sábado, 17 de diciembre de 2022

Colección de Cuentos 1

LA GRUTA DE LA VOZ AHOGADA

 

Cuando sus ojos se abrieron, las estrellas no recibieron su despertar. Tampoco lo hizo la luna, con su hermosa luz, ni el cálido sol estival. Solo había oscuridad, como la extraña noche que recordaba haber vivido.

No, aquella pesadilla tuvo luz: la de la tormenta, parpadeando mientras removía furiosa las aguas y los cielos. El otrora amable y apacible océano, su hogar, tembló como nunca antes lo había hecho. Levantó corrientes y segó vidas, sin llegar a perturbar jamás lo que escondía en sus profundidades.

Las tormentas nunca llegaban a las fosas. Solo los temblores del corazón de la tierra suponían un peligro para la vida en las profundidades, pero Meremer había mirado a la tempestad a los ojos. ¿Qué había impedido que regresara a su hogar abisal? ¿Por qué se mantuvo al alcance de las violentas olas?

Meremer se frotó la cabeza, haciendo memoria, pero en vez de respuestas halló dolor. Le costaba recordar lo ocurrido durante la noche. ¿Habría perdido la visión y por eso creía estar en una noche sin estrellas? Tal vez aquel era el llamado descanso eterno, lo que significaría que sus enseñanzas mentían: el más allá debía ser de luminosa belleza y cálidas aguas, y solo veía negrura allá donde mirara.

            Por si acaso, sus pensamientos formaron una disculpa a sus amigos por tan temprana marcha, una disculpa que fue interrumpida por un ruido cercano. Parpadeó con sorpresa, su cola removió las aguas. Tal vez había partido al paraíso en compañía de otro pobre desdichado.  

            No, definitivamente Meremer aún vivía y, fuera quien fuera, su misterioso compañero también. Con pesar, comprendió que para descubrir su identidad tendría que emerger completamente de las aguas, algo que no le apetecía en absoluto. La orilla rocosa resultaba bastante cómoda una vez te acostumbrabas. Volvió a apoyar la cabeza sobre sus brazos, dejando que el resto de su cuerpo ondeara en el fresco estanque que emergía entre la piedra.

No haría daño una cabezadita antes de dar paso a las presentaciones, ¿no?

           

Sí, sí podría hacer daño. No sabía cuánto tiempo había permanecido inconsciente, y tal vez su desconocido acompañante requería de ayuda.

Haciendo el que probablemente fuera el mayor esfuerzo de su vida, levantó los brazos y se hundió en las aguas. Al instante, notó como las branquias de su cuello y la piel de su cabeza se refrescaban, aliviadas por encontrarse de nuevo bajo la superficie. Sus heridas no fueron tan consideradas y protestaron cuando dio una vuelta bajo el agua para valorar su estado. Palpó cortes en su cola y torso además de un bulto en su cabeza, probablemente la causa del embotamiento mental. Tenía los músculos agarrotados por un esfuerzo que no recordaba, pero se consoló pensando que aún le funcionaba el cerebro… más o menos.

Sería hora de usarlo.

            «¿Quién anda ahí?» Emitió a su alrededor.

            Ningún pensamiento ajeno respondió en su mente, aun cuando silenció los suyos propios mientras esperaba respuesta. Volvió a enviar aquella pregunta telepáticamente, pero solo percibía aquel murmullo acompasado en respuesta, su ritmo inmutable a pesar de sus preguntas.  

            «Si no me escucha será un animal herido», se dijo para sus adentros, y volvió a emerger para comprobar sus alrededores. El chapuzón le había refrescado las ideas y las funciones cerebrales. Su vista también se había afinado y logró distinguir siluetas a su alrededor.

            De forma súbita, su memoria le recordó que conocía aquella cueva. La había visitado a menudo durante su juventud y la convirtió en su refugio durante la tempestad. Logró nadar hasta allí a pesar de su dolor y carga y…

            «Oh, y puedo iluminarla».

            Sus pensamientos se canalizaron en una orden, una onda mental que reverberó entre las rocas y los diminutos cristales que recubrían su húmeda superficie. En un parpadeo, los minerales que la componían brillaron con una tenue luz aguamarina, manteniéndose activa a su orden.

Sonrió con orgullo y una pizca de alivio. De joven había hallado un tesoro en aquella cueva tan cercana a la superficie, pues los cristales y rocas que la formaban normalmente crecían en las profundidades. Aquellos minerales refulgían a la orden a placer de la mente de sus gentes , siendo la forma predilecta de iluminar las ciudades abisales.

Una breve onda de preocupación recorrió su espinazo, dejando nostalgia e incertidumbre tras ella. ¿A qué profundidad habría dejado estragos la tormenta? ¿Estarían sus camaradas y familia a salvo…?

Y entonces, el temor por sus seres queridos se rompió con una nueva sensación. Su cuerpo se alzó sobre el agua, en sorpresa, al ver a su acompañante. La criatura reposaba en el suelo de la grieta, algo alejada del estanque. Parecía un cuerpo blando del que salía una cabeza y cuatro extremidades, creciendo alargadas desde un tronco cubierto de… ¿aletas? ¿Algas? de diversos colores.

No pudo evitar reprimir una mueca. ¿Qué era eso? Parecía una estrella de mar gigante y con piel… Peor aún, pues por su cabeza emitía ruidos.

«Espera, espera —se dijo para sí—. He visto ese tipo de cabeza antes y sus extremidades inferiores parecen… Oh».

Los dibujos de los eruditos de la antigüedad destellaron en su mente, y Meremer reconoció aquella silueta:

Estaba ante un ser humano.

No, no podía ser. Los seres humanos vivían muy por encima de sus cabezas y muy lejos de las fosas de sus familias. Solo los antiguos maestros habían divisado aquellas criaturas a lo lejos y, sin embargo, algo en su interior aseguraba que aquella extraña cosa era uno.

Con cautela, se aproximó a la orilla y se ayudó de los brazos para impulsarse y salir a tierra. Girando, pudo sentarse y dejar la parte inferior de su tronco todavía reposando en el agua. No era común entre los de su especie pasar demasiado tiempo en el exterior, pues la mayoría hacían sus vidas en las ciudades de las fosas. No obstante, en ocasiones algunos merlinos subían para relajarse en aguas más cálidas, o como valientes exploradores en busca de secretos allá donde el sol secaba la arena.

Meremer y sus amigos pertenecían a ese grupo de soñadores. Probablemente por eso se topó con la tormenta. Ya se acordaría. Ahora tenía otro asunto entre garras.

Su cola chapoteó en el agua, reflejo de su emoción y curiosidad eruditas. Nunca le había gustado el patrón de color de su cola, demasiado oscuro y discreto en comparación al de sus compañeros, pero a la luz de los cristales sacaba destellos verdosos. La piel de su tronco superior era más bonita. Era de un elegante y pálido aguamarina que se oscurecía en su cabeza y espalda, de donde emergían suaves y oscuras aletas triangulares.

La criatura humana también carecía de escamas y su ¿torso? Parecía similar al suyo, pero tenía otras peculiaridades. Lo que en un principio creyó retazos de piel coloreada, en realidad era ajeno a su cuerpo. Al examinarlo entre sus garras, comprobó que se trataba de un tejido rugoso y empapado. Algún tipo de prenda tal vez, igual le ayudaba a mantener la hidratación fuera del agua. Curioso, normalmente los merlinos solo se equipaban con cintos de algas para transportar armas u objetos consigo.

En la cabeza tenía otro tipo distinto de fibras, como algas muy finas de color oscuro, que también crecían por parte de su cara y brazos. Entre sus ojos y boca había una protuberancia extraña, y de sus labios salía el sonido que había escuchado antes: su respiración.

Los antiguos ya teorizaron que los humanos respirarían de forma similar a sus gentes: con pulmones para la tierra y branquias para el mar. No obstante, el humano carecía del primer juego de branquias, las del cuello, y Meremer descartó buscar las de su costado, oculto bajo su ropa. No lo examinaría sin su permiso, tenía modales. 

Dedicó una mirada al trecho que separaba sus extremidades inferiores de la orilla. Creía recordar que se llamaban “piernas”. Eran alargadas y acababan en dedos pequeños y amorfos, sin garras. Qué raros. Estaban bastante separadas del agua, y eso no podía ser bueno. Humano o merlino, todo el mundo debía mantener la piel hidratada. 

Con cuidado, se arrastró de nuevo hasta quedar más cerca del estanque y tiró de las “segundas manos” del humano, acercándolo al agua. El humano pareció quejarse en sueños, pero se dejó llevar hasta que su piel tocó la superficie.

Entonces despertó, o eso pensó Meremer. De su boca salió un quejido nuevo, algo que Meremer apuntó mentalmente a la lista de sonidos que los humanos podían pronunciar con aire. Después comenzó a moverse, arrastrándose lejos del agua de nuevo. Meremer lo contempló con curiosidad hasta que la criatura comenzó a proferir nuevos ruidos.

Usó los brazos para apoyarse y levantar el tronco y Meremer lo celebró con otro chapoteo de emoción. Entonces el humano se giró y profirió un grito.

«¡Hola humano! —saludó Meremer mentalmente, apenas conteniendo la felicidad en sus pensamientos—. ¡Me alegra ver que has despertado!»

El humano parecía sentir la misma emoción, pues su nuevo chillido fue bastante más agudo que los anteriores. Sin embargo, la alegría de Meremer pronto desapareció al ver como el que creía su nuevo compañero intentaba retroceder al fondo de la cueva. Tras un quejido, otros sonidos incomprensibles cruzaron su boca y abandonó su huida. Levantó los brazos y Meremer comprendió que intentaba protegerse.

Todas aquellas acciones carecían de sentido para Meremer y, aun así, pudo entenderlas. Su corazón, su cabeza, palpitaron con las emociones que se escondían tras aquellos incomprensibles sonidos. Sentía su miedo llegar hasta su corazón.

No era la primera vez que efectuaba una conexión así con otra criatura. La empatía era una herramienta social casi tan poderosa como la telepatía, que normalmente tejía las conversaciones entre merlinos.

No obstante, aquella criatura parecía ajena a sus ondas telepáticas, incapaz de comprender que sus intenciones eran inofensivas. Extraño, nunca se había mencionado tal cosa en los textos arcanos, aunque también obviaban las raras prendas humanas y las hebras que crecían de sus cabezas.

El humano emitió un nuevo sonido y, esta vez, Meremer pudo comprenderlo sin usar sus poderes. Era un quejido de dolor, y se repitió cuando el humano se llevó las manos a la pierna derecha. La erudita impresión por conocer a tal mitológica criatura le había hecho ignorar aquel tajo que dividía su carne. Con el movimiento, un líquido rojo brotó de la brecha. ¿Era su sangre? Tenía mal aspecto.

Seguro que era la causa de su sufrimiento, lo que le impedía concentrarse y escuchar su voz. O igual era el miedo. Probablemente ambas cosas.

Intentó acercarse al humano, reflejar en él sus emociones de calma, tranquilidad y paz. Sin embargo, solo sirvió para que este se apartara con un gemido lastimero. Así no llegarían a ninguna parte, pero no podía dejar malherida a una criatura tan valiosa científicamente.

Tendría que confiar en que aguantaría lo suficiente mientras buscaba ayuda. Meremer se arrastró de nuevo al estanque y se sumergió en sus aguas. La luz aguamarina del fondo le dio la bienvenida, revelándole también que la entrada a la gruta se hallaba bloqueada por enormes pedruscos.

Sus manos acariciaron la superficie rocosa, las garras dando toquecitos en ella. Ni se esforzó en moverlas, estaban completamente encajadas. Un parpadeo abrió su memoria como un rayo cortaba el cielo, recordando así que había otra forma de escapar.

Regresó a la superficie del estanque y allí lo vio, alzándose sobre la pared, un conducto daba a una galería de cuevas. De joven había pasado bastantes horas nadando entre sus cavernas subacuáticas, que se llenaban con las mareas. Lástima que se hallara tan arriba de sus cabezas…

Tendrían que esperar. Había notado la corriente en el muro. Con las mareas y la tormenta, la gruta no tardaría en inundarse y entonces podrían escapar. Ayudaría al humano hasta entonces, se dejara o no.

De un salto, volvió a salir a la orilla comprobando que el agua ya había ganado terreno durante su ausencia. Repitió un gesto de calma hacia el asustado humano y este intentó retirarse, sin éxito por la herida. Tras examinar el desgarrón, Meremer se desabrochó su primer cinto y lanzó uno de los paquetitos que contenía hacia el humano.

El paquetito sirvió de distracción para que Meremer agarrara su pierna y comenzara a vendar la herida con el cinto. Al principio, el humano se revolvió y gritó, pero pronto calló al comprender sus acciones. A medida que el grueso tejido de algas cubría la sangre, el miedo fue apagándose también en el humano.

Sin embargo, cuando terminó su vendaje y Meremer lo señaló, el humano respondió enseñándole los dientes. Aun siendo pequeños, casi redondeados, Meremer se apartó con sorpresa ante tal gesto de amenaza. No obstante, al comprobar las emociones de su compañero, descubrió que aquella mueca era una forma de expresar agradecimiento. Se relajó, no sin antes valorar lo extraños que eran los humanos.

Este volvió a emitir más sonidos por su boca, esta vez más suaves y definitivamente amistosos. Meremer se limitó a imitar los movimientos de sus labios, sin poder hacer tal variedad de ruidos. Igual la ausencia de branquias en el cuello permitía aquel lenguaje oral. Volvió a intentar la telepatía y esta vez pareció rozarle, pero enseguida el humano centró su atención en el paquetito que le había lanzado.

Meremer le imitó y tomó su paquetito entre las manos. Retiró el envoltorio de algas y descubrió el pescado fileteado que guardaba. Le dio un bocado, exagerando sus gestos, y esperó. Por suerte, el humano no era tonto y le siguió el juego. Parecía disfrutar también del pescado crudo.

Tras terminar de comer (tarea lenta para los pequeños dientes de la criatura), el humano le dedicó una mirada al agua cada vez más cercana a sus pies. Meremer aprovechó para llamar su atención y señalar la salida, que quedaba a un par de cabezas sobre la suya. Con los brazos, gesticuló imitando a alguien nadando hacia allí y el humano señaló el agua creciente. Meremer señaló también el agua. El humano movió la cabeza arriba y abajo, y gracias a su empatía Meremer tradujo aquel gesto como un “sí”.

Una conocida emoción volvió a aparecer en su compañero. La preocupación ensombreció su mirada al ver la orilla cada vez más cercana, el agua rozando la punta de sus piernas. El humano profirió nuevos sonidos, cargados de tristeza, pero Meremer no logró comprender la razón de su pesar.

¿No debería alegrarse? Tenían una forma de escapar. El humano era pequeño en comparación a Meremer, cargaría con él fácilmente hacia la salida. De allí, solo tendría que llevarlo a su ciudad y curarlo, incluso podría alojarse con ellos unos días si así quería… Y si podía resistir la presión del agua. ¿Tal vez por eso los humanos jamás descendían a las profundidades?

Y, sin embargo, aquella preocupación seguía, una emoción que Meremer reconoció y despertó más recuerdos.

La noche anterior, había acompañado a sus camaradas en una expedición a la superficie. Allí, unas misteriosas luces atrajeron su atención. Eran pequeñas, como las estrellas, pero crecieron conforme se acercaron.

Llevados por la curiosidad cruzaron la superficie y se encontraron con un edificio sobre las aguas. La construcción flotaba y se movía despacio, y de ella nacían cientos de luces. Era marrón, demasiado ligera para ser de piedra y demasiado rígida para tratarse de algas. Siguieron a la estructura a lo lejos, conteniendo su curiosidad con cautela, y en algún momento la tormenta se unió a su viaje.

            Desde la seguridad de las fosas, las tempestades siempre habían sido lejanos espectáculos de luces, una vista de ensueño que en la superficie reveló su verdadera naturaleza. Los rayos caían y hacían refulgir el agua, que se agitaba violenta a merced del viento. La extraña casa flotante se tambaleaba y quebraba con la furia de las olas, y sus misteriosos habitantes ahogaban sus gritos entre los truenos y el océano. Sus luces se apagaron y otras nacieron, llamadas por el rayo y consumiendo los escombros que tocaban.

Los habitantes de la casa se perdieron entre las aguas. La desesperación y el terror sacudieron el corazón de Meremer, emociones tanto propias como compartidas por las víctimas de aquella tragedia. Entre el sufrimiento y el rugir de la tormenta, hasta los pensamientos y las figuras de sus compañeros se fundieron en su cabeza, uniéndose a la cacofonía de sonidos y emociones que inundaba su alma.

En algún momento, una chispa de esperanza se aferró a su corazón, distinta y clara, guiando a Meremer hasta uno de los habitantes de las ahora ruinas flotantes. Se aferraba a una tablilla, como si los restos de su hogar pudieran protegerlo de aquella pesadilla.

Se trataba del mismo humano que ahora le dirigía una mirada de sorpresa, como si los recuerdos de Meremer hubieran llegado también a su ser. La última sombra de desconfianza se apagó en sus ojos, volviéndose una sincera gratitud a la que Meremer correspondió.

El agua ya anegaba sus prendas, pero el humano no hizo nada para apartarse de ella. Intentó volver a dirigir sus sonidos hacia Meremer, enlenteciendo su tono. Meremer reconoció algunos porque los había dicho antes, y la empatía le transmitió que eran palabras de agradecimiento.

Meremer chapoteó con la cola y gesticuló mientras enviaba nuevas palabras a su mente. La criatura arrugó la cara, y lo consideró un buen augurio. A pesar de su inexplicable temor, parecía que comenzaba a llegar a esa dura cabecita de humano.

Fue entonces cuando una sacudida reverberó en la gruta, silenciando los pensamientos y voz de ambos. ¿Era otro trueno? ¿Un maremoto? Meremer volvió al estanque y la corriente casi devolvió su cuerpo a la superficie. Un nuevo hueco se había abierto entre las rocas, demasiado pequeño para pasar, pero lo suficiente para aumentar el caudal de agua.

«Parece ser que podremos salir antes de lo previsto» pensó, feliz, mientras volvía junto al humano. El agua ya le cubría la mitad del tronco y Meremer se alivió pensando que así sus branquias del costado se humedecerían.

No obstante, la angustia del humano crecía junto a las aguas. Se revolvía mientras el mar reclamaba la gruta, pataleando a pesar de su dolor por tal de no hundirse.

En uno de sus intentos, sus miradas se cruzaron. Había visto antes aquella expresión, aquella mano que pedía su ayuda: una súplica.

Y Meremer nadó hacia él.

Lo rodeó con sus brazos y usó su cola para propulsarse hacia arriba, sus cabezas de nuevo en la superficie. ¿Acaso creía que lo iba a dejar allí? No, aquel terror era mucho más urgente que eso. Intentando agarrarlo mejor, cambió la posición de sus brazos y lo aferró por el costado, deslizando rápidamente las manos hacia sus axilas por miedo a dañarle las branquias.

Branquias que no encontró bajo sus ropas.

Volvió a bajar las manos hacia su costado, donde ninguna abertura se adivinaba tras las prendas del humano. Notaba la dureza de sus costillas, similares a las suyas, pero ningún indicio de branquias.  

Incapaz de creerlo, se sumergió junto al humano y al instante su angustia creció. Volvió a subir y de inmediato se calmó. El humano boqueaba y tragaba aire, desesperado, mientras Meremer lo contemplaba incapaz de creerlo.

Siempre habían teorizado que los humanos eran criaturas anfibias. Como los propios merlinos, respirarían aire por pulmones y usarían branquias bajo el agua. No obstante, su anatomía haría que los humanos prefirieran la costa mientras que los merlinos hallarían su hogar en las fosas, con inusuales escapadas hacia la superficie.

Quitando las extrañas criaturas que surcaban los cielos, su gente jamás había encontrado una criatura incapaz de respirar bajo el agua, ni se les había ocurrido pensar que los humanos serían una de ellas. Probablemente aquel humano sería el primero en siglos que conocía a un habitante de las fosas.

Y entonces, Meremer comprendió su miedo y desesperación, los abrazó y dejó que envolvieran su ser. Los pensamientos de ambos se sincronizaron y compartieron. Aquel sistema de túneles era más estrecho que la gruta, y las salidas se hallaban todas permanentemente inundadas. Lo que en su juventud fueron divertidos pasadizos para nadar, ahora eran largas galerías por donde solo uno podría pasar, y el humano no podría llegar muy lejos con aquella herida. ¿Cuánto tiempo podía aguantar privado de aire? Por su angustia, no parecía mucho.

El techo de la gruta se acercaba, el pasadizo a las galerías ya estaba casi inundado Podrían cruzar a la siguiente cueva pero ¿y después? ¿Se anegaría también? ¿Quedaría algún pasadizo sin agua?

El humano le dedicó una mirada de preocupación. Su cuerpo estaba bastante más caliente que el suyo, aun cuando no había sol que lo caldeara.

—Gracias por intentar salvarme.

Por fin, su voz cobró sentido en su cabeza. Meremer chilló palabras mudas, reflejando la forma de hablar de su compañero, la desesperación de sus pensamientos. Justo cuando el agua alcanzaba el techo, se abrazó al humano y rezó para que su calma llegara a su corazón mientras se hundían hacia el túnel. El estrecho pasadizo arañó sus aletas, reabrió sus heridas, pero Meremer siguió deslizándose entre la oscuridad.

Una vez las paredes se ensancharon, la negrura recibió sus ojos abiertos, como la de aquella noche tranquila que se convirtió en tormenta. Recordando los rayos y el miedo, con el humano tosiendo agua en sus brazos, Meremer pidió luz a la gruta y esta se la concedió. El agua subía y las siguientes galerías se abrían estrechas y bajas, un laberinto de túneles del que conocía las salidas y ninguna le servía.

El humano se arrastró a su lado, intentando incorporarse y cayendo cuando los temblores regresaron. El agua chapoteó con los torpes movimientos de ambos y las piedras que se desprendían del techo. Una ola llegó desde una galería anexa y el humano gritó mientras la corriente volvía a derribarlo. Meremer imitó su chillido en las cabezas de ambos, extendiendo las garras hacia él y lamentando las rocas que arañaban su cuerpo.

Entonces las rocas, que habían brillado como estrellas, se apagaron.

 

***

 

Aquel hogar flotante estaba lleno de luces y humanos. Meremer y sus camaradas lo siguieron a distancia, maravillándose con la curiosa estructura que nadaba sobre las aguas. Se mantenía a flote a pesar de las olas turbulentas y la fina llovizna, que seguro serviría para calmar la sed que la piel humana sentiría lejos del océano. Había pocos registros de aquellas criaturas, pero no parecían ser hábiles nadadores. ¿Por eso preferirían moverse en aquella casa móvil? Lo consultarían con los eruditos de las fosas a su regreso.

Al cabo de un rato, algunas siluetas se asomaron por la casa, descubriendo su presencia. Meremer y sus compañeros saltaron en saludo, y algunos humanos levantaron las manos en lo que supusieron una respuesta amistosa. No obstante, por alguna razón los cielos y los mares vieron con malos ojos aquella reunión, y la tormenta arrastró a sus miembros al océano.

En medio de aquel caos, Meremer se separó de sus compañeros pues estos huyeron a la seguridad de las profundidades. Algunos humanos cayeron de su guarida, otros se tiraron en un acto de desesperación. Tanto daba, en el mar todos acabaron a merced de las corrientes, arrastrados al fondo o golpeados por los restos del que fue su refugio. El viento llamaba a las olas, los rayos iluminaban las ruinas flotantes y, entre agonía y lamentos, un latido de valor sacudió a Meremer.

Un humano se agarraba inútilmente a una tablilla. Pataleaba y gritaba, sus palabras ahogándose en agua y sal. Sin rendirse ante aquella tragedia.

Meremer nadó hacia él, la única voz clara entre aquella pesadilla, la única emoción que brillaba distinta a las demás. Podría haber huido en busca de sus compañeros, pero solo tenía ojos para aquella fuente de esperanza.

 Una gigantesca ola se alzó sobre ambos cuando el humano captó su presencia. Extendió una mano de súplica hacia Meremer y sus garras la aceptaron, uniéndolos aun cuando las violentas aguas los arrastraron al fondo.

Pronto sus garras fueron las únicas con fuerza para juntarlos, la energía del náufrago escapando con el aire de su boca. Meremer lo abrazó y nadó entre escombros, furia y muerte, el oleaje zarandeando sus cuerpos y trazando heridas en ellos. Aun en la oscuridad, encontró la gruta y, a pesar de los cortes y el golpe de su cabeza, logró conducirlos hasta allí.

La cueva les recibió con una sacudida que cerró sus puertas, y el agotamiento y las heridas invitaron a Meremer a descansar.

 

***

 

Meremer abrió los ojos y, esta vez, la luz recibió su despertar. Por un momento recordó las tranquilas aguas que había visitado en su niñez junto a sus progenitores. En islas calmadas y vacías, algunos habitantes de las fosas hallaban descanso nadando en mares cálidos, con arenas blancas y peces de colores.

Su gente decía que a un sitio similar nadabas tras el último latido de tu corazón. En aquel océano más allá de la vida, podías jugar bajo un amable sol estival, pero más brillante era la noche, con una hermosa luna y un sinfín de estrellas perladas. Los corales encantados se iluminaban tras el crepúsculo, devolviendo el fulgor solar que cosechaban durante los mañanas de apacibles olas.

Si de verdad había llegado al paraíso, bien podría haber dejado su cuerpo en el agua, no en la orilla para secarse a su suerte. Su cabeza protestaba y su boca estaba seca, pues su garganta no estaba acostumbrada a permanecer sin agua tanto tiempo. Intentó incorporarse, pero un contacto lo detuvo. Era una garra húmeda, y agradeció aquel frescor mentalmente antes de volverse hacia Araede.

Araede, Miride y Kasadi, sus camaradas, enviaron palabras de alegría a su cabeza mientras rodeaban su cuerpo en un abrazo. Meremer respondió con regocijo, con dicha en sus pensamientos hasta que un quejido pidió su retirada. Al incorporarse, pudo ver que parte de su cola había sido envuelta en extraños tejidos, similares a los que había portado el humano…

Que estaba sentado a su derecha. Le enseñó los dientes en aquel extraño gesto amenazador que en realidad era amistoso. Tras él había más humanos, guardando las distancias. Sus ropas estaban rasgadas y muchas seguían teñidas de rojo, ocultando heridas tras vendas improvisadas. De sus emociones intuyó que se sentían cohibidos por la presencia de Meremer y sus camaradas, pero no logró discernir sus pensamientos con tanta exactitud como hizo con su compañero de tragedias.

—Me alegro de que vivas —dijo su humano, con sonidos, y la mente de Meremer dio sentido a su voz, alivio y dicha—. Me salvaste.

«Y tú a mí —le contestó Meremer telepáticamente, señalando las vendas de su cola. El humano volvió a enseñar sus dientes y Meremer comprendió que su comunicación por fin iba en ambos sentidos—. Pero… ¿Cómo escapamos?»

«Vuestro terror os salvó —explicó Araede, con bizarra felicidad en sus pensamientos—. Perdimos tu rastro en la tormenta, y pasamos horas buscándote sin éxito hasta que encontramos la gruta».

«¡La cueva brillaba como mil estrellas! —exclamó Miride—. Como si el sol hubiera caído a los abismos».

«Supimos entonces que solo alguien de los nuestros podría haber hecho algo así, y nadamos en tu búsqueda —siguió Kasadi—. La entrada principal estaba bloqueada, pero pudimos escurrirnos por las secundarias. Entonces te vimos en la galería mayor, con el humano chillando a tu lado. Las rocas habían limitado el acceso el agua, pero una te había golpeado en la cabeza y dejado inconsciente. Tu compañero intentaba despertarte tras haberte vendado las heridas. Le costaría hacerlo con lo que brillaba la cueva, casi nos quedamos invidentes al entrar».

Meremer inclinó la cabeza a un lado en un gesto confuso.

«Qué extraño, ¿por qué seguiría activa la luz aun cuando quedé inconsciente? Nuestros reclamos a la piedra se apagan con nuestra consciencia».

«Tal vez el humano mantuvo tus sentimientos y deseos consigo mientras dormías —teorizó Miride—. ¡Pasasteis por una experiencia difícil e igual eso os unió en una bonita amistad!»

 Meremer contestó con dicha y afecto a aquella risueña hipótesis, aunque no la descartó. Ciertamente, fue entre agonía y terror cuando por fin pudo enlazar su mente a la del humano. Solo cuando sus preocupaciones se sincronizaron, las palabras fluyeron entre ambos, ahogando las diferencias que había entre sus mundos.

El humano esperaba mientras Meremer conversaba telepáticamente con sus compañeros, aparentemente incapaz de escuchar las voces de los demás. Se giró hacia él y decidió imitar la mueca que el humano le dedicaba con agradecimiento. Este se retiró un poco, sorprendido, pero repitió el gesto.

«Mantuviste la luz que guio a mis amigos, la que ordené a las rocas en la cueva—explicó—. Al final nos salvaste a ambos».

—Si es así, tú prendiste la chispa y yo solo la continué. Estamos en paz. Mira, mis propios amigos vinieron también por la luz,

El humano señaló con diversión a sus compañeros, que se revolvieron incómodos. Parecían amistosos, pero retrocedieron un poco cuando Meremer les enseñó los dientes con simpatía. No estarían acostumbrados a la afilada dentadura merlina.

De todos modos, podía ver su curiosidad, su alivio al ver que su compañero seguía con vida. ¿Sería aquel el inicio de una nueva era para merlinos y humanos? Se giró hacia su compañero, pensando en las palabras de Miride.

«Mi nombre es Meremer. Aparte de amigo, ¿cómo puedo llamarte?»

El humano volvió a repetir aquella mueca alegre. Más tarde, Meremer aprendería que se llamaba “sonrisa”.

—Amigo servirá, pero también me llaman Damián. Encantado de conocerte.



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