viernes, 9 de septiembre de 2022

La Profecía del Mal: Prólogo

Compañeros de celda

 

Abrió la puerta y analizó sus alrededores, exigiendo que el objetivo de su búsqueda estuviera ante ella. Era el tercer almacén de útiles mágicos que miraba, y la ausencia de aquel maldito frasco le hacía pensar que los Recitadores habían empezado a proteger sus utensilios del misterioso ladrón que campaba por el castillo.

Por fortuna, sus discretas escapadas seguían siendo secretas. Asegurando su disfraz, la ladrona se caló la capucha y acercó un taburete a la estantería más cercana.

Sonrió. Sus ojos no la habían engañado: en el estante más alto estaba su objetivo, un frasco negro. Lo reconoció a pesar de que su contenido estuviera descrito en Grand Arcashi, la lengua de los Recitadores, pues se parecía lo suficiente al Arcashi común para…

―Demasiado alto ―murmuró, sus dedos apenas rozando el cristal.

―Oye, ¿qué estás haciendo?

La ladrona contuvo una maldición. Con cuidado, se giró hacia el recién llegado, asegurándose de que la capucha la ocultaba lo máximo posible. Teniendo aquel disfraz, no quería consumir sus fuerzas en esconderse.

Era un soldado joven. Humano, menos mal, así tal vez lo convencería con palabras.

―Tienes permiso para estar aquí, ¿verdad?

Y además era estúpido. Pan comido.

―Por supuesto ―afirmó ella, señalando el símbolo a la espalda de su capa―. Soy del grupo de Hechiceros. Me han encargado traer ingredientes para una recitación.

Y lo último no era mentira. Con una sonrisa, acompañó el estiramiento de su brazo con su cuerpo, alcanzando por fin el frasco con un leve crujido de sus articulaciones. Sin embargo, al escuchar al soldado tras ella, supo que algo iba mal. Instintivamente, se llevó la mano libre a la cabeza y supo que se le había caído la capucha, dejando su cabello violeta al descubierto.

―¡Tú! ―le gritó el soldado, desenvainando su espada―. ¡Te conozco! ¡Deberías estar encerrada! Vuélvete despacio y no te haré daño.

La joven obedeció, lo que no disminuyó el terror en los ojos de aquel soldado. Ni siquiera protestó cuando guardó el frasco en su túnica, pues temía demasiado a la sonrisa que amenazaba desde sus labios.

―Si de verdad me conocieras, ya habrías intentado huir.

Antes de que el soldado diera la voz de alarma, la joven lo derribó de un salto. La espada se escapó de sus manos, inalcanzable una vez la fugitiva lo inmovilizó contra el suelo, a horcajadas sobre él. Preso del pánico, se revolvió intentando librarse de ella sin éxito, sus rodillas clavadas en sus brazos, ignorando sus golpes. El forcejeo terminó cuando la ladrona extrajo un cuchillo de las amplias mangas de su túnica y, con la habilidad que otorga la rutina y experiencia, lo clavó en el hombro de su víctima. Al instante, su cuerpo se quedó rígido, con solo sus ojos visiblemente móviles. La chica lo observó cuidadosamente durante unos instantes antes de decidir arrancarle su arma, escondiéndola de nuevo entre sus ropas.

―Tu primera parálisis, ¡felicidades! Si te consuela, es mejor que la confusión mental que dejan mis toxinas después ―aunque una sonrisa cruzó su rostro, sus ojos carecían de alegría―. Se irá en unas horas. Haz como tus amigos y deja que las drogas olviden mi bonito pelo. El asesinato complica mis movimientos, pero siempre está entre mis opciones.

Terminó su amenaza levantándose y escupiendo al lado del esbirro. Tras volver a ponerse la capucha, abrió la pesada puerta del almacén sin mucho esfuerzo. Entonces echó a correr, dejándose llevar por la adrenalina y excusándola con la posibilidad de que alguien hubiera escuchado a su última víctima.

Al poco, se topó con la puerta que conducía a las mazmorras y la abrió de un golpe. La tortuosa escalera de caracol se abría como un oscuro abismo por el que descendió rápido, sin necesidad de luz para ver sus pasos. Al final, se reencontró con la entrada a las celdas, abierta como ella misma la dejó la última vez. La temblorosa luz de las antorchas le dio la bienvenida, creando sombras entre los barrotes y destellos en la puerta blindada de su cubículo. Le dedicó un gesto obsceno a su propia celda como despedida, antes de cruzar a la sección especial de aquella pequeña prisión.

Al instante, el peso de aquellas miradas vacías cayó sobre sus hombros. Años visitando aquel lugar y todavía no se había acostumbrado al cansado vagar de los presos en sus celdas, al extraño eco que producían sus pasos entre el abrumador silencio, a la oscuridad que flotaba en el aire y parecía absorber la luz de las antorchas.

Aun así, le dedicó un saludo con la cabeza a aquellos curiosos, y estos regresaron a la oscuridad de sus cubículos. No tenían otra opción, pues eran incapaces de atravesar el umbral de sus propias celdas sin rejas. Eran espectros, víctimas de una maldición metamórfica. La oscuridad que flotaba a su alrededor alimentaba y celaba sus cuerpos monocromos. Incapaces de recordar un tiempo más allá de aquellas paredes, esperaban recluidos en sí mismos, pues carecían de boca para comunicarse con los escasos visitantes.

Su destino habría sido muy diferente de haber acabado en aquellas celdas, pero por suerte o por desgracia, era un sujeto de pruebas demasiado valioso como para perderse en su propia mente. No, ella tenía una celda de alta seguridad y descuidada vigilancia, pues sus estúpidos y orgullosos captores preferían descuidar sus deberes a permitir que los espectros contaran las guardias y las usaran como patrón para medir el tiempo.

La percepción temporal alterada era una carga más a su maldición, y por ello le había traído otro reloj al morador de la última celda. Al oír sus pasos, este desvió la mirada de las manecillas hacia ella, recibiéndola con sus ausentes ojos oscuros.

­«Lo has conseguido, ¿verdad?»

Esta vez, no fueron sus pensamientos los que aparecieron en su cabeza, si no la voz del espectro. Aquel preso, que aparentaba poco más de diez años de edad, era el único que conservaba la capacidad de comunicarse gracias a la Telepatía, una magia inusual para un niño no nayhade.

―Aquí lo tienes ―respondió, tendiéndole la botellita―. Tu tercer frasco de tinta catalizadora para oscuros. Es el último que queda. Este mes he robado más botellas de las que necesitan los cuatro Recitadores de ahí arriba.

«¿Ha sido por eso? Has tardado tanto que las motas oscuras comenzaban a afectar al mecanismo».

El niño dejó el reloj en un montón de pequeños artilugios del suelo, quedando a merced de las partículas que flotaban en el aire. La joven chasqueó la lengua mientras el metal se perdía entre la negrura, molesta porque el Brujo creador de aquella maldición hubiera considerado también aquella treta. Su compañero cogió el frasco y entonces advirtió que esperaba su respuesta.

―Un recluta me vio el pelo, pero me encargué de él.

El espectro puso los ojos en blanco. Era bastante expresivo a pesar de carecer de boca, al punto que en ocasiones olvidaba su ausencia. Normalmente cubría el antinatural vacío de su rostro con una venda atada bajo la nariz.

«Tu pelo es tan bonito como llamativo. No deberías haberte arriesgado a ser vista, con tus poderes habrías pasado desapercibida».

―Ya te dije que me han reducido las raciones y tengo que ahorrar mis fuerzas para el viaje ―le contestó, acompañándolo hacia la pared―. No puedo gastar alimento en tonterías.              

Hubo un silencio mientras el espectro abría el frasco y utilizaba su contenido para continuar los escritos sobre la fría piedra. Aquellos glifos, la escritura alternativa del Grand Arcashi o lengua de la magia, trazaban un arco que se iluminó tenuemente conforme ambos magos se acercaron.

«Tu vida no es una tontería». Terminó contestando, una vez añadió los últimos símbolos. «Hasta ahora no te han visto fuera de las mazmorras. No quiero imaginar lo que…».

―Si todo sale bien no tendrás que preocuparte por ello. Me verán más allá de estos muros y no vivirán lo suficiente para amenazarme siquiera.

El chico frunció el ceño.

«Solo si todo sale bien».

La chica contuvo un suspiro agridulce. «No podremos lograrlo todo» pensó, y se preguntó si su compañero habría escuchado sus dudas.

―Confío en ti ―le dijo, con una mano en su hombro―. Si alguien puede crear este maldito portal, ese eres tú.

 Él asintió, aunque aquella no parecía su fuente de preocupación. Le dedicó una última mirada oscura antes de apoyar las manos en la pared. No escuchó su hechizo, pues reservó la recitación para su propia mente, pero sí notó como el aire se condensaba, las motas negras concentrándose sobre los símbolos que brillaban con tenue luz gris.

La presión y el olor a oscuridad delataban que el niño llamaba a la magia, y esta obedecía.

El portal se abrió. Las letras se difuminaron en un marco negro que daba paso a una brecha grisácea, reflejando la celda como la superficie de un lago. Ante aquellas ondulaciones, la joven vio al espectro precipitarse al suelo y se arrodilló a su lado.

―¡Cuidado! ¿Estás bien? ―El espectro asintió, apoyándose en ella, y la joven negó con la cabeza―. Joder, sabía que debería haberte pasado más méner y sangre.

«Habrían interferido». Y añadió, antes de su reproche: «No te preocupes. Me recuperaré, pero no puedo tenerlo abierto mucho tiempo… ¡La comprobación! Ayúdame a levantarme…»

­―Ni en broma. Ya hablamos de esto, no hay que comprobarlo si te desplomabas así ―el espectro la miró, con protesta en su mirada, y ella negó con la cabeza―. Te dije que confío en ti.

Él aceptó, sabiendo que no la convencería. Sus miradas se dirigieron al portal y este les devolvió su imagen. Los tonos grises del chico, de cuerpo frágil envuelto en una túnica demasiado larga que jamás le quedaría corta. El violeta del cabello de ella, sus ojos lilas casi ocultos por aquella mata salvaje. Ella sí que cambiaba: cada día más débil y pálida bajo el yugo de aquellos muros, esperando al portal que ahora se abría ante sus ojos.

Apretó el hombro de su compañero y se puso en pie, avanzando hacia sus reflejos. Con cada paso, su corazón latía con más fuerza, despertando ante la idea de libertad, de volver a ver el cielo, el sol y la lluvia.

«Carine».

Y se giró una última vez al escuchar su nombre.

«El enemigo también está al otro lado. Ten cuidado».

―Ellos son los que deberían temerme ―le contestó, de inmediato. Los ojos del espectro se entrecerraron, un fragmento de la sonrisa que le fue arrebatada.

Y Carine quiso volver y darle un último adiós, un último abrazo, pero veía el temblor de sus brazos y la conciencia abandonar sus oscuras pupilas. Fue entonces cuando su promesa, jamás olvidada, acudió a ella.

―Esto no es un adiós ―les recordó a ambos―, porque volveré. Buscaré ayuda, me haré más fuerte, y encontraré la forma de devolverte color y nombre. Y entonces veremos el atardecer y recordaremos el cielo y la lluvia, juntos ―recitó, tragando saliva para deshacer el nudo en su garganta―. Es nuestra promesa.

Él asintió.

«Es nuestra promesa». Repitió. «Hasta pronto, Carine».

Carine le dio la espalda y el portal devoró su imagen. La luz se apagó y el Sin Nombre se dejó caer al suelo, arropado por la oscuridad. 



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