sábado, 17 de diciembre de 2022

Colección de Cuentos 1

LA GRUTA DE LA VOZ AHOGADA

 

Cuando sus ojos se abrieron, las estrellas no recibieron su despertar. Tampoco lo hizo la luna, con su hermosa luz, ni el cálido sol estival. Solo había oscuridad, como la extraña noche que recordaba haber vivido.

No, aquella pesadilla tuvo luz: la de la tormenta, parpadeando mientras removía furiosa las aguas y los cielos. El otrora amable y apacible océano, su hogar, tembló como nunca antes lo había hecho. Levantó corrientes y segó vidas, sin llegar a perturbar jamás lo que escondía en sus profundidades.

Las tormentas nunca llegaban a las fosas. Solo los temblores del corazón de la tierra suponían un peligro para la vida en las profundidades, pero Meremer había mirado a la tempestad a los ojos. ¿Qué había impedido que regresara a su hogar abisal? ¿Por qué se mantuvo al alcance de las violentas olas?

Meremer se frotó la cabeza, haciendo memoria, pero en vez de respuestas halló dolor. Le costaba recordar lo ocurrido durante la noche. ¿Habría perdido la visión y por eso creía estar en una noche sin estrellas? Tal vez aquel era el llamado descanso eterno, lo que significaría que sus enseñanzas mentían: el más allá debía ser de luminosa belleza y cálidas aguas, y solo veía negrura allá donde mirara.

            Por si acaso, sus pensamientos formaron una disculpa a sus amigos por tan temprana marcha, una disculpa que fue interrumpida por un ruido cercano. Parpadeó con sorpresa, su cola removió las aguas. Tal vez había partido al paraíso en compañía de otro pobre desdichado.  

            No, definitivamente Meremer aún vivía y, fuera quien fuera, su misterioso compañero también. Con pesar, comprendió que para descubrir su identidad tendría que emerger completamente de las aguas, algo que no le apetecía en absoluto. La orilla rocosa resultaba bastante cómoda una vez te acostumbrabas. Volvió a apoyar la cabeza sobre sus brazos, dejando que el resto de su cuerpo ondeara en el fresco estanque que emergía entre la piedra.

No haría daño una cabezadita antes de dar paso a las presentaciones, ¿no?

           

Sí, sí podría hacer daño. No sabía cuánto tiempo había permanecido inconsciente, y tal vez su desconocido acompañante requería de ayuda.

Haciendo el que probablemente fuera el mayor esfuerzo de su vida, levantó los brazos y se hundió en las aguas. Al instante, notó como las branquias de su cuello y la piel de su cabeza se refrescaban, aliviadas por encontrarse de nuevo bajo la superficie. Sus heridas no fueron tan consideradas y protestaron cuando dio una vuelta bajo el agua para valorar su estado. Palpó cortes en su cola y torso además de un bulto en su cabeza, probablemente la causa del embotamiento mental. Tenía los músculos agarrotados por un esfuerzo que no recordaba, pero se consoló pensando que aún le funcionaba el cerebro… más o menos.

Sería hora de usarlo.

            «¿Quién anda ahí?» Emitió a su alrededor.

            Ningún pensamiento ajeno respondió en su mente, aun cuando silenció los suyos propios mientras esperaba respuesta. Volvió a enviar aquella pregunta telepáticamente, pero solo percibía aquel murmullo acompasado en respuesta, su ritmo inmutable a pesar de sus preguntas.  

            «Si no me escucha será un animal herido», se dijo para sus adentros, y volvió a emerger para comprobar sus alrededores. El chapuzón le había refrescado las ideas y las funciones cerebrales. Su vista también se había afinado y logró distinguir siluetas a su alrededor.

            De forma súbita, su memoria le recordó que conocía aquella cueva. La había visitado a menudo durante su juventud y la convirtió en su refugio durante la tempestad. Logró nadar hasta allí a pesar de su dolor y carga y…

            «Oh, y puedo iluminarla».

            Sus pensamientos se canalizaron en una orden, una onda mental que reverberó entre las rocas y los diminutos cristales que recubrían su húmeda superficie. En un parpadeo, los minerales que la componían brillaron con una tenue luz aguamarina, manteniéndose activa a su orden.

Sonrió con orgullo y una pizca de alivio. De joven había hallado un tesoro en aquella cueva tan cercana a la superficie, pues los cristales y rocas que la formaban normalmente crecían en las profundidades. Aquellos minerales refulgían a la orden a placer de la mente de sus gentes , siendo la forma predilecta de iluminar las ciudades abisales.

Una breve onda de preocupación recorrió su espinazo, dejando nostalgia e incertidumbre tras ella. ¿A qué profundidad habría dejado estragos la tormenta? ¿Estarían sus camaradas y familia a salvo…?

Y entonces, el temor por sus seres queridos se rompió con una nueva sensación. Su cuerpo se alzó sobre el agua, en sorpresa, al ver a su acompañante. La criatura reposaba en el suelo de la grieta, algo alejada del estanque. Parecía un cuerpo blando del que salía una cabeza y cuatro extremidades, creciendo alargadas desde un tronco cubierto de… ¿aletas? ¿Algas? de diversos colores.

No pudo evitar reprimir una mueca. ¿Qué era eso? Parecía una estrella de mar gigante y con piel… Peor aún, pues por su cabeza emitía ruidos.

«Espera, espera —se dijo para sí—. He visto ese tipo de cabeza antes y sus extremidades inferiores parecen… Oh».

Los dibujos de los eruditos de la antigüedad destellaron en su mente, y Meremer reconoció aquella silueta:

Estaba ante un ser humano.

No, no podía ser. Los seres humanos vivían muy por encima de sus cabezas y muy lejos de las fosas de sus familias. Solo los antiguos maestros habían divisado aquellas criaturas a lo lejos y, sin embargo, algo en su interior aseguraba que aquella extraña cosa era uno.

Con cautela, se aproximó a la orilla y se ayudó de los brazos para impulsarse y salir a tierra. Girando, pudo sentarse y dejar la parte inferior de su tronco todavía reposando en el agua. No era común entre los de su especie pasar demasiado tiempo en el exterior, pues la mayoría hacían sus vidas en las ciudades de las fosas. No obstante, en ocasiones algunos merlinos subían para relajarse en aguas más cálidas, o como valientes exploradores en busca de secretos allá donde el sol secaba la arena.

Meremer y sus amigos pertenecían a ese grupo de soñadores. Probablemente por eso se topó con la tormenta. Ya se acordaría. Ahora tenía otro asunto entre garras.

Su cola chapoteó en el agua, reflejo de su emoción y curiosidad eruditas. Nunca le había gustado el patrón de color de su cola, demasiado oscuro y discreto en comparación al de sus compañeros, pero a la luz de los cristales sacaba destellos verdosos. La piel de su tronco superior era más bonita. Era de un elegante y pálido aguamarina que se oscurecía en su cabeza y espalda, de donde emergían suaves y oscuras aletas triangulares.

La criatura humana también carecía de escamas y su ¿torso? Parecía similar al suyo, pero tenía otras peculiaridades. Lo que en un principio creyó retazos de piel coloreada, en realidad era ajeno a su cuerpo. Al examinarlo entre sus garras, comprobó que se trataba de un tejido rugoso y empapado. Algún tipo de prenda tal vez, igual le ayudaba a mantener la hidratación fuera del agua. Curioso, normalmente los merlinos solo se equipaban con cintos de algas para transportar armas u objetos consigo.

En la cabeza tenía otro tipo distinto de fibras, como algas muy finas de color oscuro, que también crecían por parte de su cara y brazos. Entre sus ojos y boca había una protuberancia extraña, y de sus labios salía el sonido que había escuchado antes: su respiración.

Los antiguos ya teorizaron que los humanos respirarían de forma similar a sus gentes: con pulmones para la tierra y branquias para el mar. No obstante, el humano carecía del primer juego de branquias, las del cuello, y Meremer descartó buscar las de su costado, oculto bajo su ropa. No lo examinaría sin su permiso, tenía modales. 

Dedicó una mirada al trecho que separaba sus extremidades inferiores de la orilla. Creía recordar que se llamaban “piernas”. Eran alargadas y acababan en dedos pequeños y amorfos, sin garras. Qué raros. Estaban bastante separadas del agua, y eso no podía ser bueno. Humano o merlino, todo el mundo debía mantener la piel hidratada. 

Con cuidado, se arrastró de nuevo hasta quedar más cerca del estanque y tiró de las “segundas manos” del humano, acercándolo al agua. El humano pareció quejarse en sueños, pero se dejó llevar hasta que su piel tocó la superficie.

Entonces despertó, o eso pensó Meremer. De su boca salió un quejido nuevo, algo que Meremer apuntó mentalmente a la lista de sonidos que los humanos podían pronunciar con aire. Después comenzó a moverse, arrastrándose lejos del agua de nuevo. Meremer lo contempló con curiosidad hasta que la criatura comenzó a proferir nuevos ruidos.

Usó los brazos para apoyarse y levantar el tronco y Meremer lo celebró con otro chapoteo de emoción. Entonces el humano se giró y profirió un grito.

«¡Hola humano! —saludó Meremer mentalmente, apenas conteniendo la felicidad en sus pensamientos—. ¡Me alegra ver que has despertado!»

El humano parecía sentir la misma emoción, pues su nuevo chillido fue bastante más agudo que los anteriores. Sin embargo, la alegría de Meremer pronto desapareció al ver como el que creía su nuevo compañero intentaba retroceder al fondo de la cueva. Tras un quejido, otros sonidos incomprensibles cruzaron su boca y abandonó su huida. Levantó los brazos y Meremer comprendió que intentaba protegerse.

Todas aquellas acciones carecían de sentido para Meremer y, aun así, pudo entenderlas. Su corazón, su cabeza, palpitaron con las emociones que se escondían tras aquellos incomprensibles sonidos. Sentía su miedo llegar hasta su corazón.

No era la primera vez que efectuaba una conexión así con otra criatura. La empatía era una herramienta social casi tan poderosa como la telepatía, que normalmente tejía las conversaciones entre merlinos.

No obstante, aquella criatura parecía ajena a sus ondas telepáticas, incapaz de comprender que sus intenciones eran inofensivas. Extraño, nunca se había mencionado tal cosa en los textos arcanos, aunque también obviaban las raras prendas humanas y las hebras que crecían de sus cabezas.

El humano emitió un nuevo sonido y, esta vez, Meremer pudo comprenderlo sin usar sus poderes. Era un quejido de dolor, y se repitió cuando el humano se llevó las manos a la pierna derecha. La erudita impresión por conocer a tal mitológica criatura le había hecho ignorar aquel tajo que dividía su carne. Con el movimiento, un líquido rojo brotó de la brecha. ¿Era su sangre? Tenía mal aspecto.

Seguro que era la causa de su sufrimiento, lo que le impedía concentrarse y escuchar su voz. O igual era el miedo. Probablemente ambas cosas.

Intentó acercarse al humano, reflejar en él sus emociones de calma, tranquilidad y paz. Sin embargo, solo sirvió para que este se apartara con un gemido lastimero. Así no llegarían a ninguna parte, pero no podía dejar malherida a una criatura tan valiosa científicamente.

Tendría que confiar en que aguantaría lo suficiente mientras buscaba ayuda. Meremer se arrastró de nuevo al estanque y se sumergió en sus aguas. La luz aguamarina del fondo le dio la bienvenida, revelándole también que la entrada a la gruta se hallaba bloqueada por enormes pedruscos.

Sus manos acariciaron la superficie rocosa, las garras dando toquecitos en ella. Ni se esforzó en moverlas, estaban completamente encajadas. Un parpadeo abrió su memoria como un rayo cortaba el cielo, recordando así que había otra forma de escapar.

Regresó a la superficie del estanque y allí lo vio, alzándose sobre la pared, un conducto daba a una galería de cuevas. De joven había pasado bastantes horas nadando entre sus cavernas subacuáticas, que se llenaban con las mareas. Lástima que se hallara tan arriba de sus cabezas…

Tendrían que esperar. Había notado la corriente en el muro. Con las mareas y la tormenta, la gruta no tardaría en inundarse y entonces podrían escapar. Ayudaría al humano hasta entonces, se dejara o no.

De un salto, volvió a salir a la orilla comprobando que el agua ya había ganado terreno durante su ausencia. Repitió un gesto de calma hacia el asustado humano y este intentó retirarse, sin éxito por la herida. Tras examinar el desgarrón, Meremer se desabrochó su primer cinto y lanzó uno de los paquetitos que contenía hacia el humano.

El paquetito sirvió de distracción para que Meremer agarrara su pierna y comenzara a vendar la herida con el cinto. Al principio, el humano se revolvió y gritó, pero pronto calló al comprender sus acciones. A medida que el grueso tejido de algas cubría la sangre, el miedo fue apagándose también en el humano.

Sin embargo, cuando terminó su vendaje y Meremer lo señaló, el humano respondió enseñándole los dientes. Aun siendo pequeños, casi redondeados, Meremer se apartó con sorpresa ante tal gesto de amenaza. No obstante, al comprobar las emociones de su compañero, descubrió que aquella mueca era una forma de expresar agradecimiento. Se relajó, no sin antes valorar lo extraños que eran los humanos.

Este volvió a emitir más sonidos por su boca, esta vez más suaves y definitivamente amistosos. Meremer se limitó a imitar los movimientos de sus labios, sin poder hacer tal variedad de ruidos. Igual la ausencia de branquias en el cuello permitía aquel lenguaje oral. Volvió a intentar la telepatía y esta vez pareció rozarle, pero enseguida el humano centró su atención en el paquetito que le había lanzado.

Meremer le imitó y tomó su paquetito entre las manos. Retiró el envoltorio de algas y descubrió el pescado fileteado que guardaba. Le dio un bocado, exagerando sus gestos, y esperó. Por suerte, el humano no era tonto y le siguió el juego. Parecía disfrutar también del pescado crudo.

Tras terminar de comer (tarea lenta para los pequeños dientes de la criatura), el humano le dedicó una mirada al agua cada vez más cercana a sus pies. Meremer aprovechó para llamar su atención y señalar la salida, que quedaba a un par de cabezas sobre la suya. Con los brazos, gesticuló imitando a alguien nadando hacia allí y el humano señaló el agua creciente. Meremer señaló también el agua. El humano movió la cabeza arriba y abajo, y gracias a su empatía Meremer tradujo aquel gesto como un “sí”.

Una conocida emoción volvió a aparecer en su compañero. La preocupación ensombreció su mirada al ver la orilla cada vez más cercana, el agua rozando la punta de sus piernas. El humano profirió nuevos sonidos, cargados de tristeza, pero Meremer no logró comprender la razón de su pesar.

¿No debería alegrarse? Tenían una forma de escapar. El humano era pequeño en comparación a Meremer, cargaría con él fácilmente hacia la salida. De allí, solo tendría que llevarlo a su ciudad y curarlo, incluso podría alojarse con ellos unos días si así quería… Y si podía resistir la presión del agua. ¿Tal vez por eso los humanos jamás descendían a las profundidades?

Y, sin embargo, aquella preocupación seguía, una emoción que Meremer reconoció y despertó más recuerdos.

La noche anterior, había acompañado a sus camaradas en una expedición a la superficie. Allí, unas misteriosas luces atrajeron su atención. Eran pequeñas, como las estrellas, pero crecieron conforme se acercaron.

Llevados por la curiosidad cruzaron la superficie y se encontraron con un edificio sobre las aguas. La construcción flotaba y se movía despacio, y de ella nacían cientos de luces. Era marrón, demasiado ligera para ser de piedra y demasiado rígida para tratarse de algas. Siguieron a la estructura a lo lejos, conteniendo su curiosidad con cautela, y en algún momento la tormenta se unió a su viaje.

            Desde la seguridad de las fosas, las tempestades siempre habían sido lejanos espectáculos de luces, una vista de ensueño que en la superficie reveló su verdadera naturaleza. Los rayos caían y hacían refulgir el agua, que se agitaba violenta a merced del viento. La extraña casa flotante se tambaleaba y quebraba con la furia de las olas, y sus misteriosos habitantes ahogaban sus gritos entre los truenos y el océano. Sus luces se apagaron y otras nacieron, llamadas por el rayo y consumiendo los escombros que tocaban.

Los habitantes de la casa se perdieron entre las aguas. La desesperación y el terror sacudieron el corazón de Meremer, emociones tanto propias como compartidas por las víctimas de aquella tragedia. Entre el sufrimiento y el rugir de la tormenta, hasta los pensamientos y las figuras de sus compañeros se fundieron en su cabeza, uniéndose a la cacofonía de sonidos y emociones que inundaba su alma.

En algún momento, una chispa de esperanza se aferró a su corazón, distinta y clara, guiando a Meremer hasta uno de los habitantes de las ahora ruinas flotantes. Se aferraba a una tablilla, como si los restos de su hogar pudieran protegerlo de aquella pesadilla.

Se trataba del mismo humano que ahora le dirigía una mirada de sorpresa, como si los recuerdos de Meremer hubieran llegado también a su ser. La última sombra de desconfianza se apagó en sus ojos, volviéndose una sincera gratitud a la que Meremer correspondió.

El agua ya anegaba sus prendas, pero el humano no hizo nada para apartarse de ella. Intentó volver a dirigir sus sonidos hacia Meremer, enlenteciendo su tono. Meremer reconoció algunos porque los había dicho antes, y la empatía le transmitió que eran palabras de agradecimiento.

Meremer chapoteó con la cola y gesticuló mientras enviaba nuevas palabras a su mente. La criatura arrugó la cara, y lo consideró un buen augurio. A pesar de su inexplicable temor, parecía que comenzaba a llegar a esa dura cabecita de humano.

Fue entonces cuando una sacudida reverberó en la gruta, silenciando los pensamientos y voz de ambos. ¿Era otro trueno? ¿Un maremoto? Meremer volvió al estanque y la corriente casi devolvió su cuerpo a la superficie. Un nuevo hueco se había abierto entre las rocas, demasiado pequeño para pasar, pero lo suficiente para aumentar el caudal de agua.

«Parece ser que podremos salir antes de lo previsto» pensó, feliz, mientras volvía junto al humano. El agua ya le cubría la mitad del tronco y Meremer se alivió pensando que así sus branquias del costado se humedecerían.

No obstante, la angustia del humano crecía junto a las aguas. Se revolvía mientras el mar reclamaba la gruta, pataleando a pesar de su dolor por tal de no hundirse.

En uno de sus intentos, sus miradas se cruzaron. Había visto antes aquella expresión, aquella mano que pedía su ayuda: una súplica.

Y Meremer nadó hacia él.

Lo rodeó con sus brazos y usó su cola para propulsarse hacia arriba, sus cabezas de nuevo en la superficie. ¿Acaso creía que lo iba a dejar allí? No, aquel terror era mucho más urgente que eso. Intentando agarrarlo mejor, cambió la posición de sus brazos y lo aferró por el costado, deslizando rápidamente las manos hacia sus axilas por miedo a dañarle las branquias.

Branquias que no encontró bajo sus ropas.

Volvió a bajar las manos hacia su costado, donde ninguna abertura se adivinaba tras las prendas del humano. Notaba la dureza de sus costillas, similares a las suyas, pero ningún indicio de branquias.  

Incapaz de creerlo, se sumergió junto al humano y al instante su angustia creció. Volvió a subir y de inmediato se calmó. El humano boqueaba y tragaba aire, desesperado, mientras Meremer lo contemplaba incapaz de creerlo.

Siempre habían teorizado que los humanos eran criaturas anfibias. Como los propios merlinos, respirarían aire por pulmones y usarían branquias bajo el agua. No obstante, su anatomía haría que los humanos prefirieran la costa mientras que los merlinos hallarían su hogar en las fosas, con inusuales escapadas hacia la superficie.

Quitando las extrañas criaturas que surcaban los cielos, su gente jamás había encontrado una criatura incapaz de respirar bajo el agua, ni se les había ocurrido pensar que los humanos serían una de ellas. Probablemente aquel humano sería el primero en siglos que conocía a un habitante de las fosas.

Y entonces, Meremer comprendió su miedo y desesperación, los abrazó y dejó que envolvieran su ser. Los pensamientos de ambos se sincronizaron y compartieron. Aquel sistema de túneles era más estrecho que la gruta, y las salidas se hallaban todas permanentemente inundadas. Lo que en su juventud fueron divertidos pasadizos para nadar, ahora eran largas galerías por donde solo uno podría pasar, y el humano no podría llegar muy lejos con aquella herida. ¿Cuánto tiempo podía aguantar privado de aire? Por su angustia, no parecía mucho.

El techo de la gruta se acercaba, el pasadizo a las galerías ya estaba casi inundado Podrían cruzar a la siguiente cueva pero ¿y después? ¿Se anegaría también? ¿Quedaría algún pasadizo sin agua?

El humano le dedicó una mirada de preocupación. Su cuerpo estaba bastante más caliente que el suyo, aun cuando no había sol que lo caldeara.

—Gracias por intentar salvarme.

Por fin, su voz cobró sentido en su cabeza. Meremer chilló palabras mudas, reflejando la forma de hablar de su compañero, la desesperación de sus pensamientos. Justo cuando el agua alcanzaba el techo, se abrazó al humano y rezó para que su calma llegara a su corazón mientras se hundían hacia el túnel. El estrecho pasadizo arañó sus aletas, reabrió sus heridas, pero Meremer siguió deslizándose entre la oscuridad.

Una vez las paredes se ensancharon, la negrura recibió sus ojos abiertos, como la de aquella noche tranquila que se convirtió en tormenta. Recordando los rayos y el miedo, con el humano tosiendo agua en sus brazos, Meremer pidió luz a la gruta y esta se la concedió. El agua subía y las siguientes galerías se abrían estrechas y bajas, un laberinto de túneles del que conocía las salidas y ninguna le servía.

El humano se arrastró a su lado, intentando incorporarse y cayendo cuando los temblores regresaron. El agua chapoteó con los torpes movimientos de ambos y las piedras que se desprendían del techo. Una ola llegó desde una galería anexa y el humano gritó mientras la corriente volvía a derribarlo. Meremer imitó su chillido en las cabezas de ambos, extendiendo las garras hacia él y lamentando las rocas que arañaban su cuerpo.

Entonces las rocas, que habían brillado como estrellas, se apagaron.

 

***

 

Aquel hogar flotante estaba lleno de luces y humanos. Meremer y sus camaradas lo siguieron a distancia, maravillándose con la curiosa estructura que nadaba sobre las aguas. Se mantenía a flote a pesar de las olas turbulentas y la fina llovizna, que seguro serviría para calmar la sed que la piel humana sentiría lejos del océano. Había pocos registros de aquellas criaturas, pero no parecían ser hábiles nadadores. ¿Por eso preferirían moverse en aquella casa móvil? Lo consultarían con los eruditos de las fosas a su regreso.

Al cabo de un rato, algunas siluetas se asomaron por la casa, descubriendo su presencia. Meremer y sus compañeros saltaron en saludo, y algunos humanos levantaron las manos en lo que supusieron una respuesta amistosa. No obstante, por alguna razón los cielos y los mares vieron con malos ojos aquella reunión, y la tormenta arrastró a sus miembros al océano.

En medio de aquel caos, Meremer se separó de sus compañeros pues estos huyeron a la seguridad de las profundidades. Algunos humanos cayeron de su guarida, otros se tiraron en un acto de desesperación. Tanto daba, en el mar todos acabaron a merced de las corrientes, arrastrados al fondo o golpeados por los restos del que fue su refugio. El viento llamaba a las olas, los rayos iluminaban las ruinas flotantes y, entre agonía y lamentos, un latido de valor sacudió a Meremer.

Un humano se agarraba inútilmente a una tablilla. Pataleaba y gritaba, sus palabras ahogándose en agua y sal. Sin rendirse ante aquella tragedia.

Meremer nadó hacia él, la única voz clara entre aquella pesadilla, la única emoción que brillaba distinta a las demás. Podría haber huido en busca de sus compañeros, pero solo tenía ojos para aquella fuente de esperanza.

 Una gigantesca ola se alzó sobre ambos cuando el humano captó su presencia. Extendió una mano de súplica hacia Meremer y sus garras la aceptaron, uniéndolos aun cuando las violentas aguas los arrastraron al fondo.

Pronto sus garras fueron las únicas con fuerza para juntarlos, la energía del náufrago escapando con el aire de su boca. Meremer lo abrazó y nadó entre escombros, furia y muerte, el oleaje zarandeando sus cuerpos y trazando heridas en ellos. Aun en la oscuridad, encontró la gruta y, a pesar de los cortes y el golpe de su cabeza, logró conducirlos hasta allí.

La cueva les recibió con una sacudida que cerró sus puertas, y el agotamiento y las heridas invitaron a Meremer a descansar.

 

***

 

Meremer abrió los ojos y, esta vez, la luz recibió su despertar. Por un momento recordó las tranquilas aguas que había visitado en su niñez junto a sus progenitores. En islas calmadas y vacías, algunos habitantes de las fosas hallaban descanso nadando en mares cálidos, con arenas blancas y peces de colores.

Su gente decía que a un sitio similar nadabas tras el último latido de tu corazón. En aquel océano más allá de la vida, podías jugar bajo un amable sol estival, pero más brillante era la noche, con una hermosa luna y un sinfín de estrellas perladas. Los corales encantados se iluminaban tras el crepúsculo, devolviendo el fulgor solar que cosechaban durante los mañanas de apacibles olas.

Si de verdad había llegado al paraíso, bien podría haber dejado su cuerpo en el agua, no en la orilla para secarse a su suerte. Su cabeza protestaba y su boca estaba seca, pues su garganta no estaba acostumbrada a permanecer sin agua tanto tiempo. Intentó incorporarse, pero un contacto lo detuvo. Era una garra húmeda, y agradeció aquel frescor mentalmente antes de volverse hacia Araede.

Araede, Miride y Kasadi, sus camaradas, enviaron palabras de alegría a su cabeza mientras rodeaban su cuerpo en un abrazo. Meremer respondió con regocijo, con dicha en sus pensamientos hasta que un quejido pidió su retirada. Al incorporarse, pudo ver que parte de su cola había sido envuelta en extraños tejidos, similares a los que había portado el humano…

Que estaba sentado a su derecha. Le enseñó los dientes en aquel extraño gesto amenazador que en realidad era amistoso. Tras él había más humanos, guardando las distancias. Sus ropas estaban rasgadas y muchas seguían teñidas de rojo, ocultando heridas tras vendas improvisadas. De sus emociones intuyó que se sentían cohibidos por la presencia de Meremer y sus camaradas, pero no logró discernir sus pensamientos con tanta exactitud como hizo con su compañero de tragedias.

—Me alegro de que vivas —dijo su humano, con sonidos, y la mente de Meremer dio sentido a su voz, alivio y dicha—. Me salvaste.

«Y tú a mí —le contestó Meremer telepáticamente, señalando las vendas de su cola. El humano volvió a enseñar sus dientes y Meremer comprendió que su comunicación por fin iba en ambos sentidos—. Pero… ¿Cómo escapamos?»

«Vuestro terror os salvó —explicó Araede, con bizarra felicidad en sus pensamientos—. Perdimos tu rastro en la tormenta, y pasamos horas buscándote sin éxito hasta que encontramos la gruta».

«¡La cueva brillaba como mil estrellas! —exclamó Miride—. Como si el sol hubiera caído a los abismos».

«Supimos entonces que solo alguien de los nuestros podría haber hecho algo así, y nadamos en tu búsqueda —siguió Kasadi—. La entrada principal estaba bloqueada, pero pudimos escurrirnos por las secundarias. Entonces te vimos en la galería mayor, con el humano chillando a tu lado. Las rocas habían limitado el acceso el agua, pero una te había golpeado en la cabeza y dejado inconsciente. Tu compañero intentaba despertarte tras haberte vendado las heridas. Le costaría hacerlo con lo que brillaba la cueva, casi nos quedamos invidentes al entrar».

Meremer inclinó la cabeza a un lado en un gesto confuso.

«Qué extraño, ¿por qué seguiría activa la luz aun cuando quedé inconsciente? Nuestros reclamos a la piedra se apagan con nuestra consciencia».

«Tal vez el humano mantuvo tus sentimientos y deseos consigo mientras dormías —teorizó Miride—. ¡Pasasteis por una experiencia difícil e igual eso os unió en una bonita amistad!»

 Meremer contestó con dicha y afecto a aquella risueña hipótesis, aunque no la descartó. Ciertamente, fue entre agonía y terror cuando por fin pudo enlazar su mente a la del humano. Solo cuando sus preocupaciones se sincronizaron, las palabras fluyeron entre ambos, ahogando las diferencias que había entre sus mundos.

El humano esperaba mientras Meremer conversaba telepáticamente con sus compañeros, aparentemente incapaz de escuchar las voces de los demás. Se giró hacia él y decidió imitar la mueca que el humano le dedicaba con agradecimiento. Este se retiró un poco, sorprendido, pero repitió el gesto.

«Mantuviste la luz que guio a mis amigos, la que ordené a las rocas en la cueva—explicó—. Al final nos salvaste a ambos».

—Si es así, tú prendiste la chispa y yo solo la continué. Estamos en paz. Mira, mis propios amigos vinieron también por la luz,

El humano señaló con diversión a sus compañeros, que se revolvieron incómodos. Parecían amistosos, pero retrocedieron un poco cuando Meremer les enseñó los dientes con simpatía. No estarían acostumbrados a la afilada dentadura merlina.

De todos modos, podía ver su curiosidad, su alivio al ver que su compañero seguía con vida. ¿Sería aquel el inicio de una nueva era para merlinos y humanos? Se giró hacia su compañero, pensando en las palabras de Miride.

«Mi nombre es Meremer. Aparte de amigo, ¿cómo puedo llamarte?»

El humano volvió a repetir aquella mueca alegre. Más tarde, Meremer aprendería que se llamaba “sonrisa”.

—Amigo servirá, pero también me llaman Damián. Encantado de conocerte.



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domingo, 4 de diciembre de 2022

Murmullo Abisal. Primer Texto


Suspiro Pelágico 


Tras una eternidad, mi cuerpo se posó sobre el lecho marino. Suavemente, sin levantar polvo alguno, como una mariposa dando su último suspiro.

Agua y arena acariciaban mi lechosa piel, deslizándose entre los surcos de mi carne y filtrándose curiosos sobre el agujero en mi pecho, un vacío de emoción cicatrizada. No manaba sangre de tal violenta pérdida, pues mi alma hace tiempo que yace marchita.

Dejándome mecer por la piadosa marea pelágica, dirijo mis pupilas a donde debería estar el cielo. Dos perlas opacas en la cuenca abisal, buscando el recuerdo de aquellos días. Pero mi carne ya es sal y mi sangre el propio mar, no quedan memorias del calor terrenal.

Perdido el camino, no advierto la presencia de otros ojos. Vivos y hambrientos, los peces acuden a la cena servida: piel rellena de huesos, astillas incrustadas en decepción. Ruego porque sus mordiscos arranquen mis pecados, que sus escamas limen mis impurezas. Entre la helada oscuridad, su voracidad podría ser misericordia.

El festín es rechazado. Los invitados escupen mis entrañas con aprensión, pues poco queda de mí que sea manjar. Mi cuerpo, abandonado una vez más, se consuela con el perenne movimiento del agua. El eco de un oleaje mece al sílice, susurrando las caricias del viento a su amado océano. Qué hermosa forma de desvanecerse, con mi carne erosionándose con el amor de miles de eras.

Temblorosos, conmovidos, mis labios blancos como la cal encuentran su despedida:

―Algún día, tanto mis astillados huesos como los cristales de mi garganta, serán suaves como tu recuerdo.

Mi plegaria escapa entre burbujas. Los despojos de mi alma viajan con ellas. Intento seguirlas con la vista, pero el peso del océano me ha arrebatado la mirada. Mis ojos se hunden en sus cuencas, mi columna en la arena y mi mente en la resignación.

Ya solo queda esperar.



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sábado, 3 de diciembre de 2022

La Fundadora: Segundo Acto

 El Milagro Negro


―¡Señorita, aun no se ha terminado de arreglar! ¡Señorita Aurora, vuelva!
Minerva alzó la vista de su libro, buscando en el techo del piso superior la llegada de aquel pequeño torbellino. Unos pasos rápidos siguieron a otros más pesados mientras Amelia, la criada designada como nana, corría tras el mequetrefe en que se había convertido su hija. 
Aurora bajó corriendo las escaleras, descalza y con el cabello ondulado a medio peinar. Se detuvo un segundo, como concediéndole una oportunidad a la pobre Amelia (los años no perdonaban y se había parado a recuperar el aliento). Entonces, cuando iba a retomar su persecución, bajó el último tramo saltando los escalones de dos en dos. 
En el último escalón trastabilló y habría aterrizado en el suelo de no ser porque Minerva ya se había acercado a la muchacha. La recogió antes de que cayera, salvándola una vez más de una torpe caída.
―¡Ve con cuidado! ¡Te dije que es peligroso correr por las escaleras!
―Lo sé. ¡Gracias, mamá!
La chiquilla alzó la mirada hacia su madre y, como siempre, ella parpadeó maravillada. Los ojos de su hija eran de un vivaz castaño, con aquellos aros dorados que la marcaban como habitante de Sacratea. Idénticos a los de su marido, en ocasiones creía que Erédeo la miraba desde sus pupilas. 
Negó con la cabeza, enterrando en su corazón el recuerdo de su amor. Había pasado más de una década desde su pérdida y bendición, y el duelo había convertido la ira y el dolor en un melancólico consuelo… Con algo de emoción por la energía de la pequeña Aurora. 
Alzó la mirada hacia la pobre criada, quien volvía a tomarse otro descansito.
―No te preocupes Amelia, la devolveré a las habitaciones.
―¿Qué? ―protestó la niña―. ¡Pero si ya estoy lista para el desayuno!
―Tal vez, pero no para las lecciones de después. Tenemos que comportarnos como señoritas e ir elegantes para aprender, ¿no crees?
―Siempre lo hacemos, incluso en camisón.
Minerva rio y su hija le dedicó una sonrisa… Que los sirvientes decían que era como la suya. Desde luego había heredado su vitalidad y franqueza. 
―Va, si te portas bien después de las lecciones salimos a jugar con las lanzas al jardín.
―¿¡En serio!? ―Minerva asintió y su hija sonrió―. ¡Vale, me lo has prometido, mamá! Si se te olvida iré descalza hasta a las clases de baile.
―Asumiré el riesgo ―rio ella, tendiéndole una mano que la niña aceptó.
Subieron las escaleras, esta vez despacio, con una sonrisa en el rostro. Con los años, había descubierto que los entrenamientos con lanza eran perfectos para que la niña gastara sus energías sin poner patas arriba la casa. Por lo demás, era una chiquilla excelente que estudiaba lo que podía e incluso ofrecía una mano a los criados cuando los veía atareados, ganándose su simpatía. 
Las miradas de afecto se dirigían tanto a señora como señorita de la casa. Minerva agradecía mentalmente que las torpes carreras de la niña por la mansión fueran objeto de risas y no de molestia por sus empleados. 
En un momento, Aurora trastabilló y se aferró al brazo de su madre para mantener el equilibrio. Alisó el pliegue de la alfombra con los pies mientras Minerva comprobaba que estuviera bien.
―Últimamente estás en las nubes. ¿Todo bien?
Aurora se tomó unos segundos antes de asentir, tan alegre como siempre. La acompañó hasta la puerta de su habitación y esperó hasta que salió con los zapatos puestos y el cabello un poco más ordenado. Se despidió de ella con un abrazo y no le sorprendió ver que echaba a correr, casi tropezándose de nuevo con la alfombra.
Minerva negó con la cabeza, sin poder ocultar la sonrisa de su rostro. Su hija solo había estado quieta cuando era un bebé incapaz de gatear y, una vez aprendió a hacerlo, no había cuna ni cansancio para detenerla. Incluso daba pataditas en sueños. 
Su vitalidad había crecido con su destreza para correr y “jugar” a las lanzas, con solo sus últimos traspiés capaces de frenar sus carreras. 
Aurora aseguraba que nada le turbaba la mente, pero Minerva comenzó a preocuparse cuando aquellos tropiezos se volvieron más habituales. Sus saltos acababan en las escaleras, para asegurarse en la barandilla; y sus entrenamientos con lanza, que empezaron casi diarios a petición de su hija, se volvieron una rareza en sus horarios. 
Un día, un grito llamó su atención y corrió a la habitación de su hija para encontrarla tendida en el suelo, con Amelia ayudándola a levantarse.
―Estoy bien, estoy bien ―decía, mientras su madre también ofrecía su apoyo―. Es solo que todavía no he desayunado, no tengo fuerzas…
Entre ambas levantaron a la chiquilla y la sentaron en la cama, sus piernas temblorosas colgando sobre las sábanas. Minerva parpadeó, sorprendida pero aliviada cuando Aurora logró levantarse por su propio pie y terminar de ponerse los zapatos. 
Aquel no fue el último incidente. Las caídas se volvieron más frecuentes, tropiezos en suelos lisos y debilidad aun cuando la niña había comido. Temiendo que su caminar regresara a un gateo torpe, Minerva consultó con todo médico de confianza que estuviera en su mano. 
Sin embargo, ninguno supo darle una respuesta que calmara sus inquietudes. No encontraban explicación para aquellos pasos torpes, ni tampoco cura para sus cansados temblores. La medicación y rehabilitación ofrecidos como remedio ni siquiera retrasaron su regresión al gateo que tenía de bebé, y este la dejó frustrada en cama. 
Minerva pasaba los días a su lado, intentando sacarle una sonrisa que ni ella misma podía forzar. Le prometía soluciones, a pesar de que cada doctor negaba con la cabeza murmurando una disculpa. Nanas y mayordomos, criados y jardineros, le traían presentes o su compañía, contando lo que habían visto aquel día para distraerla. Sin embargo, cada anécdota hacía suspirar a la pequeña, a quien deseaba haber vivido aquellas experiencias por si misma. 
        Las predicciones comenzaron, las expectativas de los médicos más nefastas conforme la parálisis consumía sus días.
De noche, Aurora dormía sin sus pataditas, mientras su madre permanecía en vela buscando similitudes en libros, remedios desesperados. En una de aquellas interminables veladas, se giró para descubrir que Alonso, jefe de mayordomos y su más fiel consejero, la esperaba en la puerta del estudio junto a un par de criados.
―Mi señora, ¿me permite pasar?
Minerva asintió y el hombre avanzó hacia el centro de la habitación. Su compañía aprovechó para recoger la taza de té frío, sustituyéndola con bebida caliente aun sabiendo que correría el mismo destino. 
―Si nos permite el atrevimiento ―comenzó el hombre, su escolta volviéndose hacia él en un gesto de apoyo―. Queríamos expresar nuestra preocupación por su estado, mi señora. Tememos que su salud peligre al volcarse en curar a la señorita y…
―¿Qué otra cosa podría hacer? ―repuso ella, aunque aceptó sentarse en su sillón cuando dos sirvientes le pidieron hacerlo―. Erédeo y yo pasamos tanto tiempo esperando a conocerla y ahora ni siquiera puede caminar a nuestro… A mi lado. 
―Lo sabemos, mi señora ―dijo el hombre, la aflicción sincera en su rostro envejecido―. Y aun cuando nuestra pena no es equiparable a la suya, la situación también pesa sobre nosotros. Pero es también por ella por lo que no puede dejar su salud de lado. Si desea ayudarla, también debe ser fuerte para descansar.
»Dormir, comer… son actividades que tal vez no le devuelvan la salud a su hija pero sí a usted. Con ello, reunirá las fuerzas para convertir su preocupación en esperanza. 
Minerva se llevó las manos a la cara. Un suspiro de agotamiento escapó entre sus cada vez más huesudos dedos. Agradecía su preocupación y sinceridad, una virtud que pocos sirvientes tenían con sus amos y que demostraba la amistad que les unía. 
―Todavía hay algo que no hemos probado ―sugirió una tímida voz.
Minerva se volvió hacia la criada que terminaba de servir el té. Conocía su nombre, conocía el de todos: era Jullie, hija de Magdalena, el ama de llaves. 
―Explícate, por favor ―le pidió Minerva.
Jullie miró temerosa a Alonso y, cuando este asintió, la joven comenzó a hablar.
―Algunos de nosotros comentamos que, si la vida de la señorita Aurora fue concedida a través de un Milagro, tal vez pueda ser arreglada con una segunda bendición ―dijo, sus manos aferrándose a la bandejita vacía con timidez―. La Sagrada Luz y su Claridad es piadosa… 
―… A pesar de la institución que actúa como su portavoz ―continuó Alonso por ella, atreviéndose a decir lo que no lograba formular―. Si ya mostraron bondad una vez, tal vez lo hagan una segunda. 
Con un último suspiro, Minerva aceptó su propuesta. Dedicó unas palabras de agradecimiento a Alonso, Jullie y los demás sirvientes, y entre todos planearon la visita y peticiones que haría a la Iglesia. 

✽ ✽ ✽

Al día siguiente, un coche de caballos la esperaba para marchar a la Catedral, la misma que le concedió su deseo años atrás. Alonso y Jullie, ataviados con sus mejores ropas, la acompañaron ofreciendo su apoyo, no obstante, Minerva intuía otros motivos.
Sus sospechas se confirmaron en las bulliciosas calles de la ciudad, donde los transeúntes clavaban sus miradas doradas en sus apagadas pupilas. Acostumbrada a las expresiones amables de su mansión, casi había olvidado los prejuicios que solían esconder aquellos áureos halos.  Por suerte, su compañía desviaba su atención en parte, haciéndola pasar por uno de los suyos. Al regresar a la mansión, tendría que agradecerles su ofrecimiento.  
Los pesados portones de la Catedral se abrieron y la ominosa y artificial luz cegó los desamparados iris de Minerva, tan grises como las canas que había cultivado con el paso de los años. Dos hombres salieron a recibirla, y no le sorprendió encontrar en ellos los familiares rostros de aquellos a quienes acudió la última vez. El tiempo había convertido a Jakob en un hombre de rostro firme y devoto, de forma similar al cambio que había experimentado el Sumo Sacerdote. Los ojos semi-dorados de Tobías, hundidos entre arrugas, fingían compasión sin poder ocultar su desconfiado juicio de la plateada mirada de Minerva.
Empezó con una reverencia hacia los sacerdotes y sus acompañantes la imitaron.
―Sus eminencias, vengo a agradecerles los años de felicidad que la Sagrada Luz me otorgó tras vuestras plegarias. Su nombre es Aurora y vive bajo mi protección y la de mi amado Erédeo, en paz descanse. 
Tobías asintió, conforme. Minerva agradeció para sus adentros las rápidas lecciones sobre cortesía eclesiástica que recibió la noche anterior.  
―Dichosas sean tus palabras, mi señora ―dijo el hombre, inclinando la cabeza―. Que tu Fe sea sincera y tus años de felicidad largos y luminosos hasta que te reúnas con tu amor y la Gracia en la que duerme. 
»No obstante, comprendo que su visita no busca confesión o meditación, pues todo simpatizante de nuestra Fe puede practicarlas en la comodidad del hogar. ¿A qué se debe, pues, su entrada en la morada de la Luz?
Minerva tragó saliva, ordenando las palabras que había ensayado la noche anterior acompañada de sus amigos. Su recuerdo la reconfortó, como también hicieron las miradas de ánimo que sentía sobre su espalda, capaces de ablandar la dura expresión del sacerdote.
Así, contó cómo su hija había nacido sana a pesar de las complicaciones del parto. La describió como una niña feliz y hermosa, con los ojos de su padre y la vitalidad de su madre. El rostro de Minerva se iluminó al recordar sus primeros pasos, sus trotes por la mansión, pero pronto se apagó como hicieron las carreras de la niña, consumidas entre fatiga y temblores. 
―… Y es por eso por lo que marcho a buscar vuestra misericordia ―terminó Minerva, la mirada en una plegaria―: por un último Milagro que recupere la vitalidad de mi hija. 
Aun cuando había ensayado su discurso, su voz terminó por romperse, casi incapaz de contener las lágrimas que tanto tiempo había guardado. 
Debía ser fuerte. Por Aurora, por Erédeo, por ella misma. Si no, no podría enfrentarse a la mirada despectiva que escapó del joven sacerdote. Un atisbo sincero que pronto se perdió tras una máscara vacía. Igual de ambigua era la expresión de Tobías, quien tomó la palabra.
―Señora, la historia que contáis es triste y extraña a sus ojos, mas no es objeto de sorpresa o pena a los nuestros. 
        »Usted y su marido, en paz descanse, acudieron a nosotros en busca de un Milagro que la Luz les concedió tras nuestra intervención, pero esta solo actuaría para que su hija naciera… sin contar las condiciones de su crecimiento. Los Milagros son escasos, regocíjese con que haya llegado a conocerla sabiendo su blasfema vida.
        Minerva abrió los ojos, las palabras golpeándola como una bofetada. Escuchó a Jullie exclamar tras ella, sorprendida también, pero ninguno de los sirvientes se atrevió a acercarse más. La señora cerró los puños, reuniendo el dolor de aquella sentencia en una respuesta. 
        ―¿Có-cómo osáis? Pido disculpas si he entendido mal, ¿pero no era esta la llamada “Tierra de los Milagros”? ¿El Reino donde los creyentes de la Sacra Luz son bendecidos por su bondad y poder?
        ―El sacerdote asintió y ella hizo una mueca―. Mi marido fue el hombre más devoto que jamás ha pisado esta tierra, y murió por ella cuando el deber llamó a nuestra puerta. ¿Por qué, entonces, no tengo derecho a exigir que lo último que queda de él siga con vida?
       ―Por ser una hereje, al igual que su marido lo fue.
       ―¡¿Disculpa?!
       ―La sucia plata de sus ojos mancha nuestra Iglesia, marcándola como hija de tierras profanas ―la señaló Tobías―. Al casarse con usted, Erédeo selló también su destino y el de su progenie. De nuevo, alégrese de que nuestra piadosa Luz le haya concedido su nacimiento, aunque este fuera para una efímera vida. 
        Minerva se quedó paralizada. Estaba acostumbrada al desprecio cortés: a las miradas recelosas, a las muecas fugaces cuando veían sus ojos o los ocultaba para disimularlos.
        Pero aquella sinceridad, aquel odio tan directo y viperino… Era la primera vez que lo recibía. Sus palabras se quebraron en su boca antes de blandirlas como defensa. Solo la ira crecía en ella, incapaz de darle una respuesta civilizada. 
        ―¡Eso es un disparate!
        Y Alonso habló por ella, avanzando a su lado y seguido por una temerosa Jullie, también muda del asombro. 
―Nuestra clara Diosa es piadosa, está en las consignas en las que rezamos ―proclamó el hombre―. En el fondo, el lugar de procedencia no importa para profesar nuestra Fe. Basta con que el corazón del devoto sea bondadoso, como es el de mi señora. 
Jakob dejó escapar una risa seca.
―Eso fue en el pasado, sirviente. No podemos soltar el poder de nuestra Santidad tan a la ligera, o sus favores llegarían hasta aquellos monstruos que combatimos en las fronteras ―le dedicó una mueca a Minerva―. No concederemos más poder a una extranjera. 
―Ya hice un pacto con vosotros y se cobró la vida de mi marido ―escupió Minerva. No le sorprendió comprobar que los sacerdotes no negaron su acusación―. No sois tan distintos de los demonios que queréis abatir. 
―No nos compares con las sucias criaturas a las que nos enfrentamos, hereje ―el Sumo Sacerdote hizo un gesto y dos guardias aparecieron tras un destello de luz. Minerva habría parpadeado de no estar tan furiosa, pues era la primera vez que la magia sagrada se manifestaba directa ante ella―. Estas han sido tus últimas palabras en esta Iglesia. Reflexiona fuera de nuestra Catedral antes de rogarnos disculpas por tus calumnias. Tal vez con unos siglos de rezos la Claridad te perdone. 
Las manos de metal se posaron en sus brazos y Minerva les dirigió una última mirada a los sacerdotes antes de que los guardias les condujeran al exterior. Esperó que el odio en sus plateados ojos fuera tan sincero como el de sus oxidados iris. Con las máscaras de cortesía destruidas, casi sintió regocijo al escupirles lo que pensaba de su inmoral credo. 
Sin embargo, durante el trayecto de vuelta, su rabia se apagó en una triste comprensión: no había logrado su objetivo, incluso había empeorado las posibilidades de conseguirlo. Le sorprendió ver que Jullie rompió a llorar antes que ella. 
―Lo siento, lo siento tantísimo, mi señora ―exclamó, su rostro lloroso oculto tras sus manos―. Ha sido todo por mi culpa, no debería haber sugerido jamás esto. Lo siento, lo siento…
Y entonces, la poca rabia que aún sentía se escapó en un suspiro. Su mano se alzó hacia Jullie para posarse conciliadora en su hombro.
―No tienes nada que lamentar Jullie. Me aconsejaste lo que creías que podría ayudar y, aunque el desenlace no haya sido… óptimo, solo los sacerdotes son culpables de sus acciones. Hiciste… No, ambas hicimos lo que estuvo en nuestras manos. 
Jullie recuperó el aire entrecortadamente y sorprendió a Minerva al abrazarla entre temblores. Ella aceptó el gesto. Solo sus sollozos interrumpieron el silencio que las acompañó durante el regreso.

✽ ✽ ✽

Aquella noche no se atrevió a visitar a su hija. Le pidió a Amelia que le deseara las buenas noches en su nombre y encomendó a Alonso informar a sus compañeros de la desastrosa visita. Exigió silencio y soledad y sus sirvientes lo respetaron, dejando que marchara en paz a la acogedora oscuridad de su estudio.  
Cerró las puertas a su espalda, desterrando así la luz de los pasillos. Se extrañó, pues la chimenea solía alumbrar la habitación incluso en las calurosas noches de verano. 
Una leve brisa le advirtió que la ventana del estudio estaba abierta, y un escalofrío le pidió que acudiera a cerrarla. El viento cesó, pero la luna siguió concediendo un mínimo de claridad a la estancia. Minerva contempló su reflejo y luego el paisaje tras el cristal.
¿Cuántas veces había acompañado aquella imagen sus reflexiones? El frío le recordó su pérdida, el abrazo que aún echaba en falta. Su amado también la abrazó aquella noche, aquella velada donde se prometieron seguir guardando esperanzas. 
Tras tanto tiempo conteniéndolas, las lágrimas por fin cayeron, descendiendo con la amargura de quien había amado tanto como había perdido. 
Y entonces unos pasos las cortaron. Minerva se sobresaltó, mas pronto canalizó su sorpresa a una atenta guardia, girándose hacia la puerta. Sometió sus alrededores a un rápido escrutinio, buscando el autor de aquellas pisadas, pero la habitación estaba en penumbra y su visión ya no era tan aguda como antaño. 
Para su suerte o desgracia, su misterioso visitante advirtió su vigilancia y detuvo su avance, su rostro oculto en las sombras que la luna no llegaba a desterrar. 
―Lamento la intrusión ―dijo una voz desconocida, grave y pausada― y las formas en las que me presento ante usted.
―¿Con quién hablo? ―preguntó Minerva con autoridad, mientras pensaba si tendría a mano una posible arma―. Muéstrate antes de que llame a mis sirvientes.
El desconocido avanzó hacia la luz con andares medidos y cuidadosos, deteniéndose a una distancia prudencial de la señora de la casa. 
Se trataba de un hombre de tez oscura, ataviado con ropas de viaje que no parecían de la moda de Sacratea. Estaban raídas, y su barba descuidada y cabellos mal recogidos daban la impresión de que llevaba mucho tiempo viajando sin descanso. Aun así, había algo noble en su porte y la forma en que se arrodilló ante Minerva, alzando sus manos para mostrarle un pequeño objeto.
―Solo he venido a devolveros esto. Lamento haber tardado tanto tiempo en hacerlo.
Minerva frunció el ceño, intentando discernir la naturaleza del regalo mientras se acercaba con pasos medidos, unos andares que se aceleraron al reconocer el presente y recogerlo entre sus propias manos. 
Abrió el viejo guardapelo de plata para encontrarse con el retrato de su marido junto al suyo. Las lágrimas interrumpidas escaparon de nuevo. Tras años intentando enterrar su dolor, casi había olvidado el rostro que tanto amó. Hundiéndolo en su pecho, abrazando el guardapelo como si fuera su amado, logró pronunciar unas palabras que no reflejaron su agradecimiento:
―¿Cómo lo has recuperado?
El hombre no respondió al instante, despertando el instinto de guerrera en Minerva. Recuperó la compostura, guardó el presente en los bolsillos de su vestido y sus lágrimas se congelaron en una mirada firme que esperaba respuestas.
―Lo encontré junto a él en el campo de batalla al que me destinaron ―respondió el hombre―. Sus heridas eran fatales, pero me encomendó devolverle a su amada el tesoro que ahora guardas.
El hombre se tomó otra pausa, sus ojos oscuros analizando su reacción con la misma precisión que ella. Reconoció aquella mirada: estaba ante otro guerrero, y este tenía experiencia.
―A Erédeo no le importó desconocer mi nombre u origen para otorgarme su última voluntad, ni tampoco el bando o la raza que nos separaba ―siguió, ajeno a sus pensamientos―. Tampoco me importaban tales diferencias para cumplir su deseo. Solo lamento la larga espera. Mis condolencias. 
Y el corazón de Minerva dio un vuelco. Un latido que sacudió su pecho y la despertó ante la verdad que su mente había ignorado: la sombría presencia que rodeaba a aquel hombre. Una presión oscura que lo cubría como un manto de noche. La sensación de que, a pesar de su aparente juventud, aquellos ojos contenían la sabiduría de quien había visto decenas de guerras y vidas empezar y terminar ante él. 
Cuando por fin logró reaccionar, trastabilló hacia la ventana aun sabiendo que no podría escapar de tal mortal criatura. Mientras valoraba si gritar salvaría o condenaría a sus sirvientes, el hijo de la noche negó con la cabeza, alzando las manos en un gesto conciliador.
―No temáis, por favor. No tengo intención de haceros daño… Soy al que llaman el Guerrero del Crepúsculo. Si he de matar, lo haré únicamente en el campo de batalla ―a pesar de sus palabras, Minerva siguió en guardia, las manos protegiendo su alterado corazón―. He cumplido mi objetivo al entregaros el guardapelo. Si me permitís, saldré por la ventana por la que entré a vuestro hogar. 
El vampiro se alzó pero Minerva mantuvo su posición, su vista analizando si podía confiar en la palabra de aquella criatura, esperando encontrar una mentira que rebelara su verdadera naturaleza…
No la encontró. Aquellos ojos rojizos eran sinceros, e incluso podía ver su pena en el vacío inmortal que cargaba con él. No había máscara que pretendiera esconder odio o sed de sangre. 
Parecía más humano que los feligreses que la rechazaron por su linaje.
―No puedo dejaros marchar.
El vampiro parpadeó ante su murmullo, pero luego bajó la cabeza.
―Juro que no maté a vuestro esposo, no obstante, sí se me ordenó matar a otros tantos de los vuestros. Si lo que buscáis es justicia, sed conscientes de que llevo siglos esperando por ella y no he podido encontrarla. 
Minerva negó con la cabeza, aunque frunció el ceño con aquellas palabras. 
―Busco un Milagro.
―¿Un Milagro?
―Así es ―asintió ella, irguiéndose para desterrar al temor y llamar al orgullo―. Un Milagro que salve a lo que queda de Erédeo, a la hija que nació de nuestro amor. Su vida se marchita ante mis ojos, llevándose su felicidad sin que pueda retenerla entre mis dedos. Un luminoso Milagro fue lo que me permitió conocerla, y requiero de otro antes de que se la lleven de mi abrazo.
»Necesito un Milagro Oscuro que le devuelva los andares, aun si estos no vuelven a ver el sol, aun si solo puede alimentarse de otros durante el resto de sus días. Requiero de tu ayuda, Guerrero, pues he oído que los tuyos pueden sanar sus heridas en segundos y vivir hasta el final de los tiempos.
Minerva esperó su respuesta con resolución, sin temor a que su juicio estuviera equivocado. El hombre tardó en contestar, adelantando su respuesta al negar con la cabeza.
―Lo lamento, mi señora, pues soy incapaz de ayudarla. Muchos de nosotros renacemos en la oscuridad con un vestigio que determinará nuestra suerte como hijos de la noche… como vampiros.
»Así, yo soy capaz de caminar bajo el sol, pero no puedo reproducir mi don en otros humanos. Aun cuando quisiera ayudarla, no está en mi mano hacerlo. Lo lamento. 
Bajó la cabeza como disculpa, gesto que no bastó a Minerva. 
―Debe haber entonces otra forma, ¿no es así? ―inquirió ella, dispuesta a averiguar el motivo de sus dudas. El hombre frunció el ceño―. Escuché que compartir sangre con una víctima la convierte en parte de vuestra comunidad ―el Guerrero asintió―. Entonces solo debería llamar a un vampiro para que me convierta en parte de los suyos.
―¿A usted?
―Así es. Valoraré yo misma si es seguro que mi hija se adentre en la oscuridad. Ya tiene que pasar sola por su enfermedad, no permitiré que también se enfrente a esto sin mi compañía.
El Guerrero bajó la mirada, pensativo.
―Encontrar a uno de los míos le sería difícil y, por lo que contáis, puede que su hija no pueda esperar tanto. Por ello, debo sugeriros otra forma de renacer en la oscuridad. Una que algunos intentan y cuyo fracaso convierte su cordura en retorcida sed. 
»Si tomáis ese camino, os acompañaré en la ceremonia, pero debéis ser cauta para no caer en la tentación de un poder mayor, pues este se paga con el alma. Si escogéis bien, sería un ritual indoloro y se podría celebrar la próxima luna nueva. ¿Aceptaríais?
      Como respuesta, Minerva avanzó hacia su nuevo aliado, tendiéndole una mano cuya determinación había acabado con su temblor. El hombre la aceptó, estrechándola en un acuerdo. No le sorprendió notar como su piel estaba fría como las cenizas de su chimenea. 
        ―Aceptaría aunque me costara mi propio corazón.

✽ ✽ ✽

Aquella misma madrugada convocaron a los sirvientes a una reunión en el salón principal. Sus caras adormiladas se despertaron con curiosidad al ver al misterioso visitante, terminando de despejarse cuando Minerva rebeló su naturaleza y plan. Escucharon atentos, obedeciendo a la petición de su señora por silencio, hasta que ambos terminaron de contar su misión.
        ―Será una ceremonia corta, para la que solo os pido vuestro silencio ―explicó ella―. Sé que muchos teméis en lo que me convertiré esa noche y no os culpo por ello. Por eso, sentíos libres de abandonar este trabajo antes de que renazca. No seréis perseguidos mientras guardéis el secreto, y me encargaré de que el pago por ello dure hasta el final de vuestros días. No habrá rencor toméis la decisión que toméis. 
        Minerva terminó su discurso y observó los rostros de sus amigos, aquellos con los que había compartido tanto pena y duelo como alegrías y consuelo. Veía dudas en sus expresiones, incluso algunos todavía se mostraban incrédulos. En un momento, los chismorreos brotaron de sus labios y se volcaron en Alonso, quien los recogió y anunció como portavoz:
       ―Mi señora, aquello que nos ofrecéis es inconcebible para nosotros. No podéis “comprar” nuestro silencio pues entonces no podríamos llamaros nuestra amiga. Sea cual sea la naturaleza del milagro que busquéis, la nobleza de su fin merece nuestro apoyo. 
        »La seguiremos allá donde vaya. 
Y así, una semana más tarde la señora de la casa y sus compañeros marcharon bajo el cielo sin luna, los árboles del bosque ocultándolos de las propias estrellas. Las velas de sus acompañantes iluminaban sus pasos, y Minerva repasaba mentalmente las lecciones del Guerrero. 
―“Los Dioses te sugerirán nombres, cualidades y dones. No obstante, es el deber del convertido elegir qué destino extraer de sus voces. Son ellos los que me mostraron mi senda como el Guerrero ―le explicó en su día―. Sin embargo, debes marchar con cuidado pues no todos los caminos son tan apacibles como los demás… 
Las velas titilaban con el viento invernal, pero la determinación de Minerva le hacía dar siempre el siguiente paso. Contaba con los consejos y el apoyo de sus compañeros, y su hija ya sabía de su plan. No había vuelta atrás.
Finalmente llegaron a un claro donde se abría un pequeño lago de aguas limpias. Siguiendo las instrucciones de su compañero, Minerva se descalzó y avanzó hacia su centro, su vestido oscuro ondulando sobre la superficie. 
        Tras ella, el Guerrero empezó su oración, su rostro solemne iluminado por las velas.
      ―Dioses que moráis al otro lado del cielo estrellado, que traéis sangre a los que lamentan su hambre y vida a los que anhelan salud. Conceded el abrazo de la oscuridad a esta mortal, pues sus propósitos y deseos son para ayudar a los suyos y no para subyugar a los justos ―con cada una de sus palabras, Minerva se adentraba más y más en el lago, el agua llegándole ya por la cintura―. Dadle sabiduría y fuerza, el don para alejar los males de aquellos que ama. Si ella es digna de vuestra bendición, coronadla como hija de la noche…
        »… y si cae en la tentación, maldecidla tomando su alma. 
        Y con aquella frase, su pie no tocó fondo. Se precipitó a la fría oscuridad como si de un abismo se tratara, sus ojos mostrándole una prisión de agua y sombras. Al abrir la boca, se sorprendió al comprobar que podía respirar. 
      El pánico inicial se calmó al recordar los consejos que le dio el Guerrero. Con recién reunido valor, dejó que el amor hacia su esposo y su hija la guiara mientras el murmullo a su alrededor se volvía más y más claro. Distinguió voces, una cacofonía de susurros en diversas lenguas. Comprendía algunas palabras: sangre, amor, luz, familia… muerte, muerte, muerte.
       Odio, el que sintió cuando los que se proclamaban salvadores la rechazaron. 
        Desesperación, por aquellas noches en vela buscando una cura a su hija.
        Rabia, por la injusta muerte del hombre que amó. 
      «No, ese no es el camino ―pensó negando con la cabeza, sus cabellos canos ondulando en las aguas―. Oscuridad y noche, os pido fuerzas para ayudar a mi hija, no para derramar sangre».
        ―Pero es de sangre de lo que te alimentarás, ¿qué importará si bebes de quienes merecen castigo.
      Minerva tragó saliva, intentando contener la calma. Era peor que en sus advertencias. Notaba como aquellas voces tiraban de ella, buscando su odio y pena. 
        ―Yo… ―murmuró―. No puedo dar una respuesta a eso. 
        ―No te corresponde hacerlo ahora ―dijo una voz.
        ―Cada uno define su justicia, pero no siempre es la más justa ―dijo otra.
        ―Vemos injusticia en tu pasado, y también en tu presente.
        ―¡Nos conmueve, nos conmueve!
        ―Renace, hija. Recupera el amor perdido.
        ―¡Amor y pérdida!
        ―Renace, para escoger el camino del odio. 
        ―¡Muerte y justicia! ¡La Luz Sacra ciega a sus seguidores!
       ―Camina de nuevo junto a los que amas. Acaba con aquellos que escupieron en tus lágrimas… ¿O acaso cederás al perdón tras tanto dolor? 
        ―¡Que paguen por su odio! ¡Que lloren su injusticia!
        ―Renace, hija sin nombre, pues se te ha concedido el Milagro Oscuro que tanto ansiabas.
      Con cada voz, el agua a su alrededor se turbaba, sacudiéndola como una hoja a merced de un huracán. La presión creció, obligándola a soltar una bocanada de aire que no sabía que aún retenía, escapando en burbujas ante sus ojos. Cerraba y abría los ojos solo para reencontrarse con la misma oscuridad que la arrastraba, tirando tanto de su odio como de la pena por lo perdido.
        Y entonces, todo se volvió rojo. 
     Su rostro atravesó el lago y tomó aire aun cuando este era frío como el hielo. Sus pies se arrastraron por el fangoso fondo, las aguas calientes que ahora eran rojas.
Miró sorprendida a su alrededor, ya a medio camino hacia la orilla. Tomó agua entre sus manos y la encontró ligera, el rojo tornándose transparente con su caída. Alzó la mirada para encontrarse con las reverencias de sus amigos y salvador.
        ―Bienvenida a la noche ―dijo el Guerrero―. ¿Cuál será su nuevo nombre?
        El rojo goteaba de su rostro cuando contestó:
        ―No lo sé. Solo quiero salvar a mi hija.

✽ ✽ ✽

Amanecía cuando Minerva acudía a la habitación de Aurora. Los sirvientes le hicieron paso, todos reunidos a los lados del pasillo mientras la señora caminaba entre ellos agradecida por sus miradas de ánimo. Tras ella caminaba el Guerrero, que en las últimas semanas se había ganado el respeto de sus convivientes. 
        Eran muchos los que le habían preguntado por su naturaleza, movidos por inocente curiosidad y él había contestado con paciencia sus dudas. También interrogaron a Minerva a su regreso, preguntando si notaba alguna diferencia respecto a su pasado como humana. Sin embargo, ella contestaba que estaba demasiado centrada en su objetivo para percatarse de ello. Hasta ahora, solo se había dado cuenta de que su cabello, otora entrecano, se había decantado finalmente por un hermoso blanco níveo. 
        Sus pasos seguían siendo los mismos, incluso su fuerza parecía ser la de antaño, pero notaba un poder en su interior que no había confesado a sus amigos por verse incapaz de definirlo. Animándose con aquel don, llamó y abrió la puerta para descubrir a su hija en cama.
Aurora abrió los ojos y sus nanas se acercaron para girarla hacia su madre. Minerva se arrodilló junto a su cama, tomando sus manos aun cuando sabía que no notaría su contacto con ellas. 
―Hija, ha llegado el momento que hablamos ―dijo, cerrando sus dedos sobre los suyos. Su piel todavía encerraba la calidez de la vida―. ¿Aceptarás esta cura que te traigo, aun cuando no podrás correr bajo el sol o vivir una vida humana?
Aurora parpadeó. Dos lágrimas se escaparon de sus ojos cuando pronunció el sí que su madre tanto esperaba.
El Guerrero le tendió el cuchillo y Minerva rasgó su muñeca. No sintió dolor y la sangre corrió fría sobre su piel. Aurora abrió la boca y unas gotas cayeron en su garganta. Tragó con dificultad y cerró los ojos.
Esperaron. Unos sirvientes corrieron las cortinas y encendieron las lámparas, huyendo de la luz que anunciaba el nuevo día. Los andares de Minerva fueron lo único que resonaba en aquella sala mientras todos esperaban. Sus corazones latían al unísono y Minerva se sorprendió de que el suyo aún pudiera hacerlo. 
Entonces Aurora abrió los ojos… y sus manos. Lentamente, se giró hacia su madre y esta vio sus iris, el aro dorado convertido en un círculo escarlata. Minerva sonrió y las lágrimas brotaron cuando Aurora se incorporó por sí misma, comprobando que sus piernas volvían a moverse a su voluntad. 
Miró a los sirvientes que sollozaban a su alrededor, al regio alivio que se veía en el rostro del Guerrero y finalmente a su madre, que la esperaba arrodillada sin poder contener la emoción.
―Mamá, ha funcionado. 
Se lanzó hacia ella, abrazándola, y Minerva la levantó entre sus brazos para girar con ambas llorando de felicidad. Sus amigos las alabaron, felicitando a la familia mientras ellas reían dando vueltas.
Fue un momento hermoso, que duró hasta que el dolor alcanzó a Aurora y su risa se rompió en un aullido de agonía. 

                



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