sacerdotes.
―Es una
lástima, porque le gustaba entrenar tanto como compartir lecturas conmigo.
Agradezcamos a su Claridad que su fuerza no haya sido necesaria en la batalla.
―Agradezcamos
―sonrió el más joven―. Aunque su mano tal vez habría sido útil en estos nuevos
tiempos.
Minerva
parpadeó y Tobías calló a su aprendiz con una severa mirada. Negó con la
cabeza.
―Ruego
disculpéis su comentario, mis señores. Últimamente hemos estado algo tensos por
las noticias que nos llegan de los ejércitos del este. No bastamos en la
Catedral y el Monasterio hermandado para rezar por su victoria.
―¿Ha habido
movimiento de las tropas enemigas? ―tanteó Erédeo.
Minerva
agradeció silenciosamente la curiosidad de su acompañante, pues ella no se
habría atrevido a preguntar a pesar de desear información sobre aquel asunto. El
sacerdote guardó silencio unos instantes, reordenando sus pensamientos e
incluso desterrando su severidad con algo que bien podría ser sincera pena.
―Tampoco
creo que puedan considerárseles tropas, mi señor ―negó Tobías de nuevo―.
Aquellos que se alían con los dioses oscuros deben ceder a sus deseos, y no
solo por los blasfemos contratos que entrelazan sus destinos. Las horas de sueño
de nuestras tropas se convierten en vigilias por temor a ser atacados bajo la
luna. Después llega el alba, donde los humanos que los acompañan acosan
nuestras filas. No hay descanso en la
guerra.
Minerva
escuchó atentamente, agradeciendo por una vez haber visitado aquel centro de
luminosa extravagancia. Aun cuando había escuchado historias, leído libros y
noticias sobre aquel tema, la información sobre los “hijos de la noche” era
algo que no solía aparecer en conversaciones nobles o fuera de los centros de
rezo. Era tabú hablar de aquellas criaturas malditas, opuestas a lo que el
credo de Sacratea y las consignas de su Iglesia defendían.
Los
hijos de la noche tenían otros nombres, siendo el de “vampiro” el más vulgar y
corriente para denominarlos. El Sol los exorcizaba de la existencia, pero la
noche compensaba toda la vida que el día les arrebataba: con velocidad y fuerza
aumentadas, un solo vampiro podía abatir a varios guerreros humanos por sí
mismo y sanar sus heridas después. Los rumores decían que vivían cientos de
años, con poderes que ponían en duda el potencial de las bendiciones de la
Iglesia Sacra.
En el
coche de caballos, camino de vuelta a la mansión, Minerva dejó que Erédeo se
apoyara en su hombro mientras pensaba en las historias que narró el sacerdote. A
pesar de que escogió la lanza como destino, agradecía haber podido dedicar su
vida a entrenar por placer y no para marchar a batalla. Ahora, con un bebé
esperando a nacer, era poco probable que la llamaran para su deber, pero las
noticias sobre el conflicto seguían inquietándola.
Las
muertes se sucedían en la frontera ante aquellas oscuras criaturas. ¿De verdad
era su fuerza como la describían las historias? De ser así, ¿bastarían los
milagros para vencer a enemigos tan temibles?
En
silenciosa confidencia, se preguntó también si realmente serían merecedores de
aquella cruzada. No le sorprendería que la cegadora claridad de Sacratea
considerara impío todo lo que impidiera el desarrollo de sus ambiciones.
Al
final, la tranquila luz del ocaso, más tenue y amable que el ostentoso
resplandor de la Catedral, la invitó a dormirse apoyando su cabeza en la de su
marido.
✽ ✽ ✽
Erédeo se dejó caer al sofá, su mano buscando la de su
esposa en consuelo. Alonso alzó su mirada cansada de la misiva, preguntando una
vez más a sus señores si debía continuar leyendo. Estos volvieron a asentir con
amarga insistencia y el vetusto mayordomo volvió a leer la carta. Una y otra
vez, las letras dolieron en los rostros de los presentes, sus sílabas lacerando
como crueles cuchillas.
Algunos criados y mayordomos se
acercaron al marco de la puerta a escuchar aquella misiva, las manos de parte
de ellos ocultando la sorpresa en sus bocas. No era la primera vez que veían a
los amos de la mansión con aquella expresión, donde un funesto asombro congelaba
las lágrimas en su rostro, sus cabezas intentando negar la realidad. Los
intentos de concebir habían traído el sentimiento del luto a su hogar. La
compasión y la pena se extendía entre los empleados y señores que con tanta
amabilidad compartían el día a día.
Los ojos de la pareja se
encontraron y se perdieron a través de las lágrimas, incapaces de contenerlas
por más tiempo. Se abrazaron y fundieron en un consuelo solo interrumpido por
sus sollozos y los de sus sirvientes, quienes abandonaron la sala a petición
del lector para dar intimidad a sus amos.
Pasaron unos dolorosos segundos
que se convirtieron en temblorosos minutos, hasta que por fin reunieron fuerzas
para separarse.
―Hay esperanza ―logró decir ella,
hipando por el lloro―. Nunca has combatido, no pueden designarte a primera
línea.
―Minerva…
―Estás mayor y eres inexperto ―siguió
ella―. Igual con suerte te ponen en la logística. Es lo que se te da bien.
Serás el que mejor lleva las cuentas del ejército.
―Mi amor…
―Si quieren una lanza entonces
debería ir yo. ¡Maldita sea, deberían llevarme a mí! ¡Fui entrenada toda una
vida para esto, me he preparado por si algún día me tocaba partir! Entonces por
qué… Por qué…
Miró la carta, dejada en la
mesita. Aquellas traicioneras letras lamentaban el avance de las blasfemas
criaturas nocturnas y pedían la marcha de los nobles para defender su patria,
para cumplir su deber. Sin embargo, aquel texto compartido por el resto de
peticiones del país finalizaba con una orden expresamente dirigida al logista
Erédeo y no a la lancera Minerva, pues decían ser conscientes del estado de la
señora.
«Así que esta es la forma que
tiene tu Diosa de cobrar un milagro, amado mío ―pensó Minerva, acariciando el
pesaroso rostro de Éredeo―. Concediéndonos el don de dar luz a una nueva vida a
cambio de nuestro lazo, lo más preciado que tenemos».
Él puso su mano sobre la suya,
llevándola después a su vientre. El bebé ya empezaba a dar sus primeras patadas,
como si estuviera ansioso por nacer. Su padre no podría darle la bienvenida al
mundo.
―Tienes
razón ―logró decir él, con voz nerviosa―, aun no debo perder la esperanza, no
cuando hemos logrado mantenerla durante todo este tiempo. Marcharé y regresaré
para conocer al milagro que creamos juntos. Cumpliré mi deber y protegeré la Luz
que nos ha bendecido para lograr nuestro deseo… Aunque solo espero que pueda
hacerlo tras los ábacos, como tú dices.
Minerva
sonrió, dejando escapar una risa nerviosa, y él apoyó su frente contra la suya
en un gesto de cariño. Sus labios repitieron palabras de consuelo que poco a
poco se difuminaron en la mente de la señora, como la nieve se había derretido
en los jardines meses atrás.
Su
servicio llegaría a su fin con las primeras nevadas del nuevo invierno. No era
mucho tiempo, y ambos dudaban que volvieran a pedir su colaboración con su
escasa instrucción. Erédeo tenía razón, ambos habían conservado la esperanza
durante décadas, podían volver a hacerla florecer para su reencuentro, para el
nacimiento de una nueva etapa en su familia.
―… Me
acordaré de vosotros en todo momento, no lo dudes ―apartó su mano un segundo
para buscar en el interior de su camisa, sacando el preciado guardapelo que
siempre portaba consigo―. Y con esto te llevaré conmigo. Verte me dará fuerzas
y me inspirará para…
Minerva
interrumpió su mantra con un beso y él lo agradeció, pues ya se estaba quedando
sin palabras de ánimos. El recuerdo de ambos podía ser tanto inspirador como
melancólico, y quería aprovechar el poco tiempo que les quedaba juntos antes de
empezar a añorarse.
Erédeo
no era el único que debía ser fuerte. Ella también aguardaría la dolorosa
espera, soñando con el momento donde los tres se reunieran como familia.
✽ ✽ ✽
Las llamas bailaban en su escenario de leña seca, protegidas
y aseguradas en el teatro de piedra que formaba la chimenea. Sin embargo, su
cálido y apacible espectáculo era ignorado por la dueña de la mansión, su
atención perdida más allá del frío cristal de la ventana.
La
hermosa luna llena iluminaba el paisaje. La nieve caía sobre los jardines, con
delicadeza y suavidad. Sin pausa, cubriendo todo de un gélido manto que se
endurecería al amanecer. Las nevadas se habían retrasado aquel año, pero habían
regresado con inesperada fuerza.
Apoyó
la mano libre en el cristal y su piel se pegó durante unos instantes a ella, el
frío haciéndole olvidar la cálida danza a sus espaldas.
Acostumbrada
al sincero cariño de Erédeo, cualquier fuente de calor se le quedaba fría, una
burda imitación que distaba del reconfortante amor que tanto tiempo
compartieron.
El
crujido del papel le hizo recordar la carta que aun llevaba en sus manos, sus
palabras en una disculpa generalizada que llegaría a cientos de hogares rotos.
Aquel
pésame vacío no le devolvería al amor de su vida, ni tampoco lo harían las
lágrimas. Habría llorado si hubieran traído el cuerpo de su esposo,
consolándose con poder despedirse una última vez, o incluso si hubiera vuelto
en vida, con lágrimas de dicha. Pero aquellas letras lamentaban no haber podido
rescatar siquiera los restos de su amado, consumido por los engendros a los que
lo habían lanzado.
Aun
cuando aquellos monstruos le habían arrebatado su aliento, fueron humanos
quienes lo empujaron a sus garras.
―Erédeo
ha muerto traicionado por los suyos ―susurró a su reflejo en la ventana, los
ojos vidriosos incapaces de derramar su pena ―. Cargaré con esta verdad toda la
vida, mi odio solo templado por tu recuerdo, amado mío…
Un
movimiento interrumpió sus palabras, como protestando por ellas. Un llanto que
le recordó que el deseo por el que ambos lucharon.
Se
apartó del cristal, internándose de nuevo en el falso calor de la habitación.
Iluminado por las naranjas llamas de la chimenea, un bebé alzaba los brazos
protestando por haberse despertado. Sus pequeñas manitas buscaron a su madre y
Minerva sonrió dejando escapar las dos últimas lágrimas que osó concederse.
Fue un parto difícil, donde el
miedo le hizo temer que su dolor careciera de propósito. Lo temió solitario,
con su amado lejos y sus sirvientes distantes. Sin embargo, para su sorpresa
pronto vio que aquellos que creía recelosos se volcaron en ayudarla. Llamaron a
los doctores pertinentes mientras le rogaban calma, y en unas horas se encontró
con un bebé en sus brazos. Los meses entre la partida de Erédeo y la misiva que
anunció su mente fueron duros, pero aquellos ojos que juraron lealtad a su casa
habían perdido la dureza con la que Minerva siempre creyó ser observada.
Las barreras de sus prejuicios
habían sufrido su último golpe. Había
familiaridad e incluso amistad en sus palabras, ahora se daba cuenta, pero
también pena y compasión al verla. Aunque le incomodaba ser objeto de su
lástima, no tardó en verlo como una muestra más de su aprecio, el apoyo que
tanto necesitaba en aquellos tiempos.
Tomó al bebé entre sus brazos, el
último recuerdo que quedaba de su amor, y lo acunó con delicadeza hasta que se
quedó dormido.