sábado, 21 de enero de 2023

La Fundadora: Tercer Acto

 

El Milagro Gris


Aquel primer aullido todavía resonaba en sus oídos, repetido por su mente y la voz de su hija. Fue el primero de tantos, pues pronto se convirtió en la única forma de comunicación de Aurora. Los gritos atravesaban los pasillos y puertas cerradas, llegando incluso a los jardines.

                Algunos sirvientes marcharon a sus hogares fuera de la mansión por recomendación de Minerva, pero muchos otros se quedaron. Ella lamentó su decisión, pues consideraba que solo ella debía sufrir aquel desenlace. 

                Todo había sido por su culpa. Y no existía forma de arreglarlo.

Al igual que su madre, Aurora había renacido como hija de la noche. Sin embargo, aquel sempiterno regalo llegó cargado de dolor. No sabían su causa, pues no había herida en su cuerpo ni luz alguna en sus aposentos. Los sedantes apenas cumplían el efecto prometido, por lo que la joven solo descansaba cuando su agonía la llevaba al desmayo.

Dormida, el único ruido que profería era el pataleo ocasional de sus piernas, agitándose en pesadillas que también manchaban su vigilia.

                Aurora se encontraba en una de aquellas silenciosas interrupciones. Minerva miró la copa que tenía ante ella, intentando convencerse una vez más de que era vino y no sangre de carnero. Tomó e hizo una mueca, el metálico sabor recordándole que tardaría en acostumbrarse a su nueva vida.

                Escuchó la puerta del comedor abrirse tras ella. No necesitó girarse para saber quién era. El solitario candelabro que la acompañaba en su cena titiló con la entrada del Guerrero, su naturaleza sombría buscando consumir toda luz que viera.

                ―Existen diferentes sabores según la especie de la que procede nuestro alimento ―explicó, sus pasos acercándose a la mesa―. Dicen que el carnero es excepcional, sobre todo joven. Por supuesto, la humana es una exquisitez entre los nuestros… pero obtenerla causa más mal de lo que alivia nuestra sed.

                El Guerrero rodeó la mesa hasta quedar frente a ella, de pie como una estatua. A pesar de su intento de iniciar una conversación, Minerva había aprendido de que no estaba acostumbrado a interactuar con otros individuos.

                ―Me he llegado a preguntar si es sed lo que le aflige. Si lo es, no he encontrado sangre que sacie su hambre ―comentó, tras dar el último trago―. Incluso probé a darle la mía de nuevo, pero se revolvía tanto en su dolor que no llegó a probarla.

                ―Lo lamento con todo mi corazón.

                Se hizo el silencio, un vacío que recordó a Minerva la ausencia de sus sirvientes. Nadie había aparecido a retirar su copa. El silencio sustituía al crepitar de los fogones y los platos fregándose en las cocinas. Sus sentidos se afilaban con cada noche que pasaba, permitiéndole escuchar tanto su soledad como los aullidos de Aurora, castigada por los pecados de su madre.

                ―¿Qué es lo que hice mal, Erédeo? ―murmuró para sí, apoyando la cabeza en sus manos. Sus cabellos la envolvieron como la nieve caía en aquella noche―. ¿En qué me equivoqué?

                ―Hizo lo que pudo, mi señora.

                Alzó la mirada, solo para encontrarse con el semblante pétreo del Guerrero. A pesar de su perenne seriedad, podía ver la pena en su expresión.

                ―¿Entonces por qué ella no camina, no habla, no… vive?

                ―No lo sé ―dijo el Guerrero, como tantas otras veces le había preguntado―. Y me lamento desde el día en que acepté mostraros esta maldición creyendo que sería una cura.

                Minerva cerró los puños, descargando en ellos la frustración que sabía que no podría dirigir a aquel hombre. Suspiró y entonces escuchó los nuevos pasos que se acercaban hacia el comedor. Alonso abrió la puerta, saludando con una reverencia.

                ―Mi señora, algunos sirvientes han regresado y solicitan su atención.

                ―Si se hallan con usted, déjalos pasar.

                Alonso asintió, pero retrasó la entrada de sus acompañantes hasta que hubo retirado la copa vacía de su señora, el cristal aún teñido de rojo. Aunque comprendía su reacción, no pudo contener un suspiro. El Guerrero aprovechó el momento para ocupar su puesto tras Minerva.

                En su pesimismo, le sorprendió ver que habían regresado todos aquellos que partieron con el despertar de su hija. Jullie los encabezaba, su expresión visiblemente más ansiosa que la de sus compañeros.

                ―Mi señora, traen noticias de la ciudad.

                ―Contadme.

                Uno de los criados dio un paso al frente. Minerva lo reconoció como Thomas, su madre fue la anterior ama de llaves antes de jubilarse.

                ―Mi señora, algunos de nosotros tenemos conexiones con la Catedral a la que usted acudió y debería saber que la situación allí está… tensa desde su visita.

                Minerva parpadeó, aunque tampoco recibió la noticia con excesiva sorpresa. No fue poca la gente que vio su salida de la iglesia.

                ―Explícame, por favor.

                ―De acuerdo ―asintió él―. Se dice que su última visita provocó disparidad entre los propios sacerdotes. No solo en la ciudad, sino también en las sedes externas, con algunos miembros criticando el comportamiento del Sumo Sacerdote Tobías.

                Esta vez, la sorpresa de Minerva fue genuina.

―¿Han osado enfrentarse a su líder?

                ―No enfrentado directamente… pero sí criticado ―comentó Thomas―. Las consignas de nuestra Fe no comparten el discurso de odio que ha arraigado en nuestra nación por motivos políticos, y un representante de la Iglesia no debería dejarse influir por ellos.

                ―Aun siendo el líder de la Iglesia de la ciudad, requiere el apoyo activo de los otros líderes y sus seguidores para mantener su posición ―comentó otra criada―. Aunque algunos feligreses comparten su postura, no les conviene mostrar su corrupción tan a la ligera.

                ―¿Entonces, ahora están buscando una forma de limpiar su imagen? ―Thomas asintió y Minerva dio unos toquecitos en la mesa, pensativa, comprendiendo―. Tal vez… pueda ofrecerles una forma de expiarse.

                Jullie exclamó.

                ―¿Lo dice en serio? Después de… De…

                ―Totalmente ―asintió Minerva―. Como líder, Tobías debe ser de los sacerdotes más poderosos no solo en cuestión de mando, sino también de potencial mágico. Si la Oscuridad que acepté fue insuficiente para curar a Aurora, entonces solo su mayor rival puede sanarla, y esa es la Iglesia a la que se enfrenta en la guerra.

                ―Pero, tras la forma en la que os trataron… ¿De verdad quiere volver a intentarlo?

Tras aquellas palabras, Jullie desvió la mirada y Minerva creyó comprender a qué se debía. Aunque ella estaba acostumbrada al desprecio de las gentes de Sacratea, sus propias gentes solían ignorar inconscientemente las injusticias de sus gobernantes. La última visita a la Catedral probablemente fue más reveladora para la criada que para la propia Minerva.

―Agradezco tu consideración, Jullie, pero ahora mismo mi preocupación me haría ofrecer hasta mi alma si con ello pudiera curar a mi hija. Dado que ni eso ha funcionado, tendré que probar de esta forma ―sonrió, con la amargura en sus ojos―. No pretendo darle un perdón sincero y dudo que Tobías ruegue por él. Solo busco aprovechar toda oportunidad que se me ofrezca por tal de que Aurora tenga la vida que merece.

Jullie asintió, aunque todavía había duda en sus ojos. Minerva se giró hacia los demás.

―Esta vez, le pediré que acuda a la mansión para atender a mi plegaria. Se valdrá de testigos que presencien la velada, pero será mejor que acudir por mi propio pie hasta allí dada mi nueva… condición.

―Es cierto ―asintió Thomas―, ¿cómo piensa ocultársela?

                ―No creo que se me note demasiado ―comentó ella, rizándose uno de sus cabellos blancos con gesto pensativo―. Quitando mi nuevo peinado, físicamente no parezco muy distinta. La cita será al anochecer, por supuesto.

                Esperó a alguna objeción por parte de sus compañeros, confiando en que la camaradería abriera paso a la sinceridad. Pese a la timidez de sus palabras, Jullie se atrevió a comentar:

                ―Aun así, siendo miembros de la Iglesia, tendrán experiencia en detectar a vampiros…

                ―No es problema ―intervino el Guerrero, dando un paso al frente―. Con nuestra conversión, la Oscuridad también otorga diversos dones de índole mágica. Aun cuando su señora no se ha iniciado en la magia, confío en que podrá aprender a “humanizar” su aspecto antes de la llegada de su santidad.

                ―Entonces está decidido ―resolvió Minerva―. Ahora mismo me dirigiré a redactar la petición. Rezad a vuestra Luz para que sus sirvientes me reciban pronto.

 

 

Tres días más tarde, Alonso anunció la llegada del Sumo Sacerdote a la mansión. Minerva miró por la ventana antes de bajar las escaleras al recibidor, comprobando que la oscuridad era suficiente como para no dañar su nueva piel.

                El Guerrero tenía razón: no le costó más que unas pocas sesiones recuperar un ligero color en su piel y cabellos. Sin embargo, en el proceso también advirtió que tenía un aura nueva a su alrededor, un tenue aviso de su perennidad que hacía difícil averiguar su edad con solo mirarla. A pesar de las sombras de la edad de su rostro, sus pasos habían eliminado el cansancio de su vida mortal. Había una irónica vitalidad en su caminar y gestos.

                Y, por supuesto, la sombra que la acompañaba no solo se extendía a sus pies. Era una tenue capa, que se escondía trémula con el sol y la envolvía por las noches, similar a la que notó al conocer al Guerrero. En silencio, deseó que los sacerdotes no estuvieran demasiado perceptivos durante su encuentro.

                Recibió al Sumo Sacerdote acompañado de dos nuevos feligreses, cuyas presentaciones los identificaron como miembros de un consejo especial de la institución. Después de las explicaciones de sus sirvientes, atribuyó la ausencia del joven Jakob a su desacuerdo con la expiación que debía cometer su superior.

                Este le dedicó una sonrisa forzada antes del saludo.

                ―Hemos acudido a su hogar en respuesta a su petición, mi señora, pues está en nuestro credo ayudar a todo aquel que nos sea fiel… o justo a ojos de nuestra Luz.

                Minerva asintió, dedicándole una modesta reverencia en saludo.

                ―Sois muy generosos aceptándola. Seguidme pues, y os mostraré la causa de mi aflicción.

                Guio a los acólitos pasadas las escaleras, en dirección al cuarto de la niña. Alonso caminó a su lado, un apoyo fiel como siempre, mientras sus amigos aguardaban solemnemente a los lados del pasillo. Solo el Guerrero permaneció ausente, temeroso de que su presencia despertara las sospechas de los sacerdotes.

                Abrió la puerta de los aposentos de Aurora y dejó pasar a sus invitados y mayordomo. No habían camuflado la palidez antinatural de la joven, esperando reforzar así su enfermizo estado, aunque sí procuraron sedarla. Dado que los calmantes ya no cumplían su cometido, fue el Guerrero quien la hechizó para dormir. No era la primera vez que lo hacía, pero su falta de práctica en las artes mágicas le impedía mantener el efecto más de una hora.

                Minerva bajó la mirada con pena, viendo como su hija se revolvía en sueños a pesar de la magia oscura. Su frente estaba perlada de sudor por la angustia y el dolor.

                ―Esta es mi hija, Aurora, la razón de mi alegría ―dijo Minerva, deshaciendo el nudo en su garganta―, y esta es la aflicción que sufre, la fuente de mi desdicha. El dolor es tal que solo permanece dormida unas pocas horas al día, cuando cruza el umbral que la lleva al desmayo. Lo que antes era una inmovilidad creciente en su cuerpo, ahora es un dolor que la sacude constantemente y…

                ―Esta muchacha está maldita.

                Minerva se giró hacia el sacerdote que acababa de hablar. Era uno de los nuevos. Se arrodilló junto a su hija para inspeccionar su temblorosa mano.

                ―¿Cómo? ―logró articular.

                ―Su “hija” puede que naciera de un Milagro, pero su cuerpo… Más bien parece proceder de un encantamiento pernicioso.

                ―Noto algo en ella ―coincidió el segundo, arrodillándose también. De sus manos surgió una chispa que los iluminó a ambos―. Al ser fruto de un Milagro, su cuerpo está imbuido en Claridad. Sin embargo, siento como una presencia oscura intenta reclamarlo.

                Las sombras proyectadas por aquella chispa se estiraron de forma antinatural bajo la niña, sin ser motivo de sorpresa para los sacerdotes. Se reformaron como garras lastimeras, intentando alcanzar el destello sobre ellas pero sin atreverse a acercarse demasiado.

                Con un chasquido, la luz se apagó y las sombras volvieron a su forma natural. El sacerdote se giró hacia Tobías.

                ―Es tal y como nos dijiste, su Santidad. Tienes nuestras disculpas.

                El hombre sonrió con horrible suficiencia en su rostro. Los ojos de Minerva se deslizaron en sus párpados, intentando hallar una explicación.

                ―¿Qué…? ¿Qué significa esto?

                Los dos sacerdotes se levantaron. La pálida figura de Aurora se perdió tras sus espaldas.

                ―Significa que hemos cometido un terrible error, señora. Su hija está maldita, al igual que su linaje. Los prejuicios de nuestro Padre hacia usted y su familia son certeros y no fruto de una injusticia ―Minerva tragó saliva. Las palabras de aquel hombre la congelaron en el acto, pero sus ojos se deslizaron a aquel que se volvió hacia su pequeña―. Tanto usted como su hija deben acompañarnos.

                ―¿Cómo…? ―balbuceó ella. El hombre volvió a agacharse―. ¿A dónde…?

                El hombre tocó la muñeca de la niña, dejando escapar una exclamación que se perdió con la voz de Sumo Sacerdote.

                ―A un lugar donde vuestra sangre no manche nuestra brillante Luz.

                Habían descubierto el secreto que ocultaba su piel: la frialdad de la vida oscura. Los ojos de Minerva se movían frenéticos, pero sus pies seguían en el sitio, sin saber cómo reaccionar. En un momento, sus pupilas se posaron en el segundo sacerdote, que avanzaba con esposas en la mano. Había un cuchillo brillando en su cinturón, ahora lo veía. Brillaba a la luz de la magia con el reflejo de la plata más pura, aquella capaz de matar demonios…

                ―¡Señora! ¡Era una trampa! ¡Márchese!

                La voz de Alonso la despertó de su trance. Parpadeó y vio como su mayordomo apartaba de un empujón al sacerdote más próximo a Aurora, su cuchillo cayendo al suelo. El hombre profirió un quejido.

                ―¡No se entrometa, señor, o lo acusaremos también de herejía!

                ―¡Llamadme hereje entonces, pues seguiré a mi justa señora!

                Y entonces, la determinación de aquellas palabras se congeló en su rostro, sus arrugas cerrándose en una mueca de dolor y sorpresa. Una aguja de plata atravesaba su estómago.

                Tobías retiró su arma, el filo teñido de rojo. El vetusto sirviente se desplomó en el suelo, su sangre y vida escapando en un charco escarlata.

                Minerva contempló su cuerpo paralizada, casi incapaz de respirar. Había sido instruida durante años para el combate, pero jamás había tenido que emplear su saber. Era la primera vez que un hombre yacía herido ante ella, y ninguna lección podría haberla preparado para la satisfecha mueca de su agresor.

                ―Su muerte no será tan rápida como la de su siervo ―explicó Tobías―. Las herejes y nacidas del mal no reciben tanta piedad ―su mirada se volvió hacia la niña. Minerva palideció―. Aunque dudo que su hija dure demasiado.

                El hombre avanzó hacia la cama y su compañero balbuceó unas palabras que casi se perdieron entre el aullido de dolor con el que despertó Aurora.

                ―Está helada.

                La sorpresa del Sumo Sacerdote duró unos segundos, un instante antes de que la mueca de su rostro se deformara en sorpresa al descubrir la fuente de aquel siniestro chasquido. Su segundo hombre se debatía inútilmente, su rostro cubierto por una garra hecha de oscuridad. Las esposas cayeron al suelo, anunciando otro crujido que se alzó entre los gritos de dolor de Aurora y del propio hombre, el horror y la sangre manando de su cabeza.

                Finalmente el silencio llegó con un golpe seco en el cuello. Minerva soltó el cuerpo con sincero desprecio y este se desplomó salpicando delicioso rojo.

                La oscuridad se retiró hasta revelar las manos que habían ocultado, su palidez rivalizando con la de su cabello. Roto el disfraz, su blancura era un recuerdo de aquella luna llena, de aquella noche donde todo empezó.

                Aquel día algo murió dentro de ella y ahora renacía, sus ojos ardiendo rojos con renovada ira.

                ―Tú… ―musitó Tobías, por una vez el horror abriéndose paso en su rostro―. ¡Eres una de ellos…! Lo sabía. ¡Lo sabía, maldito engendr…!

                La oscuridad cegó sus ojos y afrentas. Las velas se apagaron y las sombras se alzaron orgullosas, postrándose ante Minerva. Cientos de manos aceptaron la suya, su llamada, alabando el Milagro Oscuro por el que vendió su humanidad.

                ―Que paguen por su odio, que lloren su injusticia.

                ―¡Monstruo!

                El sacerdote más joven lanzó su daga. El golpe en el hombro la sacudió pero la oscuridad siguió enroscándose a su alrededor. No manó sangre de su herida, solo negrura. No notó dolor, pues ya caía de sus lágrimas frías.

                ―Pagad con vuestras cabezas las desgracias de mi familia.

                Y estas volaron segadas por la noche.

                Con un golpe sordo, sus muecas de horror se congelaron y Minerva cayó con ellas, de rodillas. El silencio llegó hasta Aurora, quien volvió a desmayarse en su agonía. Sin embargo, no era ella quien corría peligro ahora.

                Casi arrastrándose, Minerva se acercó a Alonso y acunó su cabeza. Sus ojos no le habían mentido: aún respiraba sus últimos alientos.

                ―¿Amigo mío, me darías la oportunidad de permanecer a mi lado un poco más? ¿Aun cuando se te prive del sol y pagues con tu humanidad el tiempo que te daré?

                Alonso asintió y unas gotas de sangre mancharon sus labios.

 

 

Al poco, los sirvientes de la mansión entraron, sus miradas congeladas ante el sangriento escenario que otrora fue la habitación de la niña.

                Al cerrar la puerta, los sacerdotes habían sellado la habitación con magia sacra, aislándolos del resto de la mansión. Tras su muerte, los hechizos se desvanecieron y los sirvientes entraron para encontrarse con la muerte a sus pies. 

                Poco a poco, los recién llegados comenzaron a asimilar la imagen ante ellos. Algunos se retiraron con náuseas y confundidos gritos, mientras que otros corrieron hacia los pasillos. Unos cuantos, sin embargo, se acercaron a su sangrienta señora con lástima en la mirada.

                Minerva miró a los humanos ojos de Jullie, la pena reflejada en su rostro mientras se arrodillaba a su lado. Podía imaginarse lo que veían: su cabello blanco manchado de sangre, su palidez haciéndola parecer una muerta más. Sus iris brillando antinaturales, la sed despertando en ellos.

                ―Está… Vivo ―murmuró ella, sin embargo―. Lo has salvado.

                Minerva miró a Alonso, su respiración estabilizándose ahora en una lenta imitación de vida. La señora negó aquellas palabras.

                ―No, lo he condenado. Ni él ni mi familia volverán a marchar entre la vida, quedándonos en un limbo como el que maldijo a mi hija. Somos sombras de lo que una vez fue luz, caminando sin hallar el descanso que se nos destinaba.

                La mano de Jullie se posó en su hombro.

                ―Entonces caminemos todos juntos.

 

 

La mansión estaba hermosamente iluminada, a pesar de que ninguno de sus habitantes requería de luz para ver. Los candelabros brillaban sobre la mesa, y los cristales de las lámparas de araña reflejaban distintos colores según el ángulo con el que se vieran.

                Minerva presidía la mesa y llamó la atención de sus compañeros dando unos golpecitos en su copa. Por costumbre y decoro, los sirvientes habían dispuesto la mejor vajilla aun cuando ningún plato sería servido aquella noche. Lavanderas y cocineros, criados y mayordomos, nanas y jardineros ocupaban los asientos esperando a que su señora diera el discurso que esperaban.

                ―Hoy es una noche hermosa y oscura, pues la luna se ausenta del cielo como hizo el día en que renací en esta nueva imitación de vida. Mi discurso será breve pero sincero, pues solo quiero agradeceros que hayáis decidido acompañarme en este nuevo sendero: la vida como vampiros, hijos de la noche.

                Muchos de aquellos rostros sonrieron, los colmillos brillando en ellos. Algunos se secaron las lágrimas de las mejillas, emocionados, y Alonso le dedicó una mirada de orgullo. Solo el Guerrero permaneció inmutable a su lado, su rostro pensativo esperando a oír su discurso antes de juzgarlo.

                ―Sin embargo, aun cuando hoy os profeso mi gratitud, me gustaría pediros un favor más. Como sabréis, mi incursión en las sombras fue por un bien específico: curar el mal que se llevaba la vida y energía de mi hija Aurora. Esperaba que con un Milagro Oscuro, la eterna salud y fuerza con la que se describía a los vampiros sanara sus males.

                »No obstante, el don de la noche le trajo dolor y desgracia, y es con la última petición de ayuda a la Iglesia que descubrí su causa. Aurora nació por obra de un Milagro Sacro, un Milagro que no fue perfecto y que intenté aliviar con Oscuridad resultando en dolor.

                El Guerrero asintió, confirmando sus sospechas. Minerva siguió su discurso.

                ―Las opuestas naturalezas de sus bendiciones se destruyen mutuamente en vez de sanar a Aurora. Por eso, solo un tercer Milagro puede salvarla. Dedicaré la eternidad que la Noche me ha regalado a encontrar una tercera bendición, un don de Tinieblas que una a la Luz y Oscuridad en vitalidad y paz.

                »Encontraré ese Milagro Gris, aun si eso significa luchar contra las tierras de Erédeo. Formaré un nuevo bando, un nuevo hogar que se opondrá a la cruzada que la Iglesia encabezará contra nosotros. Se me conocerá como la Fundadora, pues ese es el nombre que tomo de la Oscuridad y con el que me enfrentaré a la injusta Claridad.

                »Alzad vuestras copas tanto si deseáis marchar conmigo a batalla como apoyar mi cometido.

                Para su sorpresa, la copa a su lado se levantó la primera. El Guerrero la miró, poniéndose en pie.

                ―Si me permitís acompañaros, tendréis a un hombre que luchó en incontables batallas, pero ninguna tan justa como la que planteáis. Si el Milagro Gris también resulta en la paz, con honor partiré a vuestro lado.

                La copa de Alonso siguió la suya y la de Jullie se levantó con tanto ánimo que casi derramó el líquido sobre el mantel. Poco a poco, los ruidos de sillas al retirarse y vítores corrieron por la mesa mientras las copas brillaban con destellos rojizos.

                Finalmente, Minerva alzó la suya, llena con la sangre de sus enemigos, y celebró su promesa junto a su familia.


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