viernes, 27 de octubre de 2023

La Profecía del Mal: El Décimo Anuncio (Interludio)

 Compromiso


Una joven lloraba en su mullida cama, manchando su almohada y cabellos rojizos de amarga sal. No había consuelo capaz de calmar el torrente de su emoción, una lluvia que caía tras una furiosa tormenta. Ni los recuerdos ni tretas de su mente fueron capaces de darle un desahogo, pues la solución a su desgracia escapaba de su alcance. Tampoco la consolaban los lujos que la rodeaban, proclamas orgullosas de la riqueza de su familia.

No, aquellos ostentosos muebles solo eran tótems de repulsiva soberbia. Una codiciosa plaga que se extendía por su habitación engullendo sus verdaderos tesoros. Su colección de antiguos tomos de historia estaba sepultada entre vanidades, así como los diarios, cuadros e ilustraciones que había ido recopilando en sus viajes como intérprete y diplomática. Aquel era su verdadero tesoro: regalos de comerciantes, amigos y compañeros eruditos, celosamente cuidados por su orgullosa dueña.

Obras que le permitían escapar de su opulenta prisión, que la liberaban de las cadenas que ella misma se impuso y un segundo arrebató su control.

Ahora, indeseados presentes invadían su habitación, cubriendo y devorando hasta el último de sus recuerdos materiales. Buscando desahogarse, había pateado a conciencia todos y cada uno de aquellos regalos para calmar su frustración y culpa. No podía protestar ante su destino, pues sabía que, de haber seguido la ética palaciega, esta no habría arremetido contra ella…

¿O era inevitable? Tanto daba ya, sus nudillos y pies estaban doloridos. Había expresado especial inquina contra uno de los regalos, una joya que jamás llegó a reunirse con sus hermanastras del tocador.

Un anillo de compromiso. El último sello a la escasa libertad que le quedaba.

Su llanto ignoraba la petición de su hermano. Hacía rato que dejó de llamar a la puerta, optando por ofrecer su consuelo sin entrar a la habitación. Aunque su hermana no le dedicó palabra o pensamiento, él siguió apoyándola con su distante compañía. La verdadera familia sabía comunicarse sin verbalizarlo.

Por eso mismo, cuando los sollozos de su hermana enmudecieron de pronto, él pidió respuesta. La llamó y llamó, asustándose cada vez más ante la ausencia de su voz. Desesperado, invocó a su Legado y el fuego obedeció. El pomo cayó entre cenizas, antaño la madera que lo sostuvo. El mago abrió y corrió hacia el cuerpo inerte de su hermana.

Ella no contestó a sus súplicas. Por primera vez, su mente viajó involuntariamente, reuniéndose con alguien que ella no había llamado. En su cuello, una soga de intrincados caracteres comenzó a dibujarse.



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La Profecía del Mal: El Octavo Anuncio (Interludio)

Embriaguez


La tímida luz del crepúsculo se filtraba por las ventanas de la taberna, anunciando la despedida del sol hasta el año venidero. A pesar de que era temprano, la noche invernal llegaba cuando en primavera todavía habría luz del día, la excusa perfecta para empezar las celebraciones.

Era Fin de Año una vez más. Los brindis y felicitaciones perdían coherencia conforme se vaciaban las jarras de cerveza y se reemplazaban por otras. Algunas comandas incluían aperitivos y meriendas para compensar la graduación de alcohol de los pedidos. El olor de las salchichas y el estofado caliente calentaba los corazones de la gente, y el tabernero devolvía las sonrisas de sus festivos clientes.

A pesar de que el oficio le impedía unirse a la fiesta, la felicidad a su alrededor mantenía sus ánimos a flote en una de las noches más complicadas para el negocio. Lo agradecía pues, en tiempos tan aciagos, toda jovialidad era bienvenida.

En un momento, a pesar del barullo de cantinelas y risas ebrias, el entrenado tabernero avistó unas gotas de cerveza que no acabaron en un sediento gaznate. La jarra de un conocido derramaba su contenido sobre la madera pegajosa de la barra, manchando tanto el suelo como el cabello de dicho muchacho.

Chasqueó la lengua. No era la primera vez que aquel cliente llegaba a un problemático estado de embriaguez, pero jamás le había visto perder el conocimiento así.

Con toda la discreción que pudo, le pidió a su compañero que buscara al segundo borracho que solía acompañar a aquel joven de frente vendada y ropas desgastadas. Después, lo tomó entre sus brazos y lo llevó a la trastienda. De ser otra persona, lo habría aleccionado sometiéndolo a la fría nevada de los callejones, pero se descubrió incapaz. A pesar de sus desmedidas cogorzas, había pillado cariño a aquel bribonzuelo.

―La próxima vez contrólate un poco, zagal. Apenas son las cinco de la tarde.

El muchacho no respondió. El tabernero frunció el ceño antes de encogerse de hombros y subir las escaleras de vuelta al trabajo. Es cierto que jamás le había visto dormirse beodo, y que normalmente consumía bastante más antes de dar problemas, pero entre celebraciones tal vez la bebida le golpeó más fuerte que de costumbre. Ya se encargaría su colega de despertarlo.

De mientras, el joven experimentó algo que siempre había ansiado, pero jamás se le concedió. Sus pasos oníricos marcharon entre caminos desconocidos, acompañados de los tañidos de una campana. Sorprendentemente consciente, su mente contó hasta ocho mientras avanzaba, emocionado, en un sueño propio.


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La Profecía del Mal: El Séptimo Anuncio (Interludio)

 Lluvia


Un joven se refugiaba del temporal entre las paredes de un hogar abandonado. Su única compañía eran las arañas que tejían sus redes sobre el polvoriento techo. Sin importarle la suciedad del ruinoso escondite, se apoyó en la pared y soltó un suspiro de alivio. Poco a poco, su espalda se arrastró hasta acabar sentado en el suelo, dejando un rastro de agua sucia tras él. Sus ropas negras estaban mojadas por los primeros avisos de tormenta, de momento una lluvia suave. Tal vez podría aprovechar para limpiar un poco sus prendas, llenas de tierra y polvo, a riesgo de que esta llamara la atención de los transeúntes mágicos.

Se dejó llevar por aquella idea, intentando distraerse del creciente rugido del viento. Todavía le temblaban las manos cuando se quitó la máscara y la contempló entre sus dedos. Realmente no la necesitaba, pues el polvo de su refugio no era nada comparado con la polución que requería filtrar en sus tierras. La conservaba como recuerdo principalmente, una de las tres reliquias que guardaba de su pasado. Se la ponía cuando la paranoia lo exigía, temerosa de que su rostro fuera reconocible a pesar de los años.

Las gotas de lluvia teñían el silencio de su escondite con un melancólico y sereno ritmo que, sin embargo, inquietó al fugitivo. La tormenta seguía acercándose, una lejana amenaza perdida entre los pasos del agua. Huyendo de sus miedos una vez más, se escondió bajo la capucha de su sucio abrigo y sacó su segundo tesoro del bolsillo. Al rozar aquel dispositivo metálico con los dedos, estos soltaron una entrenada descarga que encendió su pantalla.

No obstante, antes de que lograra conectar sus auriculares, sus párpados se cerraron acompañados de un nuevo compás. Siete campanadas tocaron para el solitario oyente, una obra privada que desterró a la sinfonía de agua y luz, apagando consciencia y tormenta.



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jueves, 26 de octubre de 2023

La Profecía del Mal: El Quinto Anuncio (Interludio)

 Ruinas


Una joven caminaba sobre el adoquinado de un viejo pueblo, sus tranquilos pasos silenciados entre los gritos y el pánico de las calles. Por suerte, la histeria empezaba a calmarse en un eco de aceptación. Los transeúntes escaseaban, pues la mayoría habían marchado ya con liviano equipaje o seguían en sus casas, intentando decidir qué salvar entre la colección de sus vidas.

De vez en cuando, algunas personas se acercaban para escuchar su mensaje de nuevo, incapaces de creerla o fieles pero deseosos de su error. Su cansancio era tan evidente que su compañera pronto tomó la palabra, haciendo eco del funesto anuncio.

No obstante, su sombría expresión también nacía de la culpa, lastrando sus delicados pasos. Levantaba la cabeza de la gastada piedra y veía ventanas cerrarse con su avance, vistazos recelosos escondidos tras cortinas o persianas. “No hay mucho más que hacer” había dicho su acompañante y; sin embargo, no podía más que lamentar el destino que acontecía a los incrédulos.

Con voz quebrada y ronca por anunciar el fin del mundo, había rogado a vecinos que convencieran a aquellos desdichados de marchar a su lado. Los primeros en escucharla aceptaron con premura, pues había empleado proclamas de carácter personal para demostrar su veracidad. Ellos la ayudaron a correr la voz entre amigos y vecinos, pero ni la urgencia de las forasteras ni la insistencia de viejos conocidos bastaría para limpiar todo el cinismo. La desconfianza ensuciaba como la tinta que permea entre lavados, siempre manchando sus manos con sangre escéptica.

Sin darse cuenta, su estimada la había acompañado hasta el balcón de la primera casa que visitaron. Allí la dejó sentada y envuelta en su cálido abrigo de plumas, protector a pesar de cubrir uno de sus tradicionales vestidos abiertos de espalda. Tras besarla en la frente, partió para terminar de coordinar la evacuación. Sus ojos la siguieron con cariño hasta perderla entre edificios. Después, su vista se amplió al paisaje devastado que yacía a sus pies. Los escombros cubrían las mismas calles por las que había caminado hace escasos minutos. El humo del fuego y la magia impregnaba el aire, mezclándose con un almizcle de sangre, tierra y nieve.

Parpadeó y del futuro volvió al presente, donde la nieve caía blanca y la sangre aún corría por las venas de las víctimas. Con una última punzada de culpa, se dejó acunar por las campanas de dos relojes: uno antiguo como aquel mundo y otro que tocaba en su última hora del té. Con el quinto tañido, aquellos ojos verdes, tan hermosos como agotados de contemplar futura miseria, se cerraron en un anhelado y tranquilo sueño.


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