jueves, 27 de octubre de 2022

La Fundadora: Primer Acto

 El Milagro Blanco


Minerva Ericenea contemplaba la nieve a través de la ventana de su estudio particular. El gramófono acompañaba la lenta caída de los copos con una melodía de compás tranquilo, que invitaría al estudio de los numerosos libros que la rodeaban si no estuviera ya abrazada por su compañero de vida. La música hacía que sus cuerpos se mecieran lentamente, casi de forma inconsciente, en aquel sereno vals.

Parpadeó y sus ojos dejaron atrás los preciosos jardines para enfocar su reflejo, que le devolvió una sonrisa entre los brazos de su marido. Tanto sus oscuros cabellos como los suyos más castaños comenzaban a salpicarse de gris, la senectud recordándoles la vida que habían compartido juntos. Una historia pacífica, donde los caminos escogidos tal vez no fueron los más acertados. En ocasiones recordaba sus lecciones de lanza, las alabanzas de sus instructores, como recordatorio de que las guerras orientales podrían pedir su colaboración. No obstante, su edad se acercaba al medio siglo, y las batallas se sucedían sin llamar a sus soldados más vetustos. Aun así, había mantenido la costumbre de entrenar tanto por precaución como por nostálgico entretenimiento.

Como si hubiera leído sus preocupaciones, los brazos de su amado se cerraron más sobre ella, su calidez alejando el frío que se colaba a través del cristal. Tras un beso en la mejilla, sus ojos castaños la miraron sobre el vidrio, con tanto amor como en el día de su boda.

―Míranos, mi amor. El uno en compañía del otro, y tal vez el siguiente invierno no estemos solos.

La sonrisa de Minerva se apagó, y él deshizo su abrazo con preocupación.

―Erédeo, mi vida. Empiezo a dudar si nuestras esperanzas e ilusiones nos hacen bien alguno. Tal vez sea momento de asumir que nuestro amor solo puede ser compartido entre nosotros dos.

Él bajó la mirada y ella hizo lo mismo. Había sido una vida de paz y tranquila felicidad, pero sus deseos de concebir comenzaron a marchitarse tras años de intentos y dolor por las abruptas pérdidas. Las canas y arrugas en sus hoyuelos indicaban que pronto se quedarían sin oportunidades.

―Estoy cansada de fallar, mi amor ―siguió ella, meciéndose para recuperar los pasos de su discreto baile―. Cada año es un recordatorio de aquellos frutos que nos dejaron antes de conocerlos, de las noches en vela cuestionándonos el por qué. Nuestra vida ha sido y seguirá siendo plena a pesar de no compartirla con hijos.

―Lo sé, lo sé y no me arrepiento de haber pasado estos maravillosos años contigo ―dijo él, volviendo a abrazarla con fuerza―. Es solo que, al ser un deseo que ambos compartíamos, me hubiera gustado verlo entre nuestras manos.

Minerva sonrió, reconfortada por su abrazo, pero su mueca ya estaba marcada por el cansancio. Cada ensueño que compartían solo servía para volver a hundir sus esperanzas, socavadas por la cruel realidad. En ocasiones soñaba con la alegría de tener a un pequeño y despertaba recordando su sangre, lo único que quedaba de ellos.  

Erédeo volvió a besarla, aliviando sus pesares. Ah, siempre sabía cuándo dar el gesto adecuado, cuándo consolar sus aflicciones. En ocasiones, se había preguntado si su oportunismo se debería al conocimiento que otorgaba la convivencia o por algún don o bendición.

Como leyendo sus pensamientos, su amado planteó:

―Tal vez… podríamos pedirle ayuda a mi Fe.

Ella frunció el ceño y finalmente se apartó, no lo suficiente para alejarse de su abrazo si no para mirarlo a los ojos.

―¿A la Iglesia Sacra? ¿La misma que nos impide acoger bajo nuestro apellido a los huérfanos que buscan hogar?

―Sabes que son las leyes las que impiden que los nobles sin descendencia de sangre adopten.

―Y esas leyes están basadas en los dogmas de vuestra Iglesia ―suspiró―. Es su ideal el que está inspirando las interminables guerras al este, te recuerdo.

―Tienes razón, tienes razón ―admitió él, imitando su suspiro―. Los dioses de las tierras que te vieron nacer son más tranquilos, lo que me hace preguntarme por qué vuestro gobierno no basa más su constitución en su credo.

―Las enseñanzas de lanza y espada vienen bien a todo el mundo ―contestó ella― aunque nuestros dioses siempre busquen la paz. De todos modos, consideramos que la fe y la razón son asuntos que no deben mezclarse.

―¿Pero qué razón podemos esperar en una tierra donde existen milagros?

Ah, allí estaba aquella emotiva mirada, vibrante a pesar de los años. El halo dorado que rodeaba las pupilas de su amado lo marcaba como hijo de las tierras de Sacratea. Ella carecía de aquel brillo áureo en la mirada pues procedía de Corentia, un pequeño reino vecino que no seguía las enseñanzas de la Iglesia Sacra.

Por amor, había decidido hacer de Sacratea su hogar, teniendo que acostumbrarse a convivir con las costumbres de sus feligreses. El gobierno era una teocracia, de enseñanzas tan bondadosas como las de su tierra que, sin embargo, su gente siempre conseguía tergiversar a su favor.

No exigían saber luchar a todos sus nobles como en Corentia, pero uno de los esposos debía prepararse por si era llamado a la guerra. Las cruzada de Sacratea en las fronteras del este era prueba de su doble cara. La Iglesia Sacra se excusaba en la maldad de aquellos que combatían, llamados demonios y seguidores de dioses oscuros. Las historias contaban que dichos feligreses dejaban atrás su humanidad consumidos por el encanto de la sangre, y que era deber de la Sacra Luz terminar con su blasfema existencia. No obstante, aquellos dogmas en boca de sacerdotes no eran más que rumores para los escépticos de tierras prósperas.

Minerva escuchaba con desconfianza aquellas excusas, pues conocía la sombra de la Teocracia. La Fe Sacra pedía bondad mientras mataba en guerras, y sus nobles más devotos miraban a Minerva con desprecio al no hallar el halo en sus ojos. En eventos, los chismorreos volaban entre pasos de baile y notas musicales, la mayoría de encuentros disfrazados de falsa cortesía. Realmente, solo veía sincero aprecio en su marido y algún amigo, pues incluso apreciaba la distancia con los empleados de su hogar. La trataban con reverencia, pero su respeto venía del que profesaban a su marido tras generaciones de amistad con su apellido.

Terminó negando con la cabeza, sin necesidad de expresar una vez más sus razones.

―Ya sabes lo que opino de vuestra forma de gobernar ―concluyó.

―Y también conoces mi opinión al respecto: estoy de acuerdo ―suspiró él―. Las elecciones de la Iglesia pueden ser cuestionables… pero mi Fe en la bondad de la Luz y los Milagros que nos otorgan la siento buena. Es en esta Fe donde veo una última esperanza de ser tres en la familia.

Minerva sopesó su propuesta, sus pies moviéndose inconscientemente con la música. Pronto su marido le tendió la mano y ella le guio en un lento baile, su cabeza apoyada en sus hombros con cariño. Su tierra natal le concedía la libertad de elegir su credo, y ella decidió no rezar a ningún dios a pesar de las historias de Milagros y las verdades que había visto en ellas. Era una de las cosas que más le había fascinado a Erédeo de ella, su reticencia a ceder su completa devoción en algo superior, su precaución aun cuando la Fe desafiaba lo establecido.

―Podemos probar ―aceptó junto a las notas finales de la canción―. Un último año de esperanza en el que ambos pedimos ayuda a tu Luz.

―Maravilloso. Tendré que enseñarte a rezar entonces.

―Supongo. Pero recuerda, solo me permitiré desear resultados este año… ―su sonrisa creció, convirtiéndose en una risa―. De todos modos, tampoco íbamos a dejar de intentarlo, ¿no?

Él soltó una carcajada.

―Cierto, pero no incluyas eso en tus oraciones ―sus cuerpos se separaron, unidos solo por sus manos y dedos entrelazados―. Y si, a pesar de todo, seguimos siendo solo dos, recuerda que jamás cambiaré el amor que siento por ti.

Minerva sonrió, sabiendo que sus sentimientos estaban en armonía una vez más.

―Jamás lo he dudado.

 

 

Aun cuando no era la primera vez que visitaba la Catedral, Minerva sintió la necesidad de parpadear al entrar para su concertada visita. La luz de los altos candelabros y lámparas del techo era capaz de desafiar la que iluminaba el cielo, como recordatorio de que la esperanza siempre brillaba en los lugares de fe. En otro tiempo habría pensado que se trataba de simple simbolismo, pero ahora empezaba a tener sus dudas.

                Su marido la tomó del brazo, dejando que se apoyara en él. No estaba acostumbrado a ser el apoyo físico del otro, pues ella solía ostentar mayor fuerza, aunque agradecía sus cuidados en aquel momento tan crucial. Acarició su tripa instintivamente, ligeramente redondeada, pero pronto retiró su mano. Una tenue turbación cegó sus ensoñaciones, llevando a sus ojos a huir de la luz. No sería la primera vez que lograba concebir para despertar con sangre entre sus piernas.

                Erédeo hizo una reverencia de cortesía y ella lo imitó como pudo, aun cuando una mano le pidió detenerse.

                ―No es necesario, su gracia ―dijo, con un gesto―. No se fuerce al decoro en su situación.

                Parpadeó y por fin enfocó la vista. La doctora y dos hombres ante ella imitaron su saludo cortés, sus manos recogidas tras las largas túnicas de sacerdote. Los tres tenían los ojos castaños, con aquel tenue aro dorado que revelaba su origen de Sacratea. En ocasiones se preguntaba si aquellos peculiares iris les permitían ver mejor bajo aquel baño de luz dorada.

                Eran los mismos sacerdotes que la otra vez: el Sumo Sacerdote de aquella sede, su eminencia Tobías Immeres, de constitución vigorosa a pesar de su cabello encanecido; y Jakob, su ayudante más fiel, de apariencia más joven. Ambos tenían la misma mirada tranquila pero que Minerva sentía severa, pretendiendo una amabilidad que no sentían.

                «Cálmate ―pensó mientras Erédeo comenzaba a narrar su estado―. Están ayudando con esto, tus dudas son infundadas».

                Pero era extranjera y estaba acostumbrada a las sonrisas falsas.   

                Erédeo le cedió la palabra y ella comenzó a contar sus últimos problemas, agradeciendo con una mirada que él empezara la conversación. Describió su rutina de rezos, cuyo marido acompañó en las primeras ocasiones para darle unas lecciones sobre la doctrina y la forma de proceder, y luego siguió describiendo su estado y las afecciones que lo acompañaban. Tras un breve análisis de la doctora y concertando una cita con ella en su clínica, concretó:

                ―Es un embarazo de riesgo, tanto considerando su estado actual como su… historial en la materia ―la señora la miró a través de las gafas―. A pesar de su constitución fuerte, no debe hacer esfuerzos.

                Minerva desvió la mirada, algo abrumada. Quitando a su devoto amado, no solía escuchar cumplidos sobre su fortaleza a menudo. Al parecer, en Sacratea las mujeres no solían escoger el combate como meta personal.

                ―Dejé las lanzas antes de intentar concebir, doctora. Aunque se agradece el cumplido.

                ―Menos mal ―suspiró ella, relajando la expresión. Su mirada parecía más comprensiva que la de sus compañeros―. Parece todo en orden, pero hasta la cita del próximo día le recomiendo reposo y prepárese para seguirlo después.

                Minerva asintió, aunque su rostro dejó escapar un bufido que pronto deseó haber contenido. Años viviendo en Sacratea, siendo instruida en la cortesía noble y se había dejado llevar por el trato amable de aquella señora.

                Erédeo puso una mano en los hombros, llamando la atención del silencioso juicio de ambos sacerdotes.

                ―Es una lástima, porque le gustaba entrenar tanto como compartir lecturas conmigo. Agradezcamos a su Claridad que su fuerza no haya sido necesaria en la batalla.

                ―Agradezcamos ―sonrió el más joven―. Aunque su mano tal vez habría sido útil en estos nuevos tiempos.

                Minerva parpadeó y Tobías calló a su aprendiz con una severa mirada. Negó con la cabeza.

                ―Ruego disculpéis su comentario, mis señores. Últimamente hemos estado algo tensos por las noticias que nos llegan de los ejércitos del este. No bastamos en la Catedral y el Monasterio hermandado para rezar por su victoria.

                ―¿Ha habido movimiento de las tropas enemigas? ―tanteó Erédeo.

                Minerva agradeció silenciosamente la curiosidad de su acompañante, pues ella no se habría atrevido a preguntar a pesar de desear información sobre aquel asunto. El sacerdote guardó silencio unos instantes, reordenando sus pensamientos e incluso desterrando su severidad con algo que bien podría ser sincera pena.

                ―Tampoco creo que puedan considerárseles tropas, mi señor ―negó Tobías de nuevo―. Aquellos que se alían con los dioses oscuros deben ceder a sus deseos, y no solo por los blasfemos contratos que entrelazan sus destinos. Las horas de sueño de nuestras tropas se convierten en vigilias por temor a ser atacados bajo la luna. Después llega el alba, donde los humanos que los acompañan acosan nuestras filas.  No hay descanso en la guerra.

                Minerva escuchó atentamente, agradeciendo por una vez haber visitado aquel centro de luminosa extravagancia. Aun cuando había escuchado historias, leído libros y noticias sobre aquel tema, la información sobre los “hijos de la noche” era algo que no solía aparecer en conversaciones nobles o fuera de los centros de rezo. Era tabú hablar de aquellas criaturas malditas, opuestas a lo que el credo de Sacratea y las consignas de su Iglesia defendían.

                Los hijos de la noche tenían otros nombres, siendo el de “vampiro” el más vulgar y corriente para denominarlos. El Sol los exorcizaba de la existencia, pero la noche compensaba toda la vida que el día les arrebataba: con velocidad y fuerza aumentadas, un solo vampiro podía abatir a varios guerreros humanos por sí mismo y sanar sus heridas después. Los rumores decían que vivían cientos de años, con poderes que ponían en duda el potencial de las bendiciones de la Iglesia Sacra.

                En el coche de caballos, camino de vuelta a la mansión, Minerva dejó que Erédeo se apoyara en su hombro mientras pensaba en las historias que narró el sacerdote. A pesar de que escogió la lanza como destino, agradecía haber podido dedicar su vida a entrenar por placer y no para marchar a batalla. Ahora, con un bebé esperando a nacer, era poco probable que la llamaran para su deber, pero las noticias sobre el conflicto seguían inquietándola.

                Las muertes se sucedían en la frontera ante aquellas oscuras criaturas. ¿De verdad era su fuerza como la describían las historias? De ser así, ¿bastarían los milagros para vencer a enemigos tan temibles?

                En silenciosa confidencia, se preguntó también si realmente serían merecedores de aquella cruzada. No le sorprendería que la cegadora claridad de Sacratea considerara impío todo lo que impidiera el desarrollo de sus ambiciones.

                Al final, la tranquila luz del ocaso, más tenue y amable que el ostentoso resplandor de la Catedral, la invitó a dormirse apoyando su cabeza en la de su marido.

 

 

Erédeo se dejó caer al sofá, su mano buscando la de su esposa en consuelo. Alonso alzó su mirada cansada de la misiva, preguntando una vez más a sus señores si debía continuar leyendo. Estos volvieron a asentir con amarga insistencia y el vetusto mayordomo volvió a leer la carta. Una y otra vez, las letras dolieron en los rostros de los presentes, sus sílabas lacerando como crueles cuchillas.

Algunos criados y mayordomos se acercaron al marco de la puerta a escuchar aquella misiva, las manos de parte de ellos ocultando la sorpresa en sus bocas. No era la primera vez que veían a los amos de la mansión con aquella expresión, donde un funesto asombro congelaba las lágrimas en su rostro, sus cabezas intentando negar la realidad. Los intentos de concebir habían traído el sentimiento del luto a su hogar. La compasión y la pena se extendía entre los empleados y señores que con tanta amabilidad compartían el día a día.

Los ojos de la pareja se encontraron y se perdieron a través de las lágrimas, incapaces de contenerlas por más tiempo. Se abrazaron y fundieron en un consuelo solo interrumpido por sus sollozos y los de sus sirvientes, quienes abandonaron la sala a petición del lector para dar intimidad a sus amos.

Pasaron unos dolorosos segundos que se convirtieron en temblorosos minutos, hasta que por fin reunieron fuerzas para separarse.

―Hay esperanza ―logró decir ella, hipando por el lloro―. Nunca has combatido, no pueden designarte a primera línea.

―Minerva…

―Estás mayor y eres inexperto ―siguió ella―. Igual con suerte te ponen en la logística. Es lo que se te da bien. Serás el que mejor lleva las cuentas del ejército.

―Mi amor…

―Si quieren una lanza entonces debería ir yo. ¡Maldita sea, deberían llevarme a mí! ¡Fui entrenada toda una vida para esto, me he preparado por si algún día me tocaba partir! Entonces por qué… Por qué…

Miró la carta, dejada en la mesita. Aquellas traicioneras letras lamentaban el avance de las blasfemas criaturas nocturnas y pedían la marcha de los nobles para defender su patria, para cumplir su deber. Sin embargo, aquel texto compartido por el resto de peticiones del país finalizaba con una orden expresamente dirigida al logista Erédeo y no a la lancera Minerva, pues decían ser conscientes del estado de la señora.

«Así que esta es la forma que tiene tu Diosa de cobrar un milagro, amado mío ―pensó Minerva, acariciando el pesaroso rostro de Éredeo―. Concediéndonos el don de dar luz a una nueva vida a cambio de nuestro lazo, lo más preciado que tenemos».

Él puso su mano sobre la suya, llevándola después a su vientre. El bebé ya empezaba a dar sus primeras patadas, como si estuviera ansioso por nacer. Su padre no podría darle la bienvenida al mundo.  

                ―Tienes razón ―logró decir él, con voz nerviosa―, aun no debo perder la esperanza, no cuando hemos logrado mantenerla durante todo este tiempo. Marcharé y regresaré para conocer al milagro que creamos juntos. Cumpliré mi deber y protegeré la Luz que nos ha bendecido para lograr nuestro deseo… Aunque solo espero que pueda hacerlo tras los ábacos, como tú dices.

                Minerva sonrió, dejando escapar una risa nerviosa, y él apoyó su frente contra la suya en un gesto de cariño. Sus labios repitieron palabras de consuelo que poco a poco se difuminaron en la mente de la señora, como la nieve se había derretido en los jardines meses atrás.

                Su servicio llegaría a su fin con las primeras nevadas del nuevo invierno. No era mucho tiempo, y ambos dudaban que volvieran a pedir su colaboración con su escasa instrucción. Erédeo tenía razón, ambos habían conservado la esperanza durante décadas, podían volver a hacerla florecer para su reencuentro, para el nacimiento de una nueva etapa en su familia.

                ―… Me acordaré de vosotros en todo momento, no lo dudes ―apartó su mano un segundo para buscar en el interior de su camisa, sacando el preciado guardapelo que siempre portaba consigo―. Y con esto te llevaré conmigo. Verte me dará fuerzas y me inspirará para…

                Minerva interrumpió su mantra con un beso y él lo agradeció, pues ya se estaba quedando sin palabras de ánimos. El recuerdo de ambos podía ser tanto inspirador como melancólico, y quería aprovechar el poco tiempo que les quedaba juntos antes de empezar a añorarse.  

                Erédeo no era el único que debía ser fuerte. Ella también aguardaría la dolorosa espera, soñando con el momento donde los tres se reunieran como familia.

 

 

Las llamas bailaban en su escenario de leña seca, protegidas y aseguradas en el teatro de piedra que formaba la chimenea. Sin embargo, su cálido y apacible espectáculo era ignorado por la dueña de la mansión, su atención perdida más allá del frío cristal de la ventana.

                La hermosa luna llena iluminaba el paisaje. La nieve caía sobre los jardines, con delicadeza y suavidad. Sin pausa, cubriendo todo de un gélido manto que se endurecería al amanecer. Las nevadas se habían retrasado aquel año, pero habían regresado con inesperada fuerza.

                Apoyó la mano libre en el cristal y su piel se pegó durante unos instantes a ella, el frío haciéndole olvidar la cálida danza a sus espaldas.

                Acostumbrada al sincero cariño de Erédeo, cualquier fuente de calor se le quedaba fría, una burda imitación que distaba del reconfortante amor que tanto tiempo compartieron.

                El crujido del papel le hizo recordar la carta que aun llevaba en sus manos, sus palabras en una disculpa generalizada que llegaría a cientos de hogares rotos.

                Aquel pésame vacío no le devolvería al amor de su vida, ni tampoco lo harían las lágrimas. Habría llorado si hubieran traído el cuerpo de su esposo, consolándose con poder despedirse una última vez, o incluso si hubiera vuelto en vida, con lágrimas de dicha. Pero aquellas letras lamentaban no haber podido rescatar siquiera los restos de su amado, consumido por los engendros a los que lo habían lanzado.

                Aun cuando aquellos monstruos le habían arrebatado su aliento, fueron humanos quienes lo empujaron a sus garras.

                ―Erédeo ha muerto traicionado por los suyos ―susurró a su reflejo en la ventana, los ojos vidriosos incapaces de derramar su pena ―. Cargaré con esta verdad toda la vida, mi odio solo templado por tu recuerdo, amado mío…

                Un movimiento interrumpió sus palabras, como protestando por ellas. Un llanto que le recordó que el deseo por el que ambos lucharon.

                Se apartó del cristal, internándose de nuevo en el falso calor de la habitación. Iluminado por las naranjas llamas de la chimenea, un bebé alzaba los brazos protestando por haberse despertado. Sus pequeñas manitas buscaron a su madre y Minerva sonrió dejando escapar las dos últimas lágrimas que osó concederse.

Fue un parto difícil, donde el miedo le hizo temer que su dolor careciera de propósito. Lo temió solitario, con su amado lejos y sus sirvientes distantes. Sin embargo, para su sorpresa pronto vio que aquellos que creía recelosos se volcaron en ayudarla. Llamaron a los doctores pertinentes mientras le rogaban calma, y en unas horas se encontró con un bebé en sus brazos. Los meses entre la partida de Erédeo y la misiva que anunció su mente fueron duros, pero aquellos ojos que juraron lealtad a su casa habían perdido la dureza con la que Minerva siempre creyó ser observada.

Las barreras de sus prejuicios habían sufrido su último golpe.  Había familiaridad e incluso amistad en sus palabras, ahora se daba cuenta, pero también pena y compasión al verla. Aunque le incomodaba ser objeto de su lástima, no tardó en verlo como una muestra más de su aprecio, el apoyo que tanto necesitaba en aquellos tiempos.

Tomó al bebé entre sus brazos, el último recuerdo que quedaba de su amor, y lo acunó con delicadeza hasta que se quedó dormido.


 


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jueves, 20 de octubre de 2022

Saga de la Noche Pálida: Primer Capítulo: La Fundadora

Sobre la Asamblea que se convocó aquella noche...



Había transcurrido tanto tiempo desde la anterior reunión que la Fundadora no pudo evitar que su mirada se llenara con nostálgica calidez. La sala estaba prácticamente llena de camaradas, muchos de ellos ya amigos, que esperaban al resto de asistentes desde sus asientos o deambulando por la habitación para estirar las piernas.
        El Guerrero era uno de aquellos que permanecían de pie pero sin moverse, en posición de guardia tras su silla. Se trataba de su más fiel consejero y protector, al que debía y agradecía todo lo que habían conseguido hasta ahora. De piel oscura y rostro inescrutable, casi parecía la estatua de un caballero aguardando junto a su protegida, en guardia ante cualquier amenaza.
        Completamente distinto era el Científico, sentado a su otro lado como segundo consejero. De piel clara y desordenado cabello azabache, parecía incapaz de permanecer estático como el Guerrero. Sus delgados dedos garabateaban nerviosos, y de vez en cuando algunas de sus notas cruzaban la mesa convertidas en aviones de papel, buscando una segunda opinión a sus teorías. Cuánto le debía a aquellas ideas…
        Su ayudante parecía casi tan nervioso como él, aunque por motivos diferentes. A pesar de actuar como aprendiz del Científico, el Mendigo pidió mantener su humilde pasado como título, de ahí la inquietud que siempre mostraba al visitar aquella lujosa mansión. Vestía con ropas limpias aunque de aspecto viejo, y tanto su escasa barba como cabellos, de un rubio ceniciento, lucían desaliñados.
        En una de sus vueltas alrededor de la mesa, la Ladrona detuvo sus despreocupados andares para detenerse tras el Mendigo. Este se tensó mientras ella recogía parte de los folios para repartirlos a sus destinos. Cuando la conoció, la Fundadora pensó que no era más que una imprudente ladronzuela, pero los entrenamientos con el Guerrero demostraron que había cabeza en sus enérgicos movimientos. No eran pocas las ocasiones en las que había descansado viéndolos entrenar bajo el sol, dichosos ellos que podían hacerlo.
        En su carrera revolvió la cuidada melena de la Cantante, quien se había unido a le Artista para distraer al cohibido Sacerdote. Ambas personas de arte acudían siempre en sus mejores galas a las asambleas, aun cuando el entretenimiento no fuera su objetivo. Resultaba extraño que siempre rodearan a aquel hombre de fe, pero este parecía disfrutar de su compañía. El amor a las bellas artes, en sus distintas formas, y los lazos que arrastraban del pasado, unían a aquel variopinto grupo.
        La Ladrona se detuvo tras la Erudita y su amada, la Custodia, quien durante un tiempo fue la última en unirse a aquellas reuniones. Ambas estudiosas interrumpieron sus discretas carantoñas para examinar atentamente las notas entregadas. Cuando leían juntas, parecían convertirse en un único ser de dos cabezas, con los dos pares de ojos acariciando las letras en un preciso compás. Una punzada de agridulces recuerdos obligaron a la Fundadora a desviar la mirada, descubriendo el siguiente objetivo de la Ladrona.
        Le Artesane terminaba de abrir uno de los aviones de papel cuando recibió la nueva entrega a mano. Tras dejarla a un lado, la examinó a través de sus lentes de aumento mientras sus precisas manos volvían a una de sus creaciones, manipulando engranajes sin necesidad de verlos. En su parte de la mesa había dispersado tornillos y diversas herramientas, e incluso llevaba un destornillador ligero sobre la oreja, perdido entre sus densos rizos castaños.
        A su lado, la Ama de llaves desaprobaba silenciosamente aquel pequeño caos. No obstante, jamás expresaba sus quejas en alto, pues comprendía que le prodigio trabajaba mejor en su propio sentido del orden. Parte de su silencio se compraba con su propia tardanza. A pesar de cumplir sus deberes con calculada eficiencia y disciplina, la solemne señora solía ser de las últimas en llegar a las reuniones. En aquellos tiempos, los infortunios y consecuentes tardanzas eran inevitables incluso para los más diligentes.
        Estaban en guerra. Una guerra santa que enfrentaba Luz y Oscuridad, oro y sangre, perseguidores y justos. Diversas vidas y lazos, talentos y resentimientos, habían reunido a los miembros de aquella asamblea una vez más. Los asientos vacíos volvían a estar ocupados por nuevos seguidores a la causa, y ya solo una última silla permanecía a la espera de la última adición a su ejército.
        Y, como si la hubiera atraído con su mente, las puertas se abrieron.
        ―¡Lamento la espera! ¡Jullie me estaba enseñando la mansión!
     La morena joven se sentó junto al Ama de Llaves, quien la juzgó de forma completamente indiscreta antes de volver la vista hacia la Fundadora.
        Los miembros de la Asamblea habían dejado sus distracciones y tareas de lado, esperando que su líder iniciara la reunión. Mientras ordenaba mentalmente sus palabras, la Fundadora dedicó una mirada a la oscuridad tras las ventanas.
       Era una noche espléndida de invierno, no podía ser de otra forma. Los copos caían delicados sobre el marco de la ventana y los jardines estaban salpicados de hielo y acebo. En verano, aquel paraje se perfumaba con el galán de noche y las flores crepusculares se abrían naranjas entre el oscuro verdor de la vegetación. Había cuidado aquel paisaje a conciencia para que se conservara con los años, idéntico al de tiempos pasados. Así, jamás olvidaría la razón para luchar que arrastraba de estos, aquella que era tanto su mayor orgullo como desgracia.
      Sin permitirse un compasivo suspiro, la Fundadora irguió la espalda con la firme postura de sus años como lancera. Tras dar la bienvenida y agradecer la reunión del Círculo Selénico, comenzó el informe sobre los últimos eventos de la Guerra Santa.


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miércoles, 5 de octubre de 2022

La Profecía del Mal: Capítulo 4

 Leyes Sagradas


Los efectos de la maldición sobre la inconsciencia son horribles. No puedo dormir ni soñar. Desmayarme es lo más parecido a cerrar los ojos y abrirlos en otro tiempo. Mi cuerpo se mantiene estable. Mi mente, no tanto. Aun cuando mis pensamientos se difuminan, sigo sabiendo que estoy paralizado, consciente de mi inconsciencia, completamente solo.

¿Cuánto tiempo ha sido? ¿Cuánto llevo a solas?

¿Realmente lo estoy?

La oscuridad se tragó aquella silueta difusa, sus grises fundiéndose en el eterno negro. Su propia y ajena voz murmuró algo, pero sus palabras se perdieron. Solo comprendió un lejano eco de desesperada impaciencia. 

Aquella urgencia se perdió entre el torrente de recuerdos sobre el que flotaba, sin fuente de luz ni sentido de la orientación. No abrió los ojos, pues sabía que al otro lado le esperaba el conocido vacío. Mientras tanto, su mente la entretenía rememorando vivencias y traumas. Pisó el pegajoso rojo sobre la madera del tren, procedente de los cadáveres de su escolta, y lo tocó al comprobar la herida de Blake. Recordó sus ojos del color del bosque, el mismo que ocultaba a los asesinos de los desdichados guardias. Sus cuerpos se consumieron con las llamas naranja de Ángela, bajo las que también ardieron los monstruos enfermos. Podía oler aquel hedor putrefacto consumiéndose entre el fuego, y el rumor de Blumy temblando en su regazo. Cuando buscó su pelaje azul, encontró a sus propios ojos devolviéndole la mirada en el espejo. Eran del color del hielo, siempre lo habían sido.

Pero aquella mueca cruel no era su sonrisa.

Abrió los párpados y descubrió que no había oscuridad tras ellos, que su cuerpo flotaba también en la realidad. Parpadeó varias veces, acostumbrándose a lo irreal filtrándose a la vigilia. El agua era un velo borroso y tardó en distinguir elementos a su alrededor. Figuras ataviadas de blanco paseaban por una estancia también blanca. Algunos focos parpadearon, obligándola a entrecerrar los ojos. Encontró dos personas de inusual negro entre la pulcritud del lugar.

Una de ellas era la única que no la miraba. Se trataba de un borrón negro con una chispa lila en la cabeza, como algún tipo de flor mustia. La otra sombra se había juntado con dos borrones grisáceos. Su boca tragó agua al reconocer el familiar castaño y miel del cabello de sus amigos. Aquellos colores la despertaron finalmente, y extendió una débil mano hacia ellos.

Un muro se lo impidió. Tardó un par de toques más hasta que su mente, cansada, comprendió que estaban separados. Fue entonces cuando bajó la mirada lentamente hacia su mano, descubriendo que no era como la recordaba.

Sus dedos estaban unidos por una fina y translúcida membrana.

Se asustó y retiró el brazo de cristal. Tardó unos confusos segundos en apreciar que, a pesar de flotar en el agua, no le “faltaba el aire”. El corazón le dio un vuelco. Por una vez, deseó estar en una de sus eternas pesadillas, pero la claridad negaba cualquier intento de autoengaño. Aquella era la luminosa realidad.

Por fin, reunió el valor necesario para volver a mirar sus nuevas y temblorosas manos. La membrana era fina, de piel y sin irrigación sanguínea, como si su pellejo se hubiera extendido entre sus dedos. Bajo ellas, sus pies descalzos habían cambiado a una forma similar, pataleando por inercia.

Aturdida, comprobó que las paredes a su alrededor la contenían en una especie de tubo. Algunas formas distorsionadas se acercaron al cristal, y Claire se apartó por instinto.

Al revolverse, un tirón en el pecho le reveló la existencia de los cables. Uno nacía de un parche sobre su corazón y atravesaba su camisa, la misma de ayer, conectándola a lo alto del tubo. De su cabeza nacían otros dos que se posaban sobre sus sienes y se unían con el anterior. Finalmente, uno en su brazo atravesaba su piel: una vía. Al entrecerrar los ojos descubrió que más cables la esperaban más allá del tubo, conectados a extrañas máquinas que supuso monitoreaban sus vitales.

Al buscar otros cables, encontró algo todavía más extraño. Los laterales de su cuello estaban seccionados por amplios surcos, dos a cada lado, que se movían al compás de su respiración. El contacto con aquellos cortes le dio arcadas y retiró la mano rápidamente.

Su pecho temblaba a causa de sus latidos y sabía que, de no ser por el agua, estaría hiperventilando. Miró a su alrededor mientras aquellas sombras desconocidas se reunían sin dejar de observarla. Aunque oía sus murmullos de todas partes, no lograba comprender palabra. Entre la marea blanca había perdido de vista a sus amigos y cerró los ojos deseando la conocida y amarga oscuridad de sus pesadillas.

Y entonces sonó la alarma. El agua comenzó a descender arrastrándola al fondo del tubo. Sus pies se apoyaron temblorosos en el suelo y cayeron junto a su cuerpo cuando su nariz dejó de inspirar agua. El cristal se levantó y los murmullos se volvieron ensordecedores.

Su tos ahogó todo intento de comprender sus palabras. Las franjas de su cuello se contrajeron como una soga, bloqueando la salida del agua y la entrada de aire. Su cuerpo se encogió sobre si mismo y se dejó caer al suelo. El rostro y el pecho empezó a dolerle por toser con tanta fuerza, y en el fondo de su mente se preguntó por qué ahora que tenía aire era incapaz de respirar.

Entre el ahogamiento apenas notó a aquellas manos desconocidas sobre su espalda, cuyo contacto repelió inconscientemente mientras se revolvía. En algún momento, estas agarraron sus brazos con firmeza, y poco a poco logró notar la calidez que emanaban al tocar su espalda. El agua por fin subió por su garganta y manó de sus labios, despacio, casi con gentileza, hasta una última arcada.

La presión de su cuello por fin desapareció. Claire tomó una bocanada de aire antes de dejarse caer, agotada y acogida entre extraños. Tardó unos largos segundos en recuperar del todo el aliento, pero logró entreabrir los ojos buscando a sus amigos. Dos personas, una de blanco y otra de negro, impedían el paso a Blake y Ángela. La de pelo violáceo se acercó, aunque por su gesto no parecía mirarla. 

Las manos la ayudaron a incorporarse con medida delicadeza, y notó una toalla cubriendo sus hombros. Empezaron a quitarle los cables con tironcitos que se perdieron entre una extraña sensación de calor, más intenso que la Sanación de Blake, y su ropa empezó a secarse sin quemar su piel.

Claire se dejó ayudar, pues no creía tener fuerzas ni para ponerse en pie. Su respuesta más efusiva ocurrió cuando alguien intentó examinar las franjas de su cuello y se revolvió inconscientemente.

―¡Claire!

Alzó la cabeza buscando a Blake y lo encontró forcejeando con quienes lo retenían. Sus miradas se cruzaron y, de un último tirón, logró escapar para abrazarla ante la sorpresa de quienes los rodeaban.

La abrazó sin importarle que todavía estuviera empapada, o que sus manos y cuello no fueran los que recordaba. La estrujó entre sus brazos como siempre había hecho y Claire, conmovida, se aferró a él con sus nuevos dedos. Entre su pelo vio como las otras dos personas cedían y también dejaban marchar a Ángela a su encuentro.

Ángela sollozó y Blake tembló sin llegar a llorar, uniendo las espaldas de ambas con desesperado afecto. Claire quiso corresponder a sus palabras de ánimo y consuelo, pero no logró encontrar su voz. Decidió apoyarse en ellos y cerrar los párpados, acogida entre su cariño. Fue un largo abrazo y, sin embargo, se sintió tan corto que al separarse sus manos quisieron recuperar el contacto.

El equipo que la había tratado guardaba las distancias y Claire agradeció su consideración. Las otras tres personas, las dos que retuvieron a sus amigos y el de pelo violáceo, se acercaron a los jóvenes y esperaron a que estos se pusieran en pie. Al intentarlo, las piernas de Claire fallaron y Ángela y Blake le hicieron de apoyo.

―Ve con calma ―le pidió Blake, apoyando su frente en la suya. Aprovechó la cercanía para bajar la voz―. Ángela me lo ha contado todo. Nos llevaste hasta la orilla tú sola.

Claire parpadeó, sorprendiéndose de reconocer que era cierto. Quiso hablar, pero de su garganta salió aire sin sonido alguno.

―Ángela se desmayó al poco y yo solo tuve unos instantes de lucidez. Ni siquiera sé cómo le apliqué Sanación… Así que, si seguimos vivos, es gracias a ti.

―Nos has salvado ―se unió Ángela, rodeando su brazo con los suyos. El gesto le costó y Claire advirtió la venda bajo sus ropas, cubriendo el hombro del flechazo―. Gracias, Claire.

«No es cierto ―pensó, pues su boca solo logró emitir un quejido―. Os estaba arrastrando a una muerte peor. De no haber sido por aquella persona, no estaríamos aquí».

Si su salvador no hubiera eliminado a sus enemigos… Ni siquiera quedarían pedazos reconocibles de ellos. Intentó forzar su memoria, recordar algo en su rostro, y solo encontró la fugaz imagen de sus hojas atravesando la carne. Aun sin la capucha, sus rasgos se nublaban entre la lluvia y su agotamiento. Solo distinguió su cabello, corto y negro…

Como el de la persona ante ella. Era del mismo color que su atuendo, compuesto por camisa, pantalón y chaqueta. Sobre su corazón, bordado en hilo plateado, estaba la estrella símbolo del Consejo.

«Así que logramos llegar después de todo…»

Sus labios se movieron, intentando pronunciar aquellas palabras que no llegaron a atravesar su mente. Aquellos ojos castaños le dedicaron una mirada comprensiva:

―No puedes hablar todavía, ¿verdad?

Claire parpadeó, sorprendida de que tuviera razón. Intentó formular las preguntas que turbaban su mente: “¿De verdad no puedo hablar?” “¿Visteis a alguien con dos espadas? Tendría más o menos tu altura”. Todas las cuestiones murieron en su garganta, convirtiéndose en un silencioso suspiro. Rendida, asintió y aquel individuo se giró hacia sus camaradas.

―Merody, ¿cuánto tiempo tardará en hablar?

La mujer, pues Claire reconoció su nombre como femenino, se acercó al grupo. Era la que llevaba la bata blanca, bajo la que vestía una camisa y pantalón idénticos a los de sus acompañantes.

―No debería tardar más que unas horas ―aventuró ella, encogiéndose de hombros―. Me gustaría dar un tiempo exacto, pero es la primerísima vez que veo a una nayhade permanecer tantos años sin abrir las branquias. Tú mismo lo has visto, Andrew, ¡estaban cerradas con piel y todo!

―Es raro, lo admito ―el de pelo negro se giró hacia Blake y Ángela―. ¿Sabíais algo de esto? ―ambos negaron, y sus ojos se entrecerraron―. Y sus tutores…

―¡Tampoco lo sabían! ―exclamó Blake. Claire notó un apretón en su brazo―. Nadie del pueblo lo sabía, ni siquiera la propia Claire.

Su interlocutor esperó su respuesta y Claire contuvo el aliento. Deseó devolver a aquella mirada algo más que un asentimiento que confirmara las palabras de Blake, pero sin voz no pudo ni preguntarle qué era un nayhade. Por suerte, el hombre pareció creerles y dio un largo suspiro. A pesar de la seriedad de su mirada, pareció aliviarse con su respuesta. Desde el tubo, le vio hablar con sus amigos. ¿Cuánto le habrían contado sobre su situación?

Se giró hacia Blake, quien le había cogido de la mano para curiosear la membrana entre sus dedos. Ángela apoyó la cabeza en su hombro. De pronto, recordó que había más gente en aquella sala, y un ligero rubor cubrió sus mejillas.

Unas manos enguantadas pidieron su mano y Blake la liberó para que Merody la examinara.

―No te preocupes por esta membranita ―le dijo, y después la miró a los ojos. Sus iris eran de un extraño lila―. Se caerá sola cuando te seques bien. Son cambios típicos en mestizos de nayhade.

Claire entrecerró los ojos. Otra vez aquella palabra. Aquella cara le dedicó una sonrisa cómplice y su propio rostro pasó a la sorpresa. Una tercera persona entró en escena, aquella cuyo cabello era de un violeta apagado.

―Una mestiza de nayhade viviendo en el centro de Sidera, en las llanuras donde solo humanos y elvan desean vivir. No estaba errado: Los registros de Erekea hablaban de esta chica, a pesar de que jamás mencionaron su naturaleza nayhade.

Su voz palidecía en comparación a la anterior, que canturreaba para sí mientras examinaba los dedos de Claire. Carente de musicalidad y emoción, expelía sus pensamientos sin entonación alguna.

La tal Merody se encogió de hombros, arrugando ligeramente la bata blanca.

―Entonces podemos asumir que sus branquias ya se cerraron por entonces ―convino―. Lo cual es tan extraño como irresponsable… Tal vez consecuencias de maltrato físico ―la consternación de Claire impactó sobre el gesto de Merody, con una pena fruto de la compasión―. Agradece a tu naturaleza mestiza, jovencita. De ser una nayhade completa, dudo que estuvieras aquí con nosotros.

―¿Tu equipo ha visto de qué más es mestiza? ―inquirió la voz inerte.

―No tenemos el análisis de sangre todavía, pero ángel no es. Carece de runas. Será nayhade y humana ―Merody se giró hacia ella, tan bruscamente que los bucles dorados de su melena brincaron―. Y, por su cara, diría que tiene muchas preguntas.

Aquel de extraño cabello centró por fin su mirada en ella y Claire descubrió que seguía sin verla. Sus pupilas habían sido consumidas por el opaco gris de sus iris, y tenía el gesto ausente de un invidente.

―Yo también las tengo, todas las que mi antecesora no llegó a pronunciar ―se cruzó de brazos y sus dedos, largos y pálidos, tamborilearon sobre su chaqueta negra―. Eres una hija sin familia, con el apellido implantado de un pueblo que no te vio nacer. Tu Talento revela que probablemente seas de ascendencia maga, sin embargo, nadie conoce tus progenitores, origen o edad… ¿salvo tú, tal vez?

Claire tragó saliva, incapaz de responder en más de un sentido. ¿A qué venía aquella pregunta? Notó como los dedos de Ángela se tensaban sobre su brazo, pero fue otra persona quien intercedió por ella.

―Esa dureza es innecesaria, Armiro ―espetó la primera voz, calmada y firme.

―No es dureza. Como diplomático que eres, Andrew, conocerás el valor de la honestidad y la razón de estas preguntas. Si no vas a cuestionarte la identidad y origen de esta joven, préstame la jefatura de tu Departamento durante la conversación.

―Ni en broma ―bufó el de pelo negro―. Si lideraras Diplomacia tendríamos una guerra por cada Reino del Bando.

―Dime, niña, ¿de dónde eres realmente? ―siguió Armiro, ignorando a su compañero―. ¿Has estado mintiendo a los demás? ¿Qué secreto ocultas al Consejo?

No podía responder, pero devolvió a aquella acusadora y ciega mirada su mejor expresión de hastío. Su mueca solo se perturbó por la risita que profirió Merody a espaldas de Armiro.

―Armiro, deberías escuchar…

―¡Ella no ha mentido en ningún momento! ¡Ya lo hemos dicho! ¡Somos testigos!

El grito de Ángela cortó el habla de la mujer. Armiro no se inmutó, pues no podía ver la amenaza en el semblante de la joven maga. Blake le tomó el relevo, aferrándose también a una confundida Claire.

―¡Es cierto! Claire sabe tanto como nosotros porque es amnésica. No tiene recuerdos más allá de su vida en Máline.

Armiro no les dedicó ni un gesto. El gris de sus eternos iris estaba fijo en Claire, y esta correspondió a su inerte intento de mirada.

Contuvo el aliento cuando supo que realmente la estaba viendo. Sus ojos no captaban luz, color o forma y, aun así, sabía que era observada. Algo en su interior se quedó inmóvil, como si con ello pudiera esconderse de tal extraño examen unilateral pues, sin pupilas, Claire se vio incapaz de leer sus intenciones. Cuando aquel inescrutable rostro se retiró, apenas pudo esconder su alivio. Armiro se giró hacia Andrew y este contestó a su silenciosa pregunta.

―El testimonio de sus amigos concuerda con los registros de Erekea. La chica no miente, es amnésica.

Armiro chasqueó la lengua.

―Me había hecho ilusiones. Creía que por fin podría arreglar la incompetencia de mi predecesora.

―¿Puedo quedarme con mi Departamento, entonces?

―Por supuesto. No soportaría liderar a un grupo de cotillas.

―Y tampoco se te daría bien tratar con tantos entes vivos ―suspiró Merody. Después, se giró hacia el resto de batas blancas, como recordando que seguían presentes―. Podéis marchar, chiquis, habéis hecho un gran trabajo. Decid en la cantina que la mirienda cae de mi cuenta.

Un murmullo se extendió entre los batas blancas, agradeciendo el gesto de su jefa mientras abandonaban la estancia. Con una sonrisa, Merody indicó una salita cercana a la puerta y los tres la siguieron. Claire frunció el ceño, desconfiada por el cambio de actitud de aquellos adultos. En un momento, su expresión cambió a una mueca al tropezar y por suerte Blake la sostuvo a tiempo. Les dedicó un gesto preocupado a sus temblorosas piernas.

―Puedo cargar contigo si quieres.

Claire agradeció el gesto, pero rechazó el ofrecimiento. Aceptó su hombro y el de Ángela como apoyos y se dejó caer en el sofá una vez llegaron a la salita.

La puerta se cerró tras ellos. Casi al instante, el ordinario ruido de una cafetera encendiéndose le provocó un arrebato de nostalgia. Deseó volver a las mañanas en el bar, lejos de aquella desconocida estancia.

Merody le pasó tazas con café a Andrew y este las fue repartiendo por la mesa, acompañándolas de una jarrita de leche y terrones de azúcar. Claire dio un sorbo al suyo. Tostado y aromático. Al menos estaba bueno.

―Entonces, ¿habéis tomado testimonio a los chicos?

Andrew negó a la pregunta de Armiro. Le sirvió un vaso de agua y se sentó a su lado, mientras buscaba algo de sus bolsillos. Extrajo unas gafas y, tras ponérselas, centró su atención en los jóvenes frente a él.

―Solo algunos detalles. Estuvieron en tratamiento hasta hace poco más de unas horas. Cuando llegaste al laboratorio acababan de darles de alta.

―Es más, ni siquiera nos hemos presentado ―hizo notar la mujer, tras sentarse al otro lado de Armiro―. Mi nombre es Merody Caenor. Soy la directora del Departamento de Sanación Mágica de la Sección Sureste del Consejo. Mi equipo y el de un compañero es el que lleva vuestro tratamiento y recuperación, así que acudid a nosotros si tenéis problemas.

La mujer les dedicó una sonrisa encantadora, que dio paso al gesto amable de Andrew.

―A mí podéis llamarme Andrew. Soy líder del Departamento de Diplomacia de la Sección Sureste. Mi tarea con vosotros es evitar que mis compañeros se pasen de la raya durante nuestras conversaciones.

―Eh, es Armiro el problemático ―objetó Merody―. Yo iba a emplear un discreto formulario para mis preguntas.

―Mi nombre es Armiro Caenor ―siguió el recién nombrado―. Alto cargo de la Sección Sureste, en la posición de Mensajero Celestial. Mi objetivo con vosotros concierne el propósito de vuestra llegada a la Sede: la posibilidad de que seáis candidates a Elegide. Sin embargo, dada la presencia de la joven Claire, me gustaría aplazar dicha cuestión para indagar sobre su pasado. ¿De acuerdo?

Los tres guardaron silencio. En algún momento, intercambiaron miradas y los cotillas ojos de sus amigos le revelaron a Claire que pensaban lo mismo. Fue Blake quien se atrevió a decirlo:

―¿Sois hermanos? ¿En serio?

Armiro parpadeó con algo remotamente similar al hastío, la primera emoción real que Claire reconoció en su rostro. Merody contuvo una carcajada.

―Así es ―contestó él.

―Siempre igual ―rio ella―. Luego Zoelynne se queja de que tardamos en las reuniones con candidates. Normal, si tenemos que explicar esto siempre.

―Creía que no ibais a decir el apellido por eso ―comentó Andrew, con una ligera sonrisa.

―Se me escapó por costumbre ―confesó Merody―. Somos hermanos, sí. Yo soy la heredera de la casa Caenor y Armiro mi hermano pequeño (a pesar de tener un aburrido cargo superior). No os extrañéis tanto, tenemos hasta la misma nariz.

―Centrémonos por favor ―insistió Armiro.

―Aunque él tiene mejor humor.

Andrew se contuvo por no escupir su café, lo que provocó una risita por parte de Merody. Incluso Claire alzó las comisuras de sus labios, escondidos tras su taza. A pesar de los intentos de Armiro, la reunión carecía de total formalidad, lo que le permitió relajarse un poco. ¿Sería una estrategia para ganarse su confianza? ¿O serían realmente amigos tras sus uniformes? Tanto Andrew como Merody compartían miradas cómplices, pero los ojos de Armiro seguían inescrutables a su examen.

Un golpecito llamó su atención. Armiro había aprovechado la pausa para beber agua.

―Como decía, primero me gustaría tratar el tema de la amnesia de Claire. Como mis compañeros os han comentado, hace unos años tuvimos un aviso de la llegada de una niña amnésica a vuestro pueblo, de edad, procedencia y nombre desconocidos. El registro destaca que la niña tenía una potente aversión a la magia, al punto que la canalización de energía en sus cercanías la inducía a ansiedad, estrés y un posible shock ―Claire entrecerró los párpados. El hombre la miraba sin verla, con aquellos ojos ciegos que parecían ignorar la tensión de su rostro para leer sus secretos―. La chica evitaba la magia por esa razón, a pesar de tener el Talento desatado. Las causas se relacionan con un posible síndrome de hipersensibilidad al méner, estrés postraumático o a las condiciones de su llegada. ¿Podríais aportar algo más?

Blake y Ángela miraron a Claire y ella se encogió de hombros. Los puntos más importantes de su historia ya habían sido contados, y prefería que los siguientes los revelara gente de confianza.

«Tal vez sirva para recuperar mi memoria» ―añadió para si misma.

―Fuimos Ángela y yo quienes encontramos a Claire. Estaba tumbada sobre hierba chamuscada, en la zona boscosa del sur del pueblo. El aire estaba cargado de energía mágica, tanto que me lloraban los ojos. La presión del aire pesaba sobre nuestras cabezas y, de no haberla visto yacer en el suelo, habríamos vuelto a casa huyendo de aquel lugar.

»Lo primero que nos llamó la atención fue su piel. Era muy pálida, sin el ligero rubor que tenemos los humanos y elvans de nuestro hogar. Vestía con una túnica blanca y manchada de ceniza y sangre, tan quemada que no consiguieron analizar su procedencia.

»Habíamos salido de excursión al bosque a recoger útiles para la botica de mis padres y estos nos acompañaban. Al avisarles, recogimos a Claire y marchamos de vuelta a nuestro establecimiento. Las madres de Ángela acudieron con la policía y la entonces alcaldesa, manteniendo fuera a los curiosos que querían acercarse.

»En la botica, el brazalete que llevaba en su muñeca profirió una frase: “Estado: correcto. Nombre del sujeto: Claire”, y la grabación se cortó con un chasquido. El brazalete se abrió, humeante y roto, y la niña abrió los ojos.

»Sus primeras palabras fueron en un idioma que no comprendimos. Después nos miró a cada uno de los presentes y habló en arcashi: “¿Quiénes sois?” “¿Dónde estoy?” Su última pregunta fue “¿Quién soy?”

Claire apretó la mano de Blake en un gesto de agradecimiento. Era extraño escuchar su historia en boca de otro, pero ni ella misma habría podido contarla mejor.

―Mis padres le explicaron todo cuanto pudieron mientras la alcaldesa informaba al Consejo. Vuestre enviade tardó unos días en llegar. Para entonces, ya le había sugerido a Claire que se quedara con el nombre del brazalete y ella aceptó. Mis padres la acogieron como tutores legales en nuestro hogar. Dada su condición, era el lugar más seguro donde podía vivir, a pesar de la incompatibilidad entre la Sanación de mis padres y su… aversión a la magia.

»Le enviade nos tomó declaración con todo lo que sabéis y se llevó el brazalete. Nunca recibimos más noticia del Consejo, y Claire siguió viviendo en Máline con nosotros. Los tres asistimos juntos a clases para la formación básica juvenil con mis padres y un profesor del pueblo, como estipula la legislación en Sidera…

Blake se giró hacia Claire, pidiéndole permiso para seguir la historia. Claire se tomó un momento para valorar que hubiera preparado aquella conversación por si algún día les pedían explicaciones. Tras asentir, él siguió:

―…Pero Claire rechazó no solo las lecciones sobre magia, si no también aquellas sobre geopolítica, incluso algunas de historia. Su aprendizaje solo aceptó como válido lo que servía para vivir en Máline y rechazaba lo demás como hacía con la magia.

Los tres adultos guardaron silencio, pero Blake dio por terminada la narración. Fue Andrew quien comenzó las preguntas.

―¿De qué nivel de desconocimiento hablamos?

―Conoce cosas como las bases del méner y la estructuración del Bando ―respondió Ángela―. Aunque parte de eso se lo contamos hace poco. Últimamente se ha mostrado más receptiva a aprender, incluso nos ha preguntado ella misma ―su tono se emocionó ligeramente y Claire bajó la vista, abrumada.

―Me alegro ―sonrió Andrew.

―¿Algún detalle que quieras aportar, Claire?

Claire le dedicó a Merody una mirada de confusión. Sabía perfectamente que no podía hablar, ¿por qué le preguntaba a ella? Andrew intervino, aunque su respuesta la dejó igualmente extrañada.

―Con su aversión a la magia, dudo que sepa emplear la telepatía nayhade ―Merody murmuró una disculpa. No obstante, el aturdimiento de Claire le inspiró otra pregunta al hombre―: Es más, ¿sabes algo sobre los nayhades?

Claire hundió aún más la mirada en el suelo.

―No te preocupes, chica ―exclamó Merody, visiblemente culpable―. De momento no necesitas saber mucho más de lo explicado ahora, aunque deberías intentar la telepatía. Todos los nayhades nacen con ella. Es la única forma que tienen de comunicarse, pues las branquias de sus cuellos impiden la formación de cuerdas vocales ―Claire la miró, visiblemente apurada, y la mujer se apresuró en explicar―. Las de mestizos son más rudimentarias y podrás hablar cuando se te “acomoden” de nuevo, lo que no impide que hayas heredado el don telepático.  

―Prueba a enviar tus pensamientos a otra persona. Ya lo haces cuando hablas, pero sin el intermediario de tu voz…

Armiro carraspeó.

―O puede intentarlo en otro momento.

―O puedes intentarlo con tus amigos ―accedió Andrew―. Si no te aclaras con ello, puedes acudir a mí más tarde. Soy Mentalista.

«La telepatía es lo primero que aprendemos».

Claire parpadeó de la impresión. Ninguno de sus amigos parecía haber escuchado la voz de Andrew en sus cabezas. Cuando lo miró, este le guiñó el ojo con complicidad.

De pronto, tanto aquellos iris castaños como la comprensiva expresión en su rostro le recordaron a otra persona. Dio un ligero respingo, casi asustada por aquella revelación y sus implicaciones con su amnesia.

Entonces deseó poder hablar y confiar a aquellos ojos que sus temores nacían de sus sueños, de una cruel versión de su voz… Una Sombra de su propio ser, como la había imaginado a veces. Sin embargo, ¿qué pensarían aquellos desconocidos de su historia? Apagó aquella idea con cautela, pues nunca había usado la telepatía y temía que sus inquietudes se filtraran más allá de su cabeza.

―Hay algo más ―comentó Ángela a Andrew, quien Claire había ignorado con su monólogo interno―. Desde joven, Claire siempre ha tenido pesadillas.

La recién nombrada se quedó inmóvil, maldiciendo aquella casualidad. Las pesadillas eran un tema demasiado personal y Ángela conocía bien su recelo. ¡¿Por qué lo había mencionado?! ¡¿Acaso Andrew se había ganado ya su confianza?!

«¿O tal vez sabe que es la única forma que tiene de ayudarme? ¿Pidiendo ayuda a otros más capacitados? ―Ángela le dedicó un gesto que solo su familiaridad le permitió leer como disculpa. A pesar de comprender sus motivos, Claire no podía obviar su disgusto―. Oh, Ángela. La próxima vez espera a que pueda explicarme por mí misma.»

―¿De qué tipo? Podemos concertar una cita con un Onírico si lo necesitas ―incidió Andrew, pero Claire no correspondió a su afabilidad―. Uno de nuestros compañeros lo es. Se pasa las reuniones durmiendo y todo.

―Dudo que sea buena idea perturbar el trabajo de Araekloss con esto y, lo más importante, puede esperar ―irrumpió Armiro. Claire lo agradeció en silencio―. Me veo en la obligación de recordaros (a los cinco) la verdadera razón de nuestro encuentro. Fuisteis llamados a la Sede Sureste por la posibilidad de ser candidates a Elegides, y lo prioritario es explicaros el proceso del examen que haremos en unas horas.

―¿No pensarás hacerlo de madrugada?

―Merody, es de urgencia…

―Urgencia es que los niños estos han pasado por uno de los eventos más traumáticos de su vida y apenas se han recuperado físicamente. Cielos, ni siquiera hemos podido oficiar el funeral a las desdichadas almas que dieron su vida por protegerlos. Mueve el examen a la una del mediodía.

Armiro guardó silencio, como el resto de participantes en la conversación. La jovialidad había desaparecido del rostro de su hermana, cuyo ceño se frunció en apremiante seriedad. Inconscientemente, Claire se preguntó hasta qué punto había fingido su alegría durante la conversación.

―Mañana, a la una del mediodía, asistiréis a la Ceremonia de Revelación ―accedió el hombre, pronunciando las condiciones despacio. Merody relajó su expresión―. Se os convoca por la posibilidad de que seáis candidates a Elegide, y dicha suposición se basa en las Leyes Sagradas Generales y Únicas que parecéis cumplir. Las Generales son comunes a todas las Profecías, mientras que las Únicas varían con cada edición ¿Habéis escuchado alguna vez de dichas Leyes?

Ángela asintió, aunque fue Blake quien contestó.

―Mis padres nos hablaron de ello alguna vez. Sé que una de las Leyes Generales es que todes les Elegides tienen el Talento desatado de nacimiento, y que las Profecías se anuncian tras la muerte de le últime Elegide de su edición.

―Muy bien ―felicitó Armiro, sin emoción alguna en sus ojos―. Me congratula ver que aun viviendo en un pueblo perdido de la mirada de las Torres conozcáis tanta información. Tanto en villas como ciudades, la gente tiende a ignorar las Academias y perderse entre cuchicheos. Supongo que tener padres Sanadores… y familiares en la capital de Retarguia ayuda a mantenerse informado, ¿no?

Blake entrecerró los ojos. Claire sabía de las conexiones de Blake y le sorprendió que las trajeran a la conversación. No obstante, Armiro siguió hablando sin darle más importancia:

―Durante la Anunciación de las Profecías se dictan las nuevas Leyes Únicas. Tras esto, comienza el proceso de Selección de Elegides, que dura cinco años. Dado que la actual Profecía fue anunciada hace veinte, los tres estáis en el rango de edad de les Elegides actuales ―su cabeza se inclinó ligeramente hacia Claire―. Bueno, en el caso de la joven mestiza tenemos que asumir tanto su edad como la procedencia de su magia. Otro factor a la candidatura es que los tres tenéis sangre humana en una proporción similar a la mitad.

―¿Es esa una condición? ―preguntó Ángela―. Si ha habido Elegides de otras razas anteriormente.

―Efectivamente. Este requisito es intrínseco a esta Profecía, incluido en una de sus Leyes Únicas. Como veis, estas no solo comunican el Destino o don que otorga la Profecía a sus siguientes Elegides, pues también pueden exigir requisitos para tal posición.

―Esta Profecía solo ha dictado tres Leyes Únicas. Una para el Destino, como es habitual, y otras dos como requisitos ―desarrolló Andrew―. Las últimas se resumen en “serán Trece les Elegides de esta Profecía, de linaje ángel o humano en al menos una de sus mitades”. Aunque las malas lenguas hablan de la desesperación del Consejo, somos fieles a los requisitos que pide la Profecía. Son leyes inmutables, no tienen excepciones. Sin embargo, las laxas condiciones no limitan demasiado el número de candidates, así que también nos guiamos por factores como la particularidad de sus poderes o su desarrollo cognitivo-físico.

― “Les Elegides tienden a madurar psíquica y físicamente más rápido que otres niñes de su edad” ―recitó Armiro quien entrecerró los ojos―. Tales palabras se extraen de una de las Leyes Generales. Merody, ¿podrías describírmelos por encima?

―Iba a hacer un discreto formulario, ¿recuerdas?

―¿Altura? ―demandó Armiro igualmente―. ¿Fecha de la primera menstruación? ¿Vello facial…?

―¡Armiro!

―Metro setenta y cinco. No menstruo. Me aplico un tónico para evitar la barba ―respondió Blake, con la precisión y la costumbre de un hijo de Sanadores.

―Espera, ¿te aplicas un tónico? ―preguntó Ángela, sacada de su estupor.

―Me da una pereza horrible afeitarme.

―Ah, así que si es para evitar faena sí que te cuidas la piel ―bufó Ángela―. Luego cuando te paso la crema para los granos se queda acumulando polvo.

―Y Ángela es una enana de metro cincuenta.

Los dedos de la joven se dispararon hacia la oreja de Blake más cercana a su posición. Claire esquivó su trayectoria hundiéndose en el sofá, con la acostumbrada paciencia fruto de la convivencia. Blake nunca era lo suficientemente rápido. Andrew pretendió ignorarlos, aunque era evidente que sonreía por lo bajo.

―El cuestionario es irrelevante si vais a hacer la Ceremonia mañana mismo, ¿no?

―Tienes razón, así que no hace falta que contestéis ―suspiró Merody (“¡es metro cincuenta y tres!”, se oyó decir a Ángela)―. De todos modos, a primeras parecéis adolescentes normalillos, sin ofender ―justo tras decir eso, sus iris violáceos se fijaron en Claire y Blake, de nuevo en sus sitios―. Bueno, los dos mestizos tienen un buen nivel de musculatura. No es raro en nayhades, pero en elvans…

―También estarían las pruebas intelectuales, aunque tras este desorden dudo que sean necesarias.

Armiro torció ligeramente el gesto. Alguien le había pisado el pie y solo Claire pareció percatarse. Merody, con medida paciencia, ignoró la mueca de su hermano y examinó su reloj de bolsillo. Su cubierta plateada tenía muescas por el uso.

―Tengo que reunirme con mis compañeros de trabajo, alguien tiene que pagar las cervezas ―inclinó la cabeza para ver a Andrew―. ¿Os importaría conducirles a sus habitaciones? Los tres necesitan descansar para afianzar la Sanación aplicada.

Andrew aceptó la propuesta y la reunión llegó a su conclusión. Merody se despidió de ellos en el pasillo y marchó en dirección opuesta. Andrew y Armiro encabezaron la marcha, uno al lado del otro. Por cómo se orientaba, parecía que el Alto Consejero tenía mejor visión de lo que Claire creía. Al principio lo atribuyó a la costumbre de caminar por el edificio, pero esquivaba con facilidad a la gente con la que se cruzaba. En una ocasión, sin embargo, Andrew lo tomó del brazo con discreción para evitar un carrito con útiles de laboratorio.

Hablaban en voz baja, y Claire afinó el oído con un placer cotilla del que Ángela se enorgullecería.

―Está abusando de su poder como heredera.

―Si es por lo de esta mañana, buscarte pareja es su deber como jefa de vuestra casa.

―Tanto tú como ella sabéis que es mentira. Lo tiene todo calculado, como lo de reprocharme mi trabajo.

―Tú también has intentado mandar sobre el suyo (y el mío). Simplemente pretende que seas amable con les candidates. Es lo mínimo tras el atentado… y tus maquinaciones.

―Lo primero no fue mi culpa, aunque lo lamento igual ―Andrew aceptó su respuesta. Cuando Armiro volvió a hablar, a Claire le sorprendió encontrar duda en sus palabras―: Sobre lo otro, el fin justifica los medios.

―Lo dices porque, irónicamente, tu cargo de Mensajero Celestial no incluye dar explicaciones o condolencias cuando conviene. Somos los diplomáticos los que asumimos las consecuencias de las acciones del resto. Ocurra lo que ocurra mañana, esas cartas de pésame serán enviadas y nuestro uniforme será de un negro más solemne. Solo me consuela que no tendré que dar disculpas en tu nombre… esta vez.

Armiro guardó silencio, dando por terminada la conversación. Ángela intentó hacerla partícipe de la suya, sus ojos pidiendo la información obtenida, pero Claire se señaló la garganta y volvió la vista al frente. Seguía ligeramente molesta porque hubiera comentado sus pesadillas. Ya lo hablarían en recuperar la voz.

Finalmente, llegaron a una puerta de madera, algo más alejada de los laboratorios y su ajetreo. La estancia donde se alojarían tenía un pequeño salón que conectaba con cuatro habitaciones individuales a los lados y un baño completo al fondo. Este último quedaba tras una encimera, cuya superficie tenía platos con fruta, sándwiches fríos y jarras de zumo helado. El centro de la habitación estaba ocupado por una mesita de café, rodeada por cómodos sofás de forma similar a la salita de dónde venían.

―Estas serán vuestras habitaciones durante la estancia ―explicó Andrew, abarcando sus alrededores con un gesto―. Es temprano, aunque parece que ya tenéis la cena servida. Si queréis algo más, como sopa o un refrigerio caliente, comunicadlo por el interfono. El desayuno es a las nueve, os lo traerán aquí.

Claire miró los sándwiches con recién descubierta hambre, pero la petición de Armiro la llevó a sentarse en otro condenado sofá, junto a sus compañeros.

―Antes de marchar, me gustaría preguntaros sobre vuestra magia ―entrecerró los ojos―. Requiero que me digáis a qué Clase pertenece el poder con el que nacisteis. Sé que la respuesta será aproximada en el caso de la joven mestiza, tanto por su amnesia como desconocimiento del Sistema Mágico, mas agradecería que intentarais responder por ella.

―De acuerdo ―asintió Ángela―. Blake nació Sanador y tanto Claire como yo, Elementales.

Armiro inclinó el gesto ligeramente hacia Andrew, pero no esperó a su asentimiento para seguir hablando.

―¿Tienen alguna norma específica de uso?

―¿A qué se refiere?

―Exactamente a eso: Una Sanación con características concretas, un Elementalismo donde los elementos solo se moldean con unas condiciones definidas ―explicó él―. Les Elegides nacen con magia por su Habilidad de Elegide, un don que poseen desde su inicio independientemente del camino que tomaron sus progenitores. Este poder se puede clasificar dentro de las Clases de Magia de Inspiración, sin embargo, sigue unas normas concretas similares a las Clases Recitadas.

»Digamos que se parecen a los dones de Legado en familias nobles y magas… Oh, supongo que la joven mestiza no sabrá sobre ello. Explicádselo en otro momento. ¿Y bien?

Ninguno contestó. Claire evidentemente no podía y, aunque sus compañeros quisieran hacerlo, Andrew interrumpió su reflexión.

―Es tarde y Merody pidió que descansaran. Háblales de la Ceremonia y vámonos.

―De acuerdo ―musitó él, evidentemente sin estar de acuerdo―. En la Ceremonia de Revelación acudiréis al Observatorio, mi punto de comunicación con las Torres de Dioses. Una vez allí, invocaré el Hechizo de Marcado y, si al menos uno de vosotros ha sido escogido por la Profecía, se activará y otorgará una Marca a cada une de les Elegides.

―¿Una Marca? ―repitió Ángela.

―Así es. Una Marca única y exclusiva de tal Elegide, que le revela a las Torres de Dioses y permite que estas le localicen. Si ninguno de vosotros sois Elegides, no ocurrirá nada. En caso contrario, a lo largo de las siguientes trece horas tras la Ceremonia, serán Marcades cada une de les Elegides, una Marca cada hora, correspondiente a su número.

―Cada Elegide tiene un número que le relaciona con su Destino y Profeta ―empezó a explicar Andrew, pero un vistazo a su comunicador le obligó a levantarse―. Y… de eso os hablaremos si resultáis ser Elegides al final. Armiro, nos llaman para una reunión.

―¿Otra? ―Andrew asintió―. ¿De Hunther? ―volvió a asentir. Armiro cerró los ojos―. Qué remedio, tiempos de Guerra y esas cosas.

―No os olvidéis de descansar, chicos. Habéis tenido un trayecto… unos días bastante duros. Si necesitáis cualquier cosa pedidla y Claire, si no recuperas la voz mañana, te llevaré con Merody. Hasta mañana.

Los dos adultos abandonaron la estancia y los tres amigos se quedaron mirando. Claire comprobó con un suspiro ahogado que su voz seguía ausente. Blake miró el reloj que colgaba de una pared.

―Son las seis, casi siete ya ―dijo, pensando en voz alta―. Entonces ya es treinta de Dunoctis ―Claire se giró hacia él―. Te han tenido un buen rato en el tanque de agua, ¿eh? Cuando despertaste, nos contaron que fue para estimar cuanta sangre nayhade tienes. Merody cree que estás en un cincuenta por ciento, así que tendrás tanto de humana como yo.

Claire no respondió ni con palabras ni gestos. Cerró los ojos y dejó que Blake se levantara para traer la comida a la mesa.

Solo la mitad de ella era humana. Incluso lo poco que creía saber de sí misma era mentira. Algo en su cabeza se resistía a creer aquellas palabras, teniendo que afrontar su incrédulo cansancio con la visión de sus manos. La piel que unía sus dedos comenzaba a agrietarse.

Antes de que Blake se sentara, cogió un vaso de zumo y un par de sándwiches de su plato. Cruzó miradas con él y con Ángela, que seguía sentada en el sofá, y marchó a su habitación. Solo se despidió de Blake con la cabeza y, sin embargo, cuando cerró la puerta se arrepintió de no haberse despedido también de Ángela. Era estúpido enfadarse cuando no podía hablar las cosas.

Pero ya era tarde y su cabeza no podía más. Devoró su cena en silencio y se tumbó en la cama con la ropa que llevaba puesta. Un recuerdo la acompañó durante el solitario proceso, su propia voz con ajena burla:

“Tú, que ni siquiera sabes quién eres”.

Podía dormir tranquila. Su Sombra había prometido marchar, no tenía por qué temer su regreso. Y, por supuesto, aquellas palabras se referían a su pasado… ¿verdad?

Cayó en cuenta que aquella cama no era la suya, ni conocía a quienes prepararon su cena. Máline estaba lejos y su cabaña acumulaba polvo y nieve en solitario. La tímida emoción por aprender y descubrir se opacó con una temerosa nostalgia. Como la niebla engullendo el tren, como la sangre manchando a la lluvia.

Sus dedos se aferraron a la almohada.

―Solo quiero volver a casa.

 

 

―Un poco más juntos, chicos. ¡No seáis tímidos! Cogeos las manos, así la energía fluirá mejor.

Merody retrocedió un par de pasos y contempló a los tres jóvenes, unidos y rodeando un pequeño pilar coronado por una esfera de cristal.

La superficie transparente dejaba ver su interior, donde cúmulos de nubes oscuras flotaban en un fondo azul oscuro. Pequeños destellos dorados salpicaban su superficie de vez en cuando, como una ventana al cielo estrellado. Ensimismada, Claire tuvo que esforzarse para apartar la mirada y perderse entre la belleza del resto del Observatorio.

Sus pies pisaban hierba oscura, regada por el agua que nacía del pilar y se extendía en pequeños canales hasta otro canal circular, cuyo centro era aquel hermoso orbe. El suelo pasaba después a ser de un exquisito mármol negro. Pilares blancos sostenían la cúpula sobre sus cabezas, del mismo azul oscuro con detalles dorados que el orbe, dividiendo unas paredes con vidrieras iluminadas mágicamente. En el punto más alto de la bóveda se abría un tragaluz al cielo. El aire y la luz que entraban por ella parecían más cálidos que los de su hogar, y Claire volvió a tener un acceso de nostalgia. Armiro siguió con las explicaciones, aparentemente ajeno a la ansiedad de los muchachos.

―Cuando active la energía del pilar sentiréis un ligero cosquilleo carente de importancia. Como os dije, si une de vosotres es une Elegide, el hechizo se activará y, a lo largo de las próximas trece horas, cada Elegide se desmayará y obtendrá la Marca que le corresponde a su número. Una Marca cada hora.

»Una vez reveladas las Marcas, los habitantes de las Torres de Dioses podrán extraer información de ellas para facilitar la Búsqueda del Consejo. Nada de esto sucederá si ningune fuisteis escogides por la Profecía. ¿Alguna pregunta?

Nadie dijo nada. Claire soltó la mano de Ángela para rascarse el cuello. Seguía teniendo aquellos surcos, con tres divisiones a cada lado, pero ahora estaban cerrados y le permitían hablar. Sus pies y manos habían desprendido la piel sobrante durante la noche, volviendo también a la normalidad.

Recuperó la mano de Ángela y ella le dedicó una cauta mirada. A pesar de su recuperada voz, no habían hablado las cosas. Eran amigas desde siempre, sabían cuando algo estaba mal. Sin embargo, la ansiedad y el miedo por aquel día impidieron que dieran el primer paso a la reconciliación. Bajó la cabeza y, entonces, la voz de Armiro le provocó un vuelco en el corazón.

―Ya casi es la una ―anunció―. Merody y yo saldremos de aquí, pero seguiremos observándoos a través de la cámara del Observatorio. Activaremos el hechizo en tan solo unos segundos.

Y los tres amigos se quedaron a solas en la estancia. Ángela comenzó a temblar e, inconscientemente, Claire apretó su mano con fuerza. Ambas se miraron y la ansiedad y el miedo se compartieron entre sus ojos. El corazón le latía tan rápido que Claire agradeció no haber desayunado nada, pues lo habría vomitado de los nervios.

Su otra mano notó el apretón de Blake.

―Estad tranquilas. Todo va a salir bien.

Y logró sonreír. “Todo va a salir bien” era la frase favorita de Blake. Un mantra que podría confundirse con vacío optimismo, pero que calmó los nervios de Claire como haría una canción de cuna.

No obstante, la seguridad de sus palabras se quebró con el temblor de sus manos. Su rostro seguía alegre y mentiroso, mientras el sudor frío resbalaba por sus dedos, arrastrando su seguridad.

Ignorando aquella ilusión, Claire asintió y logró forzar una mueca que pretendía ser una sonrisa. Al girarse, Ángela le devolvió otra igual. Sus ojos parecían vidriosos, y destellaron cuando la esfera empezó a emitir luz.

La súbita claridad obligó a Claire a cerrar los párpados, sin perder jamás los dedos de sus amigos. El haz de luz recorrió toda la estancia, engullendo los oscuros motivos y alimentando las plantas a sus pies. Entonces se perdió en el tragaluz sobre sus cabezas y el Observatorio pareció más sombrío que antes.

Poco a poco, Claire se atrevió a abrir los ojos. Intercambió miradas con sus amigos. Ambos parecían estar bien y, poco a poco, fueron soltando las manos. El corazón de Claire, que todavía palpitaba con fuerza en su pecho, empezó a relajarse al ver que ninguno había desfallecido.

Ángela le dedicó una tímida sonrisa y lágrimas de alivio corrieron por sus mejillas. Claire le devolvió el gesto y aquel consuelo zanjó su estúpido enfado. Después, se giró a ver a Blake.

Él también le dedicó una gran sonrisa antes de caer al suelo, inconsciente.


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