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sábado, 21 de enero de 2023

La Fundadora: Tercer Acto

 

El Milagro Gris


Aquel primer aullido todavía resonaba en sus oídos, repetido por su mente y la voz de su hija. Fue el primero de tantos, pues pronto se convirtió en la única forma de comunicación de Aurora. Los gritos atravesaban los pasillos y puertas cerradas, llegando incluso a los jardines.

                Algunos sirvientes marcharon a sus hogares fuera de la mansión por recomendación de Minerva, pero muchos otros se quedaron. Ella lamentó su decisión, pues consideraba que solo ella debía sufrir aquel desenlace. 

                Todo había sido por su culpa. Y no existía forma de arreglarlo.

Al igual que su madre, Aurora había renacido como hija de la noche. Sin embargo, aquel sempiterno regalo llegó cargado de dolor. No sabían su causa, pues no había herida en su cuerpo ni luz alguna en sus aposentos. Los sedantes apenas cumplían el efecto prometido, por lo que la joven solo descansaba cuando su agonía la llevaba al desmayo.

Dormida, el único ruido que profería era el pataleo ocasional de sus piernas, agitándose en pesadillas que también manchaban su vigilia.

                Aurora se encontraba en una de aquellas silenciosas interrupciones. Minerva miró la copa que tenía ante ella, intentando convencerse una vez más de que era vino y no sangre de carnero. Tomó e hizo una mueca, el metálico sabor recordándole que tardaría en acostumbrarse a su nueva vida.

                Escuchó la puerta del comedor abrirse tras ella. No necesitó girarse para saber quién era. El solitario candelabro que la acompañaba en su cena titiló con la entrada del Guerrero, su naturaleza sombría buscando consumir toda luz que viera.

                ―Existen diferentes sabores según la especie de la que procede nuestro alimento ―explicó, sus pasos acercándose a la mesa―. Dicen que el carnero es excepcional, sobre todo joven. Por supuesto, la humana es una exquisitez entre los nuestros… pero obtenerla causa más mal de lo que alivia nuestra sed.

                El Guerrero rodeó la mesa hasta quedar frente a ella, de pie como una estatua. A pesar de su intento de iniciar una conversación, Minerva había aprendido de que no estaba acostumbrado a interactuar con otros individuos.

                ―Me he llegado a preguntar si es sed lo que le aflige. Si lo es, no he encontrado sangre que sacie su hambre ―comentó, tras dar el último trago―. Incluso probé a darle la mía de nuevo, pero se revolvía tanto en su dolor que no llegó a probarla.

                ―Lo lamento con todo mi corazón.

                Se hizo el silencio, un vacío que recordó a Minerva la ausencia de sus sirvientes. Nadie había aparecido a retirar su copa. El silencio sustituía al crepitar de los fogones y los platos fregándose en las cocinas. Sus sentidos se afilaban con cada noche que pasaba, permitiéndole escuchar tanto su soledad como los aullidos de Aurora, castigada por los pecados de su madre.

                ―¿Qué es lo que hice mal, Erédeo? ―murmuró para sí, apoyando la cabeza en sus manos. Sus cabellos la envolvieron como la nieve caía en aquella noche―. ¿En qué me equivoqué?

                ―Hizo lo que pudo, mi señora.

                Alzó la mirada, solo para encontrarse con el semblante pétreo del Guerrero. A pesar de su perenne seriedad, podía ver la pena en su expresión.

                ―¿Entonces por qué ella no camina, no habla, no… vive?

                ―No lo sé ―dijo el Guerrero, como tantas otras veces le había preguntado―. Y me lamento desde el día en que acepté mostraros esta maldición creyendo que sería una cura.

                Minerva cerró los puños, descargando en ellos la frustración que sabía que no podría dirigir a aquel hombre. Suspiró y entonces escuchó los nuevos pasos que se acercaban hacia el comedor. Alonso abrió la puerta, saludando con una reverencia.

                ―Mi señora, algunos sirvientes han regresado y solicitan su atención.

                ―Si se hallan con usted, déjalos pasar.

                Alonso asintió, pero retrasó la entrada de sus acompañantes hasta que hubo retirado la copa vacía de su señora, el cristal aún teñido de rojo. Aunque comprendía su reacción, no pudo contener un suspiro. El Guerrero aprovechó el momento para ocupar su puesto tras Minerva.

                En su pesimismo, le sorprendió ver que habían regresado todos aquellos que partieron con el despertar de su hija. Jullie los encabezaba, su expresión visiblemente más ansiosa que la de sus compañeros.

                ―Mi señora, traen noticias de la ciudad.

                ―Contadme.

                Uno de los criados dio un paso al frente. Minerva lo reconoció como Thomas, su madre fue la anterior ama de llaves antes de jubilarse.

                ―Mi señora, algunos de nosotros tenemos conexiones con la Catedral a la que usted acudió y debería saber que la situación allí está… tensa desde su visita.

                Minerva parpadeó, aunque tampoco recibió la noticia con excesiva sorpresa. No fue poca la gente que vio su salida de la iglesia.

                ―Explícame, por favor.

                ―De acuerdo ―asintió él―. Se dice que su última visita provocó disparidad entre los propios sacerdotes. No solo en la ciudad, sino también en las sedes externas, con algunos miembros criticando el comportamiento del Sumo Sacerdote Tobías.

                Esta vez, la sorpresa de Minerva fue genuina.

―¿Han osado enfrentarse a su líder?

                ―No enfrentado directamente… pero sí criticado ―comentó Thomas―. Las consignas de nuestra Fe no comparten el discurso de odio que ha arraigado en nuestra nación por motivos políticos, y un representante de la Iglesia no debería dejarse influir por ellos.

                ―Aun siendo el líder de la Iglesia de la ciudad, requiere el apoyo activo de los otros líderes y sus seguidores para mantener su posición ―comentó otra criada―. Aunque algunos feligreses comparten su postura, no les conviene mostrar su corrupción tan a la ligera.

                ―¿Entonces, ahora están buscando una forma de limpiar su imagen? ―Thomas asintió y Minerva dio unos toquecitos en la mesa, pensativa, comprendiendo―. Tal vez… pueda ofrecerles una forma de expiarse.

                Jullie exclamó.

                ―¿Lo dice en serio? Después de… De…

                ―Totalmente ―asintió Minerva―. Como líder, Tobías debe ser de los sacerdotes más poderosos no solo en cuestión de mando, sino también de potencial mágico. Si la Oscuridad que acepté fue insuficiente para curar a Aurora, entonces solo su mayor rival puede sanarla, y esa es la Iglesia a la que se enfrenta en la guerra.

                ―Pero, tras la forma en la que os trataron… ¿De verdad quiere volver a intentarlo?

Tras aquellas palabras, Jullie desvió la mirada y Minerva creyó comprender a qué se debía. Aunque ella estaba acostumbrada al desprecio de las gentes de Sacratea, sus propias gentes solían ignorar inconscientemente las injusticias de sus gobernantes. La última visita a la Catedral probablemente fue más reveladora para la criada que para la propia Minerva.

―Agradezco tu consideración, Jullie, pero ahora mismo mi preocupación me haría ofrecer hasta mi alma si con ello pudiera curar a mi hija. Dado que ni eso ha funcionado, tendré que probar de esta forma ―sonrió, con la amargura en sus ojos―. No pretendo darle un perdón sincero y dudo que Tobías ruegue por él. Solo busco aprovechar toda oportunidad que se me ofrezca por tal de que Aurora tenga la vida que merece.

Jullie asintió, aunque todavía había duda en sus ojos. Minerva se giró hacia los demás.

―Esta vez, le pediré que acuda a la mansión para atender a mi plegaria. Se valdrá de testigos que presencien la velada, pero será mejor que acudir por mi propio pie hasta allí dada mi nueva… condición.

―Es cierto ―asintió Thomas―, ¿cómo piensa ocultársela?

                ―No creo que se me note demasiado ―comentó ella, rizándose uno de sus cabellos blancos con gesto pensativo―. Quitando mi nuevo peinado, físicamente no parezco muy distinta. La cita será al anochecer, por supuesto.

                Esperó a alguna objeción por parte de sus compañeros, confiando en que la camaradería abriera paso a la sinceridad. Pese a la timidez de sus palabras, Jullie se atrevió a comentar:

                ―Aun así, siendo miembros de la Iglesia, tendrán experiencia en detectar a vampiros…

                ―No es problema ―intervino el Guerrero, dando un paso al frente―. Con nuestra conversión, la Oscuridad también otorga diversos dones de índole mágica. Aun cuando su señora no se ha iniciado en la magia, confío en que podrá aprender a “humanizar” su aspecto antes de la llegada de su santidad.

                ―Entonces está decidido ―resolvió Minerva―. Ahora mismo me dirigiré a redactar la petición. Rezad a vuestra Luz para que sus sirvientes me reciban pronto.

 

 

Tres días más tarde, Alonso anunció la llegada del Sumo Sacerdote a la mansión. Minerva miró por la ventana antes de bajar las escaleras al recibidor, comprobando que la oscuridad era suficiente como para no dañar su nueva piel.

                El Guerrero tenía razón: no le costó más que unas pocas sesiones recuperar un ligero color en su piel y cabellos. Sin embargo, en el proceso también advirtió que tenía un aura nueva a su alrededor, un tenue aviso de su perennidad que hacía difícil averiguar su edad con solo mirarla. A pesar de las sombras de la edad de su rostro, sus pasos habían eliminado el cansancio de su vida mortal. Había una irónica vitalidad en su caminar y gestos.

                Y, por supuesto, la sombra que la acompañaba no solo se extendía a sus pies. Era una tenue capa, que se escondía trémula con el sol y la envolvía por las noches, similar a la que notó al conocer al Guerrero. En silencio, deseó que los sacerdotes no estuvieran demasiado perceptivos durante su encuentro.

                Recibió al Sumo Sacerdote acompañado de dos nuevos feligreses, cuyas presentaciones los identificaron como miembros de un consejo especial de la institución. Después de las explicaciones de sus sirvientes, atribuyó la ausencia del joven Jakob a su desacuerdo con la expiación que debía cometer su superior.

                Este le dedicó una sonrisa forzada antes del saludo.

                ―Hemos acudido a su hogar en respuesta a su petición, mi señora, pues está en nuestro credo ayudar a todo aquel que nos sea fiel… o justo a ojos de nuestra Luz.

                Minerva asintió, dedicándole una modesta reverencia en saludo.

                ―Sois muy generosos aceptándola. Seguidme pues, y os mostraré la causa de mi aflicción.

                Guio a los acólitos pasadas las escaleras, en dirección al cuarto de la niña. Alonso caminó a su lado, un apoyo fiel como siempre, mientras sus amigos aguardaban solemnemente a los lados del pasillo. Solo el Guerrero permaneció ausente, temeroso de que su presencia despertara las sospechas de los sacerdotes.

                Abrió la puerta de los aposentos de Aurora y dejó pasar a sus invitados y mayordomo. No habían camuflado la palidez antinatural de la joven, esperando reforzar así su enfermizo estado, aunque sí procuraron sedarla. Dado que los calmantes ya no cumplían su cometido, fue el Guerrero quien la hechizó para dormir. No era la primera vez que lo hacía, pero su falta de práctica en las artes mágicas le impedía mantener el efecto más de una hora.

                Minerva bajó la mirada con pena, viendo como su hija se revolvía en sueños a pesar de la magia oscura. Su frente estaba perlada de sudor por la angustia y el dolor.

                ―Esta es mi hija, Aurora, la razón de mi alegría ―dijo Minerva, deshaciendo el nudo en su garganta―, y esta es la aflicción que sufre, la fuente de mi desdicha. El dolor es tal que solo permanece dormida unas pocas horas al día, cuando cruza el umbral que la lleva al desmayo. Lo que antes era una inmovilidad creciente en su cuerpo, ahora es un dolor que la sacude constantemente y…

                ―Esta muchacha está maldita.

                Minerva se giró hacia el sacerdote que acababa de hablar. Era uno de los nuevos. Se arrodilló junto a su hija para inspeccionar su temblorosa mano.

                ―¿Cómo? ―logró articular.

                ―Su “hija” puede que naciera de un Milagro, pero su cuerpo… Más bien parece proceder de un encantamiento pernicioso.

                ―Noto algo en ella ―coincidió el segundo, arrodillándose también. De sus manos surgió una chispa que los iluminó a ambos―. Al ser fruto de un Milagro, su cuerpo está imbuido en Claridad. Sin embargo, siento como una presencia oscura intenta reclamarlo.

                Las sombras proyectadas por aquella chispa se estiraron de forma antinatural bajo la niña, sin ser motivo de sorpresa para los sacerdotes. Se reformaron como garras lastimeras, intentando alcanzar el destello sobre ellas pero sin atreverse a acercarse demasiado.

                Con un chasquido, la luz se apagó y las sombras volvieron a su forma natural. El sacerdote se giró hacia Tobías.

                ―Es tal y como nos dijiste, su Santidad. Tienes nuestras disculpas.

                El hombre sonrió con horrible suficiencia en su rostro. Los ojos de Minerva se deslizaron en sus párpados, intentando hallar una explicación.

                ―¿Qué…? ¿Qué significa esto?

                Los dos sacerdotes se levantaron. La pálida figura de Aurora se perdió tras sus espaldas.

                ―Significa que hemos cometido un terrible error, señora. Su hija está maldita, al igual que su linaje. Los prejuicios de nuestro Padre hacia usted y su familia son certeros y no fruto de una injusticia ―Minerva tragó saliva. Las palabras de aquel hombre la congelaron en el acto, pero sus ojos se deslizaron a aquel que se volvió hacia su pequeña―. Tanto usted como su hija deben acompañarnos.

                ―¿Cómo…? ―balbuceó ella. El hombre volvió a agacharse―. ¿A dónde…?

                El hombre tocó la muñeca de la niña, dejando escapar una exclamación que se perdió con la voz de Sumo Sacerdote.

                ―A un lugar donde vuestra sangre no manche nuestra brillante Luz.

                Habían descubierto el secreto que ocultaba su piel: la frialdad de la vida oscura. Los ojos de Minerva se movían frenéticos, pero sus pies seguían en el sitio, sin saber cómo reaccionar. En un momento, sus pupilas se posaron en el segundo sacerdote, que avanzaba con esposas en la mano. Había un cuchillo brillando en su cinturón, ahora lo veía. Brillaba a la luz de la magia con el reflejo de la plata más pura, aquella capaz de matar demonios…

                ―¡Señora! ¡Era una trampa! ¡Márchese!

                La voz de Alonso la despertó de su trance. Parpadeó y vio como su mayordomo apartaba de un empujón al sacerdote más próximo a Aurora, su cuchillo cayendo al suelo. El hombre profirió un quejido.

                ―¡No se entrometa, señor, o lo acusaremos también de herejía!

                ―¡Llamadme hereje entonces, pues seguiré a mi justa señora!

                Y entonces, la determinación de aquellas palabras se congeló en su rostro, sus arrugas cerrándose en una mueca de dolor y sorpresa. Una aguja de plata atravesaba su estómago.

                Tobías retiró su arma, el filo teñido de rojo. El vetusto sirviente se desplomó en el suelo, su sangre y vida escapando en un charco escarlata.

                Minerva contempló su cuerpo paralizada, casi incapaz de respirar. Había sido instruida durante años para el combate, pero jamás había tenido que emplear su saber. Era la primera vez que un hombre yacía herido ante ella, y ninguna lección podría haberla preparado para la satisfecha mueca de su agresor.

                ―Su muerte no será tan rápida como la de su siervo ―explicó Tobías―. Las herejes y nacidas del mal no reciben tanta piedad ―su mirada se volvió hacia la niña. Minerva palideció―. Aunque dudo que su hija dure demasiado.

                El hombre avanzó hacia la cama y su compañero balbuceó unas palabras que casi se perdieron entre el aullido de dolor con el que despertó Aurora.

                ―Está helada.

                La sorpresa del Sumo Sacerdote duró unos segundos, un instante antes de que la mueca de su rostro se deformara en sorpresa al descubrir la fuente de aquel siniestro chasquido. Su segundo hombre se debatía inútilmente, su rostro cubierto por una garra hecha de oscuridad. Las esposas cayeron al suelo, anunciando otro crujido que se alzó entre los gritos de dolor de Aurora y del propio hombre, el horror y la sangre manando de su cabeza.

                Finalmente el silencio llegó con un golpe seco en el cuello. Minerva soltó el cuerpo con sincero desprecio y este se desplomó salpicando delicioso rojo.

                La oscuridad se retiró hasta revelar las manos que habían ocultado, su palidez rivalizando con la de su cabello. Roto el disfraz, su blancura era un recuerdo de aquella luna llena, de aquella noche donde todo empezó.

                Aquel día algo murió dentro de ella y ahora renacía, sus ojos ardiendo rojos con renovada ira.

                ―Tú… ―musitó Tobías, por una vez el horror abriéndose paso en su rostro―. ¡Eres una de ellos…! Lo sabía. ¡Lo sabía, maldito engendr…!

                La oscuridad cegó sus ojos y afrentas. Las velas se apagaron y las sombras se alzaron orgullosas, postrándose ante Minerva. Cientos de manos aceptaron la suya, su llamada, alabando el Milagro Oscuro por el que vendió su humanidad.

                ―Que paguen por su odio, que lloren su injusticia.

                ―¡Monstruo!

                El sacerdote más joven lanzó su daga. El golpe en el hombro la sacudió pero la oscuridad siguió enroscándose a su alrededor. No manó sangre de su herida, solo negrura. No notó dolor, pues ya caía de sus lágrimas frías.

                ―Pagad con vuestras cabezas las desgracias de mi familia.

                Y estas volaron segadas por la noche.

                Con un golpe sordo, sus muecas de horror se congelaron y Minerva cayó con ellas, de rodillas. El silencio llegó hasta Aurora, quien volvió a desmayarse en su agonía. Sin embargo, no era ella quien corría peligro ahora.

                Casi arrastrándose, Minerva se acercó a Alonso y acunó su cabeza. Sus ojos no le habían mentido: aún respiraba sus últimos alientos.

                ―¿Amigo mío, me darías la oportunidad de permanecer a mi lado un poco más? ¿Aun cuando se te prive del sol y pagues con tu humanidad el tiempo que te daré?

                Alonso asintió y unas gotas de sangre mancharon sus labios.

 

 

Al poco, los sirvientes de la mansión entraron, sus miradas congeladas ante el sangriento escenario que otrora fue la habitación de la niña.

                Al cerrar la puerta, los sacerdotes habían sellado la habitación con magia sacra, aislándolos del resto de la mansión. Tras su muerte, los hechizos se desvanecieron y los sirvientes entraron para encontrarse con la muerte a sus pies. 

                Poco a poco, los recién llegados comenzaron a asimilar la imagen ante ellos. Algunos se retiraron con náuseas y confundidos gritos, mientras que otros corrieron hacia los pasillos. Unos cuantos, sin embargo, se acercaron a su sangrienta señora con lástima en la mirada.

                Minerva miró a los humanos ojos de Jullie, la pena reflejada en su rostro mientras se arrodillaba a su lado. Podía imaginarse lo que veían: su cabello blanco manchado de sangre, su palidez haciéndola parecer una muerta más. Sus iris brillando antinaturales, la sed despertando en ellos.

                ―Está… Vivo ―murmuró ella, sin embargo―. Lo has salvado.

                Minerva miró a Alonso, su respiración estabilizándose ahora en una lenta imitación de vida. La señora negó aquellas palabras.

                ―No, lo he condenado. Ni él ni mi familia volverán a marchar entre la vida, quedándonos en un limbo como el que maldijo a mi hija. Somos sombras de lo que una vez fue luz, caminando sin hallar el descanso que se nos destinaba.

                La mano de Jullie se posó en su hombro.

                ―Entonces caminemos todos juntos.

 

 

La mansión estaba hermosamente iluminada, a pesar de que ninguno de sus habitantes requería de luz para ver. Los candelabros brillaban sobre la mesa, y los cristales de las lámparas de araña reflejaban distintos colores según el ángulo con el que se vieran.

                Minerva presidía la mesa y llamó la atención de sus compañeros dando unos golpecitos en su copa. Por costumbre y decoro, los sirvientes habían dispuesto la mejor vajilla aun cuando ningún plato sería servido aquella noche. Lavanderas y cocineros, criados y mayordomos, nanas y jardineros ocupaban los asientos esperando a que su señora diera el discurso que esperaban.

                ―Hoy es una noche hermosa y oscura, pues la luna se ausenta del cielo como hizo el día en que renací en esta nueva imitación de vida. Mi discurso será breve pero sincero, pues solo quiero agradeceros que hayáis decidido acompañarme en este nuevo sendero: la vida como vampiros, hijos de la noche.

                Muchos de aquellos rostros sonrieron, los colmillos brillando en ellos. Algunos se secaron las lágrimas de las mejillas, emocionados, y Alonso le dedicó una mirada de orgullo. Solo el Guerrero permaneció inmutable a su lado, su rostro pensativo esperando a oír su discurso antes de juzgarlo.

                ―Sin embargo, aun cuando hoy os profeso mi gratitud, me gustaría pediros un favor más. Como sabréis, mi incursión en las sombras fue por un bien específico: curar el mal que se llevaba la vida y energía de mi hija Aurora. Esperaba que con un Milagro Oscuro, la eterna salud y fuerza con la que se describía a los vampiros sanara sus males.

                »No obstante, el don de la noche le trajo dolor y desgracia, y es con la última petición de ayuda a la Iglesia que descubrí su causa. Aurora nació por obra de un Milagro Sacro, un Milagro que no fue perfecto y que intenté aliviar con Oscuridad resultando en dolor.

                El Guerrero asintió, confirmando sus sospechas. Minerva siguió su discurso.

                ―Las opuestas naturalezas de sus bendiciones se destruyen mutuamente en vez de sanar a Aurora. Por eso, solo un tercer Milagro puede salvarla. Dedicaré la eternidad que la Noche me ha regalado a encontrar una tercera bendición, un don de Tinieblas que una a la Luz y Oscuridad en vitalidad y paz.

                »Encontraré ese Milagro Gris, aun si eso significa luchar contra las tierras de Erédeo. Formaré un nuevo bando, un nuevo hogar que se opondrá a la cruzada que la Iglesia encabezará contra nosotros. Se me conocerá como la Fundadora, pues ese es el nombre que tomo de la Oscuridad y con el que me enfrentaré a la injusta Claridad.

                »Alzad vuestras copas tanto si deseáis marchar conmigo a batalla como apoyar mi cometido.

                Para su sorpresa, la copa a su lado se levantó la primera. El Guerrero la miró, poniéndose en pie.

                ―Si me permitís acompañaros, tendréis a un hombre que luchó en incontables batallas, pero ninguna tan justa como la que planteáis. Si el Milagro Gris también resulta en la paz, con honor partiré a vuestro lado.

                La copa de Alonso siguió la suya y la de Jullie se levantó con tanto ánimo que casi derramó el líquido sobre el mantel. Poco a poco, los ruidos de sillas al retirarse y vítores corrieron por la mesa mientras las copas brillaban con destellos rojizos.

                Finalmente, Minerva alzó la suya, llena con la sangre de sus enemigos, y celebró su promesa junto a su familia.


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sábado, 3 de diciembre de 2022

La Fundadora: Segundo Acto

 El Milagro Negro


―¡Señorita, aun no se ha terminado de arreglar! ¡Señorita Aurora, vuelva!
Minerva alzó la vista de su libro, buscando en el techo del piso superior la llegada de aquel pequeño torbellino. Unos pasos rápidos siguieron a otros más pesados mientras Amelia, la criada designada como nana, corría tras el mequetrefe en que se había convertido su hija. 
Aurora bajó corriendo las escaleras, descalza y con el cabello ondulado a medio peinar. Se detuvo un segundo, como concediéndole una oportunidad a la pobre Amelia (los años no perdonaban y se había parado a recuperar el aliento). Entonces, cuando iba a retomar su persecución, bajó el último tramo saltando los escalones de dos en dos. 
En el último escalón trastabilló y habría aterrizado en el suelo de no ser porque Minerva ya se había acercado a la muchacha. La recogió antes de que cayera, salvándola una vez más de una torpe caída.
―¡Ve con cuidado! ¡Te dije que es peligroso correr por las escaleras!
―Lo sé. ¡Gracias, mamá!
La chiquilla alzó la mirada hacia su madre y, como siempre, ella parpadeó maravillada. Los ojos de su hija eran de un vivaz castaño, con aquellos aros dorados que la marcaban como habitante de Sacratea. Idénticos a los de su marido, en ocasiones creía que Erédeo la miraba desde sus pupilas. 
Negó con la cabeza, enterrando en su corazón el recuerdo de su amor. Había pasado más de una década desde su pérdida y bendición, y el duelo había convertido la ira y el dolor en un melancólico consuelo… Con algo de emoción por la energía de la pequeña Aurora. 
Alzó la mirada hacia la pobre criada, quien volvía a tomarse otro descansito.
―No te preocupes Amelia, la devolveré a las habitaciones.
―¿Qué? ―protestó la niña―. ¡Pero si ya estoy lista para el desayuno!
―Tal vez, pero no para las lecciones de después. Tenemos que comportarnos como señoritas e ir elegantes para aprender, ¿no crees?
―Siempre lo hacemos, incluso en camisón.
Minerva rio y su hija le dedicó una sonrisa… Que los sirvientes decían que era como la suya. Desde luego había heredado su vitalidad y franqueza. 
―Va, si te portas bien después de las lecciones salimos a jugar con las lanzas al jardín.
―¿¡En serio!? ―Minerva asintió y su hija sonrió―. ¡Vale, me lo has prometido, mamá! Si se te olvida iré descalza hasta a las clases de baile.
―Asumiré el riesgo ―rio ella, tendiéndole una mano que la niña aceptó.
Subieron las escaleras, esta vez despacio, con una sonrisa en el rostro. Con los años, había descubierto que los entrenamientos con lanza eran perfectos para que la niña gastara sus energías sin poner patas arriba la casa. Por lo demás, era una chiquilla excelente que estudiaba lo que podía e incluso ofrecía una mano a los criados cuando los veía atareados, ganándose su simpatía. 
Las miradas de afecto se dirigían tanto a señora como señorita de la casa. Minerva agradecía mentalmente que las torpes carreras de la niña por la mansión fueran objeto de risas y no de molestia por sus empleados. 
En un momento, Aurora trastabilló y se aferró al brazo de su madre para mantener el equilibrio. Alisó el pliegue de la alfombra con los pies mientras Minerva comprobaba que estuviera bien.
―Últimamente estás en las nubes. ¿Todo bien?
Aurora se tomó unos segundos antes de asentir, tan alegre como siempre. La acompañó hasta la puerta de su habitación y esperó hasta que salió con los zapatos puestos y el cabello un poco más ordenado. Se despidió de ella con un abrazo y no le sorprendió ver que echaba a correr, casi tropezándose de nuevo con la alfombra.
Minerva negó con la cabeza, sin poder ocultar la sonrisa de su rostro. Su hija solo había estado quieta cuando era un bebé incapaz de gatear y, una vez aprendió a hacerlo, no había cuna ni cansancio para detenerla. Incluso daba pataditas en sueños. 
Su vitalidad había crecido con su destreza para correr y “jugar” a las lanzas, con solo sus últimos traspiés capaces de frenar sus carreras. 
Aurora aseguraba que nada le turbaba la mente, pero Minerva comenzó a preocuparse cuando aquellos tropiezos se volvieron más habituales. Sus saltos acababan en las escaleras, para asegurarse en la barandilla; y sus entrenamientos con lanza, que empezaron casi diarios a petición de su hija, se volvieron una rareza en sus horarios. 
Un día, un grito llamó su atención y corrió a la habitación de su hija para encontrarla tendida en el suelo, con Amelia ayudándola a levantarse.
―Estoy bien, estoy bien ―decía, mientras su madre también ofrecía su apoyo―. Es solo que todavía no he desayunado, no tengo fuerzas…
Entre ambas levantaron a la chiquilla y la sentaron en la cama, sus piernas temblorosas colgando sobre las sábanas. Minerva parpadeó, sorprendida pero aliviada cuando Aurora logró levantarse por su propio pie y terminar de ponerse los zapatos. 
Aquel no fue el último incidente. Las caídas se volvieron más frecuentes, tropiezos en suelos lisos y debilidad aun cuando la niña había comido. Temiendo que su caminar regresara a un gateo torpe, Minerva consultó con todo médico de confianza que estuviera en su mano. 
Sin embargo, ninguno supo darle una respuesta que calmara sus inquietudes. No encontraban explicación para aquellos pasos torpes, ni tampoco cura para sus cansados temblores. La medicación y rehabilitación ofrecidos como remedio ni siquiera retrasaron su regresión al gateo que tenía de bebé, y este la dejó frustrada en cama. 
Minerva pasaba los días a su lado, intentando sacarle una sonrisa que ni ella misma podía forzar. Le prometía soluciones, a pesar de que cada doctor negaba con la cabeza murmurando una disculpa. Nanas y mayordomos, criados y jardineros, le traían presentes o su compañía, contando lo que habían visto aquel día para distraerla. Sin embargo, cada anécdota hacía suspirar a la pequeña, a quien deseaba haber vivido aquellas experiencias por si misma. 
        Las predicciones comenzaron, las expectativas de los médicos más nefastas conforme la parálisis consumía sus días.
De noche, Aurora dormía sin sus pataditas, mientras su madre permanecía en vela buscando similitudes en libros, remedios desesperados. En una de aquellas interminables veladas, se giró para descubrir que Alonso, jefe de mayordomos y su más fiel consejero, la esperaba en la puerta del estudio junto a un par de criados.
―Mi señora, ¿me permite pasar?
Minerva asintió y el hombre avanzó hacia el centro de la habitación. Su compañía aprovechó para recoger la taza de té frío, sustituyéndola con bebida caliente aun sabiendo que correría el mismo destino. 
―Si nos permite el atrevimiento ―comenzó el hombre, su escolta volviéndose hacia él en un gesto de apoyo―. Queríamos expresar nuestra preocupación por su estado, mi señora. Tememos que su salud peligre al volcarse en curar a la señorita y…
―¿Qué otra cosa podría hacer? ―repuso ella, aunque aceptó sentarse en su sillón cuando dos sirvientes le pidieron hacerlo―. Erédeo y yo pasamos tanto tiempo esperando a conocerla y ahora ni siquiera puede caminar a nuestro… A mi lado. 
―Lo sabemos, mi señora ―dijo el hombre, la aflicción sincera en su rostro envejecido―. Y aun cuando nuestra pena no es equiparable a la suya, la situación también pesa sobre nosotros. Pero es también por ella por lo que no puede dejar su salud de lado. Si desea ayudarla, también debe ser fuerte para descansar.
»Dormir, comer… son actividades que tal vez no le devuelvan la salud a su hija pero sí a usted. Con ello, reunirá las fuerzas para convertir su preocupación en esperanza. 
Minerva se llevó las manos a la cara. Un suspiro de agotamiento escapó entre sus cada vez más huesudos dedos. Agradecía su preocupación y sinceridad, una virtud que pocos sirvientes tenían con sus amos y que demostraba la amistad que les unía. 
―Todavía hay algo que no hemos probado ―sugirió una tímida voz.
Minerva se volvió hacia la criada que terminaba de servir el té. Conocía su nombre, conocía el de todos: era Jullie, hija de Magdalena, el ama de llaves. 
―Explícate, por favor ―le pidió Minerva.
Jullie miró temerosa a Alonso y, cuando este asintió, la joven comenzó a hablar.
―Algunos de nosotros comentamos que, si la vida de la señorita Aurora fue concedida a través de un Milagro, tal vez pueda ser arreglada con una segunda bendición ―dijo, sus manos aferrándose a la bandejita vacía con timidez―. La Sagrada Luz y su Claridad es piadosa… 
―… A pesar de la institución que actúa como su portavoz ―continuó Alonso por ella, atreviéndose a decir lo que no lograba formular―. Si ya mostraron bondad una vez, tal vez lo hagan una segunda. 
Con un último suspiro, Minerva aceptó su propuesta. Dedicó unas palabras de agradecimiento a Alonso, Jullie y los demás sirvientes, y entre todos planearon la visita y peticiones que haría a la Iglesia. 

✽ ✽ ✽

Al día siguiente, un coche de caballos la esperaba para marchar a la Catedral, la misma que le concedió su deseo años atrás. Alonso y Jullie, ataviados con sus mejores ropas, la acompañaron ofreciendo su apoyo, no obstante, Minerva intuía otros motivos.
Sus sospechas se confirmaron en las bulliciosas calles de la ciudad, donde los transeúntes clavaban sus miradas doradas en sus apagadas pupilas. Acostumbrada a las expresiones amables de su mansión, casi había olvidado los prejuicios que solían esconder aquellos áureos halos.  Por suerte, su compañía desviaba su atención en parte, haciéndola pasar por uno de los suyos. Al regresar a la mansión, tendría que agradecerles su ofrecimiento.  
Los pesados portones de la Catedral se abrieron y la ominosa y artificial luz cegó los desamparados iris de Minerva, tan grises como las canas que había cultivado con el paso de los años. Dos hombres salieron a recibirla, y no le sorprendió encontrar en ellos los familiares rostros de aquellos a quienes acudió la última vez. El tiempo había convertido a Jakob en un hombre de rostro firme y devoto, de forma similar al cambio que había experimentado el Sumo Sacerdote. Los ojos semi-dorados de Tobías, hundidos entre arrugas, fingían compasión sin poder ocultar su desconfiado juicio de la plateada mirada de Minerva.
Empezó con una reverencia hacia los sacerdotes y sus acompañantes la imitaron.
―Sus eminencias, vengo a agradecerles los años de felicidad que la Sagrada Luz me otorgó tras vuestras plegarias. Su nombre es Aurora y vive bajo mi protección y la de mi amado Erédeo, en paz descanse. 
Tobías asintió, conforme. Minerva agradeció para sus adentros las rápidas lecciones sobre cortesía eclesiástica que recibió la noche anterior.  
―Dichosas sean tus palabras, mi señora ―dijo el hombre, inclinando la cabeza―. Que tu Fe sea sincera y tus años de felicidad largos y luminosos hasta que te reúnas con tu amor y la Gracia en la que duerme. 
»No obstante, comprendo que su visita no busca confesión o meditación, pues todo simpatizante de nuestra Fe puede practicarlas en la comodidad del hogar. ¿A qué se debe, pues, su entrada en la morada de la Luz?
Minerva tragó saliva, ordenando las palabras que había ensayado la noche anterior acompañada de sus amigos. Su recuerdo la reconfortó, como también hicieron las miradas de ánimo que sentía sobre su espalda, capaces de ablandar la dura expresión del sacerdote.
Así, contó cómo su hija había nacido sana a pesar de las complicaciones del parto. La describió como una niña feliz y hermosa, con los ojos de su padre y la vitalidad de su madre. El rostro de Minerva se iluminó al recordar sus primeros pasos, sus trotes por la mansión, pero pronto se apagó como hicieron las carreras de la niña, consumidas entre fatiga y temblores. 
―… Y es por eso por lo que marcho a buscar vuestra misericordia ―terminó Minerva, la mirada en una plegaria―: por un último Milagro que recupere la vitalidad de mi hija. 
Aun cuando había ensayado su discurso, su voz terminó por romperse, casi incapaz de contener las lágrimas que tanto tiempo había guardado. 
Debía ser fuerte. Por Aurora, por Erédeo, por ella misma. Si no, no podría enfrentarse a la mirada despectiva que escapó del joven sacerdote. Un atisbo sincero que pronto se perdió tras una máscara vacía. Igual de ambigua era la expresión de Tobías, quien tomó la palabra.
―Señora, la historia que contáis es triste y extraña a sus ojos, mas no es objeto de sorpresa o pena a los nuestros. 
        »Usted y su marido, en paz descanse, acudieron a nosotros en busca de un Milagro que la Luz les concedió tras nuestra intervención, pero esta solo actuaría para que su hija naciera… sin contar las condiciones de su crecimiento. Los Milagros son escasos, regocíjese con que haya llegado a conocerla sabiendo su blasfema vida.
        Minerva abrió los ojos, las palabras golpeándola como una bofetada. Escuchó a Jullie exclamar tras ella, sorprendida también, pero ninguno de los sirvientes se atrevió a acercarse más. La señora cerró los puños, reuniendo el dolor de aquella sentencia en una respuesta. 
        ―¿Có-cómo osáis? Pido disculpas si he entendido mal, ¿pero no era esta la llamada “Tierra de los Milagros”? ¿El Reino donde los creyentes de la Sacra Luz son bendecidos por su bondad y poder?
        ―El sacerdote asintió y ella hizo una mueca―. Mi marido fue el hombre más devoto que jamás ha pisado esta tierra, y murió por ella cuando el deber llamó a nuestra puerta. ¿Por qué, entonces, no tengo derecho a exigir que lo último que queda de él siga con vida?
       ―Por ser una hereje, al igual que su marido lo fue.
       ―¡¿Disculpa?!
       ―La sucia plata de sus ojos mancha nuestra Iglesia, marcándola como hija de tierras profanas ―la señaló Tobías―. Al casarse con usted, Erédeo selló también su destino y el de su progenie. De nuevo, alégrese de que nuestra piadosa Luz le haya concedido su nacimiento, aunque este fuera para una efímera vida. 
        Minerva se quedó paralizada. Estaba acostumbrada al desprecio cortés: a las miradas recelosas, a las muecas fugaces cuando veían sus ojos o los ocultaba para disimularlos.
        Pero aquella sinceridad, aquel odio tan directo y viperino… Era la primera vez que lo recibía. Sus palabras se quebraron en su boca antes de blandirlas como defensa. Solo la ira crecía en ella, incapaz de darle una respuesta civilizada. 
        ―¡Eso es un disparate!
        Y Alonso habló por ella, avanzando a su lado y seguido por una temerosa Jullie, también muda del asombro. 
―Nuestra clara Diosa es piadosa, está en las consignas en las que rezamos ―proclamó el hombre―. En el fondo, el lugar de procedencia no importa para profesar nuestra Fe. Basta con que el corazón del devoto sea bondadoso, como es el de mi señora. 
Jakob dejó escapar una risa seca.
―Eso fue en el pasado, sirviente. No podemos soltar el poder de nuestra Santidad tan a la ligera, o sus favores llegarían hasta aquellos monstruos que combatimos en las fronteras ―le dedicó una mueca a Minerva―. No concederemos más poder a una extranjera. 
―Ya hice un pacto con vosotros y se cobró la vida de mi marido ―escupió Minerva. No le sorprendió comprobar que los sacerdotes no negaron su acusación―. No sois tan distintos de los demonios que queréis abatir. 
―No nos compares con las sucias criaturas a las que nos enfrentamos, hereje ―el Sumo Sacerdote hizo un gesto y dos guardias aparecieron tras un destello de luz. Minerva habría parpadeado de no estar tan furiosa, pues era la primera vez que la magia sagrada se manifestaba directa ante ella―. Estas han sido tus últimas palabras en esta Iglesia. Reflexiona fuera de nuestra Catedral antes de rogarnos disculpas por tus calumnias. Tal vez con unos siglos de rezos la Claridad te perdone. 
Las manos de metal se posaron en sus brazos y Minerva les dirigió una última mirada a los sacerdotes antes de que los guardias les condujeran al exterior. Esperó que el odio en sus plateados ojos fuera tan sincero como el de sus oxidados iris. Con las máscaras de cortesía destruidas, casi sintió regocijo al escupirles lo que pensaba de su inmoral credo. 
Sin embargo, durante el trayecto de vuelta, su rabia se apagó en una triste comprensión: no había logrado su objetivo, incluso había empeorado las posibilidades de conseguirlo. Le sorprendió ver que Jullie rompió a llorar antes que ella. 
―Lo siento, lo siento tantísimo, mi señora ―exclamó, su rostro lloroso oculto tras sus manos―. Ha sido todo por mi culpa, no debería haber sugerido jamás esto. Lo siento, lo siento…
Y entonces, la poca rabia que aún sentía se escapó en un suspiro. Su mano se alzó hacia Jullie para posarse conciliadora en su hombro.
―No tienes nada que lamentar Jullie. Me aconsejaste lo que creías que podría ayudar y, aunque el desenlace no haya sido… óptimo, solo los sacerdotes son culpables de sus acciones. Hiciste… No, ambas hicimos lo que estuvo en nuestras manos. 
Jullie recuperó el aire entrecortadamente y sorprendió a Minerva al abrazarla entre temblores. Ella aceptó el gesto. Solo sus sollozos interrumpieron el silencio que las acompañó durante el regreso.

✽ ✽ ✽

Aquella noche no se atrevió a visitar a su hija. Le pidió a Amelia que le deseara las buenas noches en su nombre y encomendó a Alonso informar a sus compañeros de la desastrosa visita. Exigió silencio y soledad y sus sirvientes lo respetaron, dejando que marchara en paz a la acogedora oscuridad de su estudio.  
Cerró las puertas a su espalda, desterrando así la luz de los pasillos. Se extrañó, pues la chimenea solía alumbrar la habitación incluso en las calurosas noches de verano. 
Una leve brisa le advirtió que la ventana del estudio estaba abierta, y un escalofrío le pidió que acudiera a cerrarla. El viento cesó, pero la luna siguió concediendo un mínimo de claridad a la estancia. Minerva contempló su reflejo y luego el paisaje tras el cristal.
¿Cuántas veces había acompañado aquella imagen sus reflexiones? El frío le recordó su pérdida, el abrazo que aún echaba en falta. Su amado también la abrazó aquella noche, aquella velada donde se prometieron seguir guardando esperanzas. 
Tras tanto tiempo conteniéndolas, las lágrimas por fin cayeron, descendiendo con la amargura de quien había amado tanto como había perdido. 
Y entonces unos pasos las cortaron. Minerva se sobresaltó, mas pronto canalizó su sorpresa a una atenta guardia, girándose hacia la puerta. Sometió sus alrededores a un rápido escrutinio, buscando el autor de aquellas pisadas, pero la habitación estaba en penumbra y su visión ya no era tan aguda como antaño. 
Para su suerte o desgracia, su misterioso visitante advirtió su vigilancia y detuvo su avance, su rostro oculto en las sombras que la luna no llegaba a desterrar. 
―Lamento la intrusión ―dijo una voz desconocida, grave y pausada― y las formas en las que me presento ante usted.
―¿Con quién hablo? ―preguntó Minerva con autoridad, mientras pensaba si tendría a mano una posible arma―. Muéstrate antes de que llame a mis sirvientes.
El desconocido avanzó hacia la luz con andares medidos y cuidadosos, deteniéndose a una distancia prudencial de la señora de la casa. 
Se trataba de un hombre de tez oscura, ataviado con ropas de viaje que no parecían de la moda de Sacratea. Estaban raídas, y su barba descuidada y cabellos mal recogidos daban la impresión de que llevaba mucho tiempo viajando sin descanso. Aun así, había algo noble en su porte y la forma en que se arrodilló ante Minerva, alzando sus manos para mostrarle un pequeño objeto.
―Solo he venido a devolveros esto. Lamento haber tardado tanto tiempo en hacerlo.
Minerva frunció el ceño, intentando discernir la naturaleza del regalo mientras se acercaba con pasos medidos, unos andares que se aceleraron al reconocer el presente y recogerlo entre sus propias manos. 
Abrió el viejo guardapelo de plata para encontrarse con el retrato de su marido junto al suyo. Las lágrimas interrumpidas escaparon de nuevo. Tras años intentando enterrar su dolor, casi había olvidado el rostro que tanto amó. Hundiéndolo en su pecho, abrazando el guardapelo como si fuera su amado, logró pronunciar unas palabras que no reflejaron su agradecimiento:
―¿Cómo lo has recuperado?
El hombre no respondió al instante, despertando el instinto de guerrera en Minerva. Recuperó la compostura, guardó el presente en los bolsillos de su vestido y sus lágrimas se congelaron en una mirada firme que esperaba respuestas.
―Lo encontré junto a él en el campo de batalla al que me destinaron ―respondió el hombre―. Sus heridas eran fatales, pero me encomendó devolverle a su amada el tesoro que ahora guardas.
El hombre se tomó otra pausa, sus ojos oscuros analizando su reacción con la misma precisión que ella. Reconoció aquella mirada: estaba ante otro guerrero, y este tenía experiencia.
―A Erédeo no le importó desconocer mi nombre u origen para otorgarme su última voluntad, ni tampoco el bando o la raza que nos separaba ―siguió, ajeno a sus pensamientos―. Tampoco me importaban tales diferencias para cumplir su deseo. Solo lamento la larga espera. Mis condolencias. 
Y el corazón de Minerva dio un vuelco. Un latido que sacudió su pecho y la despertó ante la verdad que su mente había ignorado: la sombría presencia que rodeaba a aquel hombre. Una presión oscura que lo cubría como un manto de noche. La sensación de que, a pesar de su aparente juventud, aquellos ojos contenían la sabiduría de quien había visto decenas de guerras y vidas empezar y terminar ante él. 
Cuando por fin logró reaccionar, trastabilló hacia la ventana aun sabiendo que no podría escapar de tal mortal criatura. Mientras valoraba si gritar salvaría o condenaría a sus sirvientes, el hijo de la noche negó con la cabeza, alzando las manos en un gesto conciliador.
―No temáis, por favor. No tengo intención de haceros daño… Soy al que llaman el Guerrero del Crepúsculo. Si he de matar, lo haré únicamente en el campo de batalla ―a pesar de sus palabras, Minerva siguió en guardia, las manos protegiendo su alterado corazón―. He cumplido mi objetivo al entregaros el guardapelo. Si me permitís, saldré por la ventana por la que entré a vuestro hogar. 
El vampiro se alzó pero Minerva mantuvo su posición, su vista analizando si podía confiar en la palabra de aquella criatura, esperando encontrar una mentira que rebelara su verdadera naturaleza…
No la encontró. Aquellos ojos rojizos eran sinceros, e incluso podía ver su pena en el vacío inmortal que cargaba con él. No había máscara que pretendiera esconder odio o sed de sangre. 
Parecía más humano que los feligreses que la rechazaron por su linaje.
―No puedo dejaros marchar.
El vampiro parpadeó ante su murmullo, pero luego bajó la cabeza.
―Juro que no maté a vuestro esposo, no obstante, sí se me ordenó matar a otros tantos de los vuestros. Si lo que buscáis es justicia, sed conscientes de que llevo siglos esperando por ella y no he podido encontrarla. 
Minerva negó con la cabeza, aunque frunció el ceño con aquellas palabras. 
―Busco un Milagro.
―¿Un Milagro?
―Así es ―asintió ella, irguiéndose para desterrar al temor y llamar al orgullo―. Un Milagro que salve a lo que queda de Erédeo, a la hija que nació de nuestro amor. Su vida se marchita ante mis ojos, llevándose su felicidad sin que pueda retenerla entre mis dedos. Un luminoso Milagro fue lo que me permitió conocerla, y requiero de otro antes de que se la lleven de mi abrazo.
»Necesito un Milagro Oscuro que le devuelva los andares, aun si estos no vuelven a ver el sol, aun si solo puede alimentarse de otros durante el resto de sus días. Requiero de tu ayuda, Guerrero, pues he oído que los tuyos pueden sanar sus heridas en segundos y vivir hasta el final de los tiempos.
Minerva esperó su respuesta con resolución, sin temor a que su juicio estuviera equivocado. El hombre tardó en contestar, adelantando su respuesta al negar con la cabeza.
―Lo lamento, mi señora, pues soy incapaz de ayudarla. Muchos de nosotros renacemos en la oscuridad con un vestigio que determinará nuestra suerte como hijos de la noche… como vampiros.
»Así, yo soy capaz de caminar bajo el sol, pero no puedo reproducir mi don en otros humanos. Aun cuando quisiera ayudarla, no está en mi mano hacerlo. Lo lamento. 
Bajó la cabeza como disculpa, gesto que no bastó a Minerva. 
―Debe haber entonces otra forma, ¿no es así? ―inquirió ella, dispuesta a averiguar el motivo de sus dudas. El hombre frunció el ceño―. Escuché que compartir sangre con una víctima la convierte en parte de vuestra comunidad ―el Guerrero asintió―. Entonces solo debería llamar a un vampiro para que me convierta en parte de los suyos.
―¿A usted?
―Así es. Valoraré yo misma si es seguro que mi hija se adentre en la oscuridad. Ya tiene que pasar sola por su enfermedad, no permitiré que también se enfrente a esto sin mi compañía.
El Guerrero bajó la mirada, pensativo.
―Encontrar a uno de los míos le sería difícil y, por lo que contáis, puede que su hija no pueda esperar tanto. Por ello, debo sugeriros otra forma de renacer en la oscuridad. Una que algunos intentan y cuyo fracaso convierte su cordura en retorcida sed. 
»Si tomáis ese camino, os acompañaré en la ceremonia, pero debéis ser cauta para no caer en la tentación de un poder mayor, pues este se paga con el alma. Si escogéis bien, sería un ritual indoloro y se podría celebrar la próxima luna nueva. ¿Aceptaríais?
      Como respuesta, Minerva avanzó hacia su nuevo aliado, tendiéndole una mano cuya determinación había acabado con su temblor. El hombre la aceptó, estrechándola en un acuerdo. No le sorprendió notar como su piel estaba fría como las cenizas de su chimenea. 
        ―Aceptaría aunque me costara mi propio corazón.

✽ ✽ ✽

Aquella misma madrugada convocaron a los sirvientes a una reunión en el salón principal. Sus caras adormiladas se despertaron con curiosidad al ver al misterioso visitante, terminando de despejarse cuando Minerva rebeló su naturaleza y plan. Escucharon atentos, obedeciendo a la petición de su señora por silencio, hasta que ambos terminaron de contar su misión.
        ―Será una ceremonia corta, para la que solo os pido vuestro silencio ―explicó ella―. Sé que muchos teméis en lo que me convertiré esa noche y no os culpo por ello. Por eso, sentíos libres de abandonar este trabajo antes de que renazca. No seréis perseguidos mientras guardéis el secreto, y me encargaré de que el pago por ello dure hasta el final de vuestros días. No habrá rencor toméis la decisión que toméis. 
        Minerva terminó su discurso y observó los rostros de sus amigos, aquellos con los que había compartido tanto pena y duelo como alegrías y consuelo. Veía dudas en sus expresiones, incluso algunos todavía se mostraban incrédulos. En un momento, los chismorreos brotaron de sus labios y se volcaron en Alonso, quien los recogió y anunció como portavoz:
       ―Mi señora, aquello que nos ofrecéis es inconcebible para nosotros. No podéis “comprar” nuestro silencio pues entonces no podríamos llamaros nuestra amiga. Sea cual sea la naturaleza del milagro que busquéis, la nobleza de su fin merece nuestro apoyo. 
        »La seguiremos allá donde vaya. 
Y así, una semana más tarde la señora de la casa y sus compañeros marcharon bajo el cielo sin luna, los árboles del bosque ocultándolos de las propias estrellas. Las velas de sus acompañantes iluminaban sus pasos, y Minerva repasaba mentalmente las lecciones del Guerrero. 
―“Los Dioses te sugerirán nombres, cualidades y dones. No obstante, es el deber del convertido elegir qué destino extraer de sus voces. Son ellos los que me mostraron mi senda como el Guerrero ―le explicó en su día―. Sin embargo, debes marchar con cuidado pues no todos los caminos son tan apacibles como los demás… 
Las velas titilaban con el viento invernal, pero la determinación de Minerva le hacía dar siempre el siguiente paso. Contaba con los consejos y el apoyo de sus compañeros, y su hija ya sabía de su plan. No había vuelta atrás.
Finalmente llegaron a un claro donde se abría un pequeño lago de aguas limpias. Siguiendo las instrucciones de su compañero, Minerva se descalzó y avanzó hacia su centro, su vestido oscuro ondulando sobre la superficie. 
        Tras ella, el Guerrero empezó su oración, su rostro solemne iluminado por las velas.
      ―Dioses que moráis al otro lado del cielo estrellado, que traéis sangre a los que lamentan su hambre y vida a los que anhelan salud. Conceded el abrazo de la oscuridad a esta mortal, pues sus propósitos y deseos son para ayudar a los suyos y no para subyugar a los justos ―con cada una de sus palabras, Minerva se adentraba más y más en el lago, el agua llegándole ya por la cintura―. Dadle sabiduría y fuerza, el don para alejar los males de aquellos que ama. Si ella es digna de vuestra bendición, coronadla como hija de la noche…
        »… y si cae en la tentación, maldecidla tomando su alma. 
        Y con aquella frase, su pie no tocó fondo. Se precipitó a la fría oscuridad como si de un abismo se tratara, sus ojos mostrándole una prisión de agua y sombras. Al abrir la boca, se sorprendió al comprobar que podía respirar. 
      El pánico inicial se calmó al recordar los consejos que le dio el Guerrero. Con recién reunido valor, dejó que el amor hacia su esposo y su hija la guiara mientras el murmullo a su alrededor se volvía más y más claro. Distinguió voces, una cacofonía de susurros en diversas lenguas. Comprendía algunas palabras: sangre, amor, luz, familia… muerte, muerte, muerte.
       Odio, el que sintió cuando los que se proclamaban salvadores la rechazaron. 
        Desesperación, por aquellas noches en vela buscando una cura a su hija.
        Rabia, por la injusta muerte del hombre que amó. 
      «No, ese no es el camino ―pensó negando con la cabeza, sus cabellos canos ondulando en las aguas―. Oscuridad y noche, os pido fuerzas para ayudar a mi hija, no para derramar sangre».
        ―Pero es de sangre de lo que te alimentarás, ¿qué importará si bebes de quienes merecen castigo.
      Minerva tragó saliva, intentando contener la calma. Era peor que en sus advertencias. Notaba como aquellas voces tiraban de ella, buscando su odio y pena. 
        ―Yo… ―murmuró―. No puedo dar una respuesta a eso. 
        ―No te corresponde hacerlo ahora ―dijo una voz.
        ―Cada uno define su justicia, pero no siempre es la más justa ―dijo otra.
        ―Vemos injusticia en tu pasado, y también en tu presente.
        ―¡Nos conmueve, nos conmueve!
        ―Renace, hija. Recupera el amor perdido.
        ―¡Amor y pérdida!
        ―Renace, para escoger el camino del odio. 
        ―¡Muerte y justicia! ¡La Luz Sacra ciega a sus seguidores!
       ―Camina de nuevo junto a los que amas. Acaba con aquellos que escupieron en tus lágrimas… ¿O acaso cederás al perdón tras tanto dolor? 
        ―¡Que paguen por su odio! ¡Que lloren su injusticia!
        ―Renace, hija sin nombre, pues se te ha concedido el Milagro Oscuro que tanto ansiabas.
      Con cada voz, el agua a su alrededor se turbaba, sacudiéndola como una hoja a merced de un huracán. La presión creció, obligándola a soltar una bocanada de aire que no sabía que aún retenía, escapando en burbujas ante sus ojos. Cerraba y abría los ojos solo para reencontrarse con la misma oscuridad que la arrastraba, tirando tanto de su odio como de la pena por lo perdido.
        Y entonces, todo se volvió rojo. 
     Su rostro atravesó el lago y tomó aire aun cuando este era frío como el hielo. Sus pies se arrastraron por el fangoso fondo, las aguas calientes que ahora eran rojas.
Miró sorprendida a su alrededor, ya a medio camino hacia la orilla. Tomó agua entre sus manos y la encontró ligera, el rojo tornándose transparente con su caída. Alzó la mirada para encontrarse con las reverencias de sus amigos y salvador.
        ―Bienvenida a la noche ―dijo el Guerrero―. ¿Cuál será su nuevo nombre?
        El rojo goteaba de su rostro cuando contestó:
        ―No lo sé. Solo quiero salvar a mi hija.

✽ ✽ ✽

Amanecía cuando Minerva acudía a la habitación de Aurora. Los sirvientes le hicieron paso, todos reunidos a los lados del pasillo mientras la señora caminaba entre ellos agradecida por sus miradas de ánimo. Tras ella caminaba el Guerrero, que en las últimas semanas se había ganado el respeto de sus convivientes. 
        Eran muchos los que le habían preguntado por su naturaleza, movidos por inocente curiosidad y él había contestado con paciencia sus dudas. También interrogaron a Minerva a su regreso, preguntando si notaba alguna diferencia respecto a su pasado como humana. Sin embargo, ella contestaba que estaba demasiado centrada en su objetivo para percatarse de ello. Hasta ahora, solo se había dado cuenta de que su cabello, otora entrecano, se había decantado finalmente por un hermoso blanco níveo. 
        Sus pasos seguían siendo los mismos, incluso su fuerza parecía ser la de antaño, pero notaba un poder en su interior que no había confesado a sus amigos por verse incapaz de definirlo. Animándose con aquel don, llamó y abrió la puerta para descubrir a su hija en cama.
Aurora abrió los ojos y sus nanas se acercaron para girarla hacia su madre. Minerva se arrodilló junto a su cama, tomando sus manos aun cuando sabía que no notaría su contacto con ellas. 
―Hija, ha llegado el momento que hablamos ―dijo, cerrando sus dedos sobre los suyos. Su piel todavía encerraba la calidez de la vida―. ¿Aceptarás esta cura que te traigo, aun cuando no podrás correr bajo el sol o vivir una vida humana?
Aurora parpadeó. Dos lágrimas se escaparon de sus ojos cuando pronunció el sí que su madre tanto esperaba.
El Guerrero le tendió el cuchillo y Minerva rasgó su muñeca. No sintió dolor y la sangre corrió fría sobre su piel. Aurora abrió la boca y unas gotas cayeron en su garganta. Tragó con dificultad y cerró los ojos.
Esperaron. Unos sirvientes corrieron las cortinas y encendieron las lámparas, huyendo de la luz que anunciaba el nuevo día. Los andares de Minerva fueron lo único que resonaba en aquella sala mientras todos esperaban. Sus corazones latían al unísono y Minerva se sorprendió de que el suyo aún pudiera hacerlo. 
Entonces Aurora abrió los ojos… y sus manos. Lentamente, se giró hacia su madre y esta vio sus iris, el aro dorado convertido en un círculo escarlata. Minerva sonrió y las lágrimas brotaron cuando Aurora se incorporó por sí misma, comprobando que sus piernas volvían a moverse a su voluntad. 
Miró a los sirvientes que sollozaban a su alrededor, al regio alivio que se veía en el rostro del Guerrero y finalmente a su madre, que la esperaba arrodillada sin poder contener la emoción.
―Mamá, ha funcionado. 
Se lanzó hacia ella, abrazándola, y Minerva la levantó entre sus brazos para girar con ambas llorando de felicidad. Sus amigos las alabaron, felicitando a la familia mientras ellas reían dando vueltas.
Fue un momento hermoso, que duró hasta que el dolor alcanzó a Aurora y su risa se rompió en un aullido de agonía. 

                



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jueves, 27 de octubre de 2022

La Fundadora: Primer Acto

 El Milagro Blanco


Minerva Ericenea contemplaba la nieve a través de la ventana de su estudio particular. El gramófono acompañaba la lenta caída de los copos con una melodía de compás tranquilo, que invitaría al estudio de los numerosos libros que la rodeaban si no estuviera ya abrazada por su compañero de vida. La música hacía que sus cuerpos se mecieran lentamente, casi de forma inconsciente, en aquel sereno vals.

Parpadeó y sus ojos dejaron atrás los preciosos jardines para enfocar su reflejo, que le devolvió una sonrisa entre los brazos de su marido. Tanto sus oscuros cabellos como los suyos más castaños comenzaban a salpicarse de gris, la senectud recordándoles la vida que habían compartido juntos. Una historia pacífica, donde los caminos escogidos tal vez no fueron los más acertados. En ocasiones recordaba sus lecciones de lanza, las alabanzas de sus instructores, como recordatorio de que las guerras orientales podrían pedir su colaboración. No obstante, su edad se acercaba al medio siglo, y las batallas se sucedían sin llamar a sus soldados más vetustos. Aun así, había mantenido la costumbre de entrenar tanto por precaución como por nostálgico entretenimiento.

Como si hubiera leído sus preocupaciones, los brazos de su amado se cerraron más sobre ella, su calidez alejando el frío que se colaba a través del cristal. Tras un beso en la mejilla, sus ojos castaños la miraron sobre el vidrio, con tanto amor como en el día de su boda.

―Míranos, mi amor. El uno en compañía del otro, y tal vez el siguiente invierno no estemos solos.

La sonrisa de Minerva se apagó, y él deshizo su abrazo con preocupación.

―Erédeo, mi vida. Empiezo a dudar si nuestras esperanzas e ilusiones nos hacen bien alguno. Tal vez sea momento de asumir que nuestro amor solo puede ser compartido entre nosotros dos.

Él bajó la mirada y ella hizo lo mismo. Había sido una vida de paz y tranquila felicidad, pero sus deseos de concebir comenzaron a marchitarse tras años de intentos y dolor por las abruptas pérdidas. Las canas y arrugas en sus hoyuelos indicaban que pronto se quedarían sin oportunidades.

―Estoy cansada de fallar, mi amor ―siguió ella, meciéndose para recuperar los pasos de su discreto baile―. Cada año es un recordatorio de aquellos frutos que nos dejaron antes de conocerlos, de las noches en vela cuestionándonos el por qué. Nuestra vida ha sido y seguirá siendo plena a pesar de no compartirla con hijos.

―Lo sé, lo sé y no me arrepiento de haber pasado estos maravillosos años contigo ―dijo él, volviendo a abrazarla con fuerza―. Es solo que, al ser un deseo que ambos compartíamos, me hubiera gustado verlo entre nuestras manos.

Minerva sonrió, reconfortada por su abrazo, pero su mueca ya estaba marcada por el cansancio. Cada ensueño que compartían solo servía para volver a hundir sus esperanzas, socavadas por la cruel realidad. En ocasiones soñaba con la alegría de tener a un pequeño y despertaba recordando su sangre, lo único que quedaba de ellos.  

Erédeo volvió a besarla, aliviando sus pesares. Ah, siempre sabía cuándo dar el gesto adecuado, cuándo consolar sus aflicciones. En ocasiones, se había preguntado si su oportunismo se debería al conocimiento que otorgaba la convivencia o por algún don o bendición.

Como leyendo sus pensamientos, su amado planteó:

―Tal vez… podríamos pedirle ayuda a mi Fe.

Ella frunció el ceño y finalmente se apartó, no lo suficiente para alejarse de su abrazo si no para mirarlo a los ojos.

―¿A la Iglesia Sacra? ¿La misma que nos impide acoger bajo nuestro apellido a los huérfanos que buscan hogar?

―Sabes que son las leyes las que impiden que los nobles sin descendencia de sangre adopten.

―Y esas leyes están basadas en los dogmas de vuestra Iglesia ―suspiró―. Es su ideal el que está inspirando las interminables guerras al este, te recuerdo.

―Tienes razón, tienes razón ―admitió él, imitando su suspiro―. Los dioses de las tierras que te vieron nacer son más tranquilos, lo que me hace preguntarme por qué vuestro gobierno no basa más su constitución en su credo.

―Las enseñanzas de lanza y espada vienen bien a todo el mundo ―contestó ella― aunque nuestros dioses siempre busquen la paz. De todos modos, consideramos que la fe y la razón son asuntos que no deben mezclarse.

―¿Pero qué razón podemos esperar en una tierra donde existen milagros?

Ah, allí estaba aquella emotiva mirada, vibrante a pesar de los años. El halo dorado que rodeaba las pupilas de su amado lo marcaba como hijo de las tierras de Sacratea. Ella carecía de aquel brillo áureo en la mirada pues procedía de Corentia, un pequeño reino vecino que no seguía las enseñanzas de la Iglesia Sacra.

Por amor, había decidido hacer de Sacratea su hogar, teniendo que acostumbrarse a convivir con las costumbres de sus feligreses. El gobierno era una teocracia, de enseñanzas tan bondadosas como las de su tierra que, sin embargo, su gente siempre conseguía tergiversar a su favor.

No exigían saber luchar a todos sus nobles como en Corentia, pero uno de los esposos debía prepararse por si era llamado a la guerra. Las cruzada de Sacratea en las fronteras del este era prueba de su doble cara. La Iglesia Sacra se excusaba en la maldad de aquellos que combatían, llamados demonios y seguidores de dioses oscuros. Las historias contaban que dichos feligreses dejaban atrás su humanidad consumidos por el encanto de la sangre, y que era deber de la Sacra Luz terminar con su blasfema existencia. No obstante, aquellos dogmas en boca de sacerdotes no eran más que rumores para los escépticos de tierras prósperas.

Minerva escuchaba con desconfianza aquellas excusas, pues conocía la sombra de la Teocracia. La Fe Sacra pedía bondad mientras mataba en guerras, y sus nobles más devotos miraban a Minerva con desprecio al no hallar el halo en sus ojos. En eventos, los chismorreos volaban entre pasos de baile y notas musicales, la mayoría de encuentros disfrazados de falsa cortesía. Realmente, solo veía sincero aprecio en su marido y algún amigo, pues incluso apreciaba la distancia con los empleados de su hogar. La trataban con reverencia, pero su respeto venía del que profesaban a su marido tras generaciones de amistad con su apellido.

Terminó negando con la cabeza, sin necesidad de expresar una vez más sus razones.

―Ya sabes lo que opino de vuestra forma de gobernar ―concluyó.

―Y también conoces mi opinión al respecto: estoy de acuerdo ―suspiró él―. Las elecciones de la Iglesia pueden ser cuestionables… pero mi Fe en la bondad de la Luz y los Milagros que nos otorgan la siento buena. Es en esta Fe donde veo una última esperanza de ser tres en la familia.

Minerva sopesó su propuesta, sus pies moviéndose inconscientemente con la música. Pronto su marido le tendió la mano y ella le guio en un lento baile, su cabeza apoyada en sus hombros con cariño. Su tierra natal le concedía la libertad de elegir su credo, y ella decidió no rezar a ningún dios a pesar de las historias de Milagros y las verdades que había visto en ellas. Era una de las cosas que más le había fascinado a Erédeo de ella, su reticencia a ceder su completa devoción en algo superior, su precaución aun cuando la Fe desafiaba lo establecido.

―Podemos probar ―aceptó junto a las notas finales de la canción―. Un último año de esperanza en el que ambos pedimos ayuda a tu Luz.

―Maravilloso. Tendré que enseñarte a rezar entonces.

―Supongo. Pero recuerda, solo me permitiré desear resultados este año… ―su sonrisa creció, convirtiéndose en una risa―. De todos modos, tampoco íbamos a dejar de intentarlo, ¿no?

Él soltó una carcajada.

―Cierto, pero no incluyas eso en tus oraciones ―sus cuerpos se separaron, unidos solo por sus manos y dedos entrelazados―. Y si, a pesar de todo, seguimos siendo solo dos, recuerda que jamás cambiaré el amor que siento por ti.

Minerva sonrió, sabiendo que sus sentimientos estaban en armonía una vez más.

―Jamás lo he dudado.

 

 

Aun cuando no era la primera vez que visitaba la Catedral, Minerva sintió la necesidad de parpadear al entrar para su concertada visita. La luz de los altos candelabros y lámparas del techo era capaz de desafiar la que iluminaba el cielo, como recordatorio de que la esperanza siempre brillaba en los lugares de fe. En otro tiempo habría pensado que se trataba de simple simbolismo, pero ahora empezaba a tener sus dudas.

                Su marido la tomó del brazo, dejando que se apoyara en él. No estaba acostumbrado a ser el apoyo físico del otro, pues ella solía ostentar mayor fuerza, aunque agradecía sus cuidados en aquel momento tan crucial. Acarició su tripa instintivamente, ligeramente redondeada, pero pronto retiró su mano. Una tenue turbación cegó sus ensoñaciones, llevando a sus ojos a huir de la luz. No sería la primera vez que lograba concebir para despertar con sangre entre sus piernas.

                Erédeo hizo una reverencia de cortesía y ella lo imitó como pudo, aun cuando una mano le pidió detenerse.

                ―No es necesario, su gracia ―dijo, con un gesto―. No se fuerce al decoro en su situación.

                Parpadeó y por fin enfocó la vista. La doctora y dos hombres ante ella imitaron su saludo cortés, sus manos recogidas tras las largas túnicas de sacerdote. Los tres tenían los ojos castaños, con aquel tenue aro dorado que revelaba su origen de Sacratea. En ocasiones se preguntaba si aquellos peculiares iris les permitían ver mejor bajo aquel baño de luz dorada.

                Eran los mismos sacerdotes que la otra vez: el Sumo Sacerdote de aquella sede, su eminencia Tobías Immeres, de constitución vigorosa a pesar de su cabello encanecido; y Jakob, su ayudante más fiel, de apariencia más joven. Ambos tenían la misma mirada tranquila pero que Minerva sentía severa, pretendiendo una amabilidad que no sentían.

                «Cálmate ―pensó mientras Erédeo comenzaba a narrar su estado―. Están ayudando con esto, tus dudas son infundadas».

                Pero era extranjera y estaba acostumbrada a las sonrisas falsas.   

                Erédeo le cedió la palabra y ella comenzó a contar sus últimos problemas, agradeciendo con una mirada que él empezara la conversación. Describió su rutina de rezos, cuyo marido acompañó en las primeras ocasiones para darle unas lecciones sobre la doctrina y la forma de proceder, y luego siguió describiendo su estado y las afecciones que lo acompañaban. Tras un breve análisis de la doctora y concertando una cita con ella en su clínica, concretó:

                ―Es un embarazo de riesgo, tanto considerando su estado actual como su… historial en la materia ―la señora la miró a través de las gafas―. A pesar de su constitución fuerte, no debe hacer esfuerzos.

                Minerva desvió la mirada, algo abrumada. Quitando a su devoto amado, no solía escuchar cumplidos sobre su fortaleza a menudo. Al parecer, en Sacratea las mujeres no solían escoger el combate como meta personal.

                ―Dejé las lanzas antes de intentar concebir, doctora. Aunque se agradece el cumplido.

                ―Menos mal ―suspiró ella, relajando la expresión. Su mirada parecía más comprensiva que la de sus compañeros―. Parece todo en orden, pero hasta la cita del próximo día le recomiendo reposo y prepárese para seguirlo después.

                Minerva asintió, aunque su rostro dejó escapar un bufido que pronto deseó haber contenido. Años viviendo en Sacratea, siendo instruida en la cortesía noble y se había dejado llevar por el trato amable de aquella señora.

                Erédeo puso una mano en los hombros, llamando la atención del silencioso juicio de ambos sacerdotes.

                ―Es una lástima, porque le gustaba entrenar tanto como compartir lecturas conmigo. Agradezcamos a su Claridad que su fuerza no haya sido necesaria en la batalla.

                ―Agradezcamos ―sonrió el más joven―. Aunque su mano tal vez habría sido útil en estos nuevos tiempos.

                Minerva parpadeó y Tobías calló a su aprendiz con una severa mirada. Negó con la cabeza.

                ―Ruego disculpéis su comentario, mis señores. Últimamente hemos estado algo tensos por las noticias que nos llegan de los ejércitos del este. No bastamos en la Catedral y el Monasterio hermandado para rezar por su victoria.

                ―¿Ha habido movimiento de las tropas enemigas? ―tanteó Erédeo.

                Minerva agradeció silenciosamente la curiosidad de su acompañante, pues ella no se habría atrevido a preguntar a pesar de desear información sobre aquel asunto. El sacerdote guardó silencio unos instantes, reordenando sus pensamientos e incluso desterrando su severidad con algo que bien podría ser sincera pena.

                ―Tampoco creo que puedan considerárseles tropas, mi señor ―negó Tobías de nuevo―. Aquellos que se alían con los dioses oscuros deben ceder a sus deseos, y no solo por los blasfemos contratos que entrelazan sus destinos. Las horas de sueño de nuestras tropas se convierten en vigilias por temor a ser atacados bajo la luna. Después llega el alba, donde los humanos que los acompañan acosan nuestras filas.  No hay descanso en la guerra.

                Minerva escuchó atentamente, agradeciendo por una vez haber visitado aquel centro de luminosa extravagancia. Aun cuando había escuchado historias, leído libros y noticias sobre aquel tema, la información sobre los “hijos de la noche” era algo que no solía aparecer en conversaciones nobles o fuera de los centros de rezo. Era tabú hablar de aquellas criaturas malditas, opuestas a lo que el credo de Sacratea y las consignas de su Iglesia defendían.

                Los hijos de la noche tenían otros nombres, siendo el de “vampiro” el más vulgar y corriente para denominarlos. El Sol los exorcizaba de la existencia, pero la noche compensaba toda la vida que el día les arrebataba: con velocidad y fuerza aumentadas, un solo vampiro podía abatir a varios guerreros humanos por sí mismo y sanar sus heridas después. Los rumores decían que vivían cientos de años, con poderes que ponían en duda el potencial de las bendiciones de la Iglesia Sacra.

                En el coche de caballos, camino de vuelta a la mansión, Minerva dejó que Erédeo se apoyara en su hombro mientras pensaba en las historias que narró el sacerdote. A pesar de que escogió la lanza como destino, agradecía haber podido dedicar su vida a entrenar por placer y no para marchar a batalla. Ahora, con un bebé esperando a nacer, era poco probable que la llamaran para su deber, pero las noticias sobre el conflicto seguían inquietándola.

                Las muertes se sucedían en la frontera ante aquellas oscuras criaturas. ¿De verdad era su fuerza como la describían las historias? De ser así, ¿bastarían los milagros para vencer a enemigos tan temibles?

                En silenciosa confidencia, se preguntó también si realmente serían merecedores de aquella cruzada. No le sorprendería que la cegadora claridad de Sacratea considerara impío todo lo que impidiera el desarrollo de sus ambiciones.

                Al final, la tranquila luz del ocaso, más tenue y amable que el ostentoso resplandor de la Catedral, la invitó a dormirse apoyando su cabeza en la de su marido.

 

 

Erédeo se dejó caer al sofá, su mano buscando la de su esposa en consuelo. Alonso alzó su mirada cansada de la misiva, preguntando una vez más a sus señores si debía continuar leyendo. Estos volvieron a asentir con amarga insistencia y el vetusto mayordomo volvió a leer la carta. Una y otra vez, las letras dolieron en los rostros de los presentes, sus sílabas lacerando como crueles cuchillas.

Algunos criados y mayordomos se acercaron al marco de la puerta a escuchar aquella misiva, las manos de parte de ellos ocultando la sorpresa en sus bocas. No era la primera vez que veían a los amos de la mansión con aquella expresión, donde un funesto asombro congelaba las lágrimas en su rostro, sus cabezas intentando negar la realidad. Los intentos de concebir habían traído el sentimiento del luto a su hogar. La compasión y la pena se extendía entre los empleados y señores que con tanta amabilidad compartían el día a día.

Los ojos de la pareja se encontraron y se perdieron a través de las lágrimas, incapaces de contenerlas por más tiempo. Se abrazaron y fundieron en un consuelo solo interrumpido por sus sollozos y los de sus sirvientes, quienes abandonaron la sala a petición del lector para dar intimidad a sus amos.

Pasaron unos dolorosos segundos que se convirtieron en temblorosos minutos, hasta que por fin reunieron fuerzas para separarse.

―Hay esperanza ―logró decir ella, hipando por el lloro―. Nunca has combatido, no pueden designarte a primera línea.

―Minerva…

―Estás mayor y eres inexperto ―siguió ella―. Igual con suerte te ponen en la logística. Es lo que se te da bien. Serás el que mejor lleva las cuentas del ejército.

―Mi amor…

―Si quieren una lanza entonces debería ir yo. ¡Maldita sea, deberían llevarme a mí! ¡Fui entrenada toda una vida para esto, me he preparado por si algún día me tocaba partir! Entonces por qué… Por qué…

Miró la carta, dejada en la mesita. Aquellas traicioneras letras lamentaban el avance de las blasfemas criaturas nocturnas y pedían la marcha de los nobles para defender su patria, para cumplir su deber. Sin embargo, aquel texto compartido por el resto de peticiones del país finalizaba con una orden expresamente dirigida al logista Erédeo y no a la lancera Minerva, pues decían ser conscientes del estado de la señora.

«Así que esta es la forma que tiene tu Diosa de cobrar un milagro, amado mío ―pensó Minerva, acariciando el pesaroso rostro de Éredeo―. Concediéndonos el don de dar luz a una nueva vida a cambio de nuestro lazo, lo más preciado que tenemos».

Él puso su mano sobre la suya, llevándola después a su vientre. El bebé ya empezaba a dar sus primeras patadas, como si estuviera ansioso por nacer. Su padre no podría darle la bienvenida al mundo.  

                ―Tienes razón ―logró decir él, con voz nerviosa―, aun no debo perder la esperanza, no cuando hemos logrado mantenerla durante todo este tiempo. Marcharé y regresaré para conocer al milagro que creamos juntos. Cumpliré mi deber y protegeré la Luz que nos ha bendecido para lograr nuestro deseo… Aunque solo espero que pueda hacerlo tras los ábacos, como tú dices.

                Minerva sonrió, dejando escapar una risa nerviosa, y él apoyó su frente contra la suya en un gesto de cariño. Sus labios repitieron palabras de consuelo que poco a poco se difuminaron en la mente de la señora, como la nieve se había derretido en los jardines meses atrás.

                Su servicio llegaría a su fin con las primeras nevadas del nuevo invierno. No era mucho tiempo, y ambos dudaban que volvieran a pedir su colaboración con su escasa instrucción. Erédeo tenía razón, ambos habían conservado la esperanza durante décadas, podían volver a hacerla florecer para su reencuentro, para el nacimiento de una nueva etapa en su familia.

                ―… Me acordaré de vosotros en todo momento, no lo dudes ―apartó su mano un segundo para buscar en el interior de su camisa, sacando el preciado guardapelo que siempre portaba consigo―. Y con esto te llevaré conmigo. Verte me dará fuerzas y me inspirará para…

                Minerva interrumpió su mantra con un beso y él lo agradeció, pues ya se estaba quedando sin palabras de ánimos. El recuerdo de ambos podía ser tanto inspirador como melancólico, y quería aprovechar el poco tiempo que les quedaba juntos antes de empezar a añorarse.  

                Erédeo no era el único que debía ser fuerte. Ella también aguardaría la dolorosa espera, soñando con el momento donde los tres se reunieran como familia.

 

 

Las llamas bailaban en su escenario de leña seca, protegidas y aseguradas en el teatro de piedra que formaba la chimenea. Sin embargo, su cálido y apacible espectáculo era ignorado por la dueña de la mansión, su atención perdida más allá del frío cristal de la ventana.

                La hermosa luna llena iluminaba el paisaje. La nieve caía sobre los jardines, con delicadeza y suavidad. Sin pausa, cubriendo todo de un gélido manto que se endurecería al amanecer. Las nevadas se habían retrasado aquel año, pero habían regresado con inesperada fuerza.

                Apoyó la mano libre en el cristal y su piel se pegó durante unos instantes a ella, el frío haciéndole olvidar la cálida danza a sus espaldas.

                Acostumbrada al sincero cariño de Erédeo, cualquier fuente de calor se le quedaba fría, una burda imitación que distaba del reconfortante amor que tanto tiempo compartieron.

                El crujido del papel le hizo recordar la carta que aun llevaba en sus manos, sus palabras en una disculpa generalizada que llegaría a cientos de hogares rotos.

                Aquel pésame vacío no le devolvería al amor de su vida, ni tampoco lo harían las lágrimas. Habría llorado si hubieran traído el cuerpo de su esposo, consolándose con poder despedirse una última vez, o incluso si hubiera vuelto en vida, con lágrimas de dicha. Pero aquellas letras lamentaban no haber podido rescatar siquiera los restos de su amado, consumido por los engendros a los que lo habían lanzado.

                Aun cuando aquellos monstruos le habían arrebatado su aliento, fueron humanos quienes lo empujaron a sus garras.

                ―Erédeo ha muerto traicionado por los suyos ―susurró a su reflejo en la ventana, los ojos vidriosos incapaces de derramar su pena ―. Cargaré con esta verdad toda la vida, mi odio solo templado por tu recuerdo, amado mío…

                Un movimiento interrumpió sus palabras, como protestando por ellas. Un llanto que le recordó que el deseo por el que ambos lucharon.

                Se apartó del cristal, internándose de nuevo en el falso calor de la habitación. Iluminado por las naranjas llamas de la chimenea, un bebé alzaba los brazos protestando por haberse despertado. Sus pequeñas manitas buscaron a su madre y Minerva sonrió dejando escapar las dos últimas lágrimas que osó concederse.

Fue un parto difícil, donde el miedo le hizo temer que su dolor careciera de propósito. Lo temió solitario, con su amado lejos y sus sirvientes distantes. Sin embargo, para su sorpresa pronto vio que aquellos que creía recelosos se volcaron en ayudarla. Llamaron a los doctores pertinentes mientras le rogaban calma, y en unas horas se encontró con un bebé en sus brazos. Los meses entre la partida de Erédeo y la misiva que anunció su mente fueron duros, pero aquellos ojos que juraron lealtad a su casa habían perdido la dureza con la que Minerva siempre creyó ser observada.

Las barreras de sus prejuicios habían sufrido su último golpe.  Había familiaridad e incluso amistad en sus palabras, ahora se daba cuenta, pero también pena y compasión al verla. Aunque le incomodaba ser objeto de su lástima, no tardó en verlo como una muestra más de su aprecio, el apoyo que tanto necesitaba en aquellos tiempos.

Tomó al bebé entre sus brazos, el último recuerdo que quedaba de su amor, y lo acunó con delicadeza hasta que se quedó dormido.


 


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