jueves, 27 de octubre de 2022

La Fundadora: Primer Acto

 El Milagro Blanco


Minerva Ericenea contemplaba la nieve a través de la ventana de su estudio particular. El gramófono acompañaba la lenta caída de los copos con una melodía de compás tranquilo, que invitaría al estudio de los numerosos libros que la rodeaban si no estuviera ya abrazada por su compañero de vida. La música hacía que sus cuerpos se mecieran lentamente, casi de forma inconsciente, en aquel sereno vals.

Parpadeó y sus ojos dejaron atrás los preciosos jardines para enfocar su reflejo, que le devolvió una sonrisa entre los brazos de su marido. Tanto sus oscuros cabellos como los suyos más castaños comenzaban a salpicarse de gris, la senectud recordándoles la vida que habían compartido juntos. Una historia pacífica, donde los caminos escogidos tal vez no fueron los más acertados. En ocasiones recordaba sus lecciones de lanza, las alabanzas de sus instructores, como recordatorio de que las guerras orientales podrían pedir su colaboración. No obstante, su edad se acercaba al medio siglo, y las batallas se sucedían sin llamar a sus soldados más vetustos. Aun así, había mantenido la costumbre de entrenar tanto por precaución como por nostálgico entretenimiento.

Como si hubiera leído sus preocupaciones, los brazos de su amado se cerraron más sobre ella, su calidez alejando el frío que se colaba a través del cristal. Tras un beso en la mejilla, sus ojos castaños la miraron sobre el vidrio, con tanto amor como en el día de su boda.

―Míranos, mi amor. El uno en compañía del otro, y tal vez el siguiente invierno no estemos solos.

La sonrisa de Minerva se apagó, y él deshizo su abrazo con preocupación.

―Erédeo, mi vida. Empiezo a dudar si nuestras esperanzas e ilusiones nos hacen bien alguno. Tal vez sea momento de asumir que nuestro amor solo puede ser compartido entre nosotros dos.

Él bajó la mirada y ella hizo lo mismo. Había sido una vida de paz y tranquila felicidad, pero sus deseos de concebir comenzaron a marchitarse tras años de intentos y dolor por las abruptas pérdidas. Las canas y arrugas en sus hoyuelos indicaban que pronto se quedarían sin oportunidades.

―Estoy cansada de fallar, mi amor ―siguió ella, meciéndose para recuperar los pasos de su discreto baile―. Cada año es un recordatorio de aquellos frutos que nos dejaron antes de conocerlos, de las noches en vela cuestionándonos el por qué. Nuestra vida ha sido y seguirá siendo plena a pesar de no compartirla con hijos.

―Lo sé, lo sé y no me arrepiento de haber pasado estos maravillosos años contigo ―dijo él, volviendo a abrazarla con fuerza―. Es solo que, al ser un deseo que ambos compartíamos, me hubiera gustado verlo entre nuestras manos.

Minerva sonrió, reconfortada por su abrazo, pero su mueca ya estaba marcada por el cansancio. Cada ensueño que compartían solo servía para volver a hundir sus esperanzas, socavadas por la cruel realidad. En ocasiones soñaba con la alegría de tener a un pequeño y despertaba recordando su sangre, lo único que quedaba de ellos.  

Erédeo volvió a besarla, aliviando sus pesares. Ah, siempre sabía cuándo dar el gesto adecuado, cuándo consolar sus aflicciones. En ocasiones, se había preguntado si su oportunismo se debería al conocimiento que otorgaba la convivencia o por algún don o bendición.

Como leyendo sus pensamientos, su amado planteó:

―Tal vez… podríamos pedirle ayuda a mi Fe.

Ella frunció el ceño y finalmente se apartó, no lo suficiente para alejarse de su abrazo si no para mirarlo a los ojos.

―¿A la Iglesia Sacra? ¿La misma que nos impide acoger bajo nuestro apellido a los huérfanos que buscan hogar?

―Sabes que son las leyes las que impiden que los nobles sin descendencia de sangre adopten.

―Y esas leyes están basadas en los dogmas de vuestra Iglesia ―suspiró―. Es su ideal el que está inspirando las interminables guerras al este, te recuerdo.

―Tienes razón, tienes razón ―admitió él, imitando su suspiro―. Los dioses de las tierras que te vieron nacer son más tranquilos, lo que me hace preguntarme por qué vuestro gobierno no basa más su constitución en su credo.

―Las enseñanzas de lanza y espada vienen bien a todo el mundo ―contestó ella― aunque nuestros dioses siempre busquen la paz. De todos modos, consideramos que la fe y la razón son asuntos que no deben mezclarse.

―¿Pero qué razón podemos esperar en una tierra donde existen milagros?

Ah, allí estaba aquella emotiva mirada, vibrante a pesar de los años. El halo dorado que rodeaba las pupilas de su amado lo marcaba como hijo de las tierras de Sacratea. Ella carecía de aquel brillo áureo en la mirada pues procedía de Corentia, un pequeño reino vecino que no seguía las enseñanzas de la Iglesia Sacra.

Por amor, había decidido hacer de Sacratea su hogar, teniendo que acostumbrarse a convivir con las costumbres de sus feligreses. El gobierno era una teocracia, de enseñanzas tan bondadosas como las de su tierra que, sin embargo, su gente siempre conseguía tergiversar a su favor.

No exigían saber luchar a todos sus nobles como en Corentia, pero uno de los esposos debía prepararse por si era llamado a la guerra. Las cruzada de Sacratea en las fronteras del este era prueba de su doble cara. La Iglesia Sacra se excusaba en la maldad de aquellos que combatían, llamados demonios y seguidores de dioses oscuros. Las historias contaban que dichos feligreses dejaban atrás su humanidad consumidos por el encanto de la sangre, y que era deber de la Sacra Luz terminar con su blasfema existencia. No obstante, aquellos dogmas en boca de sacerdotes no eran más que rumores para los escépticos de tierras prósperas.

Minerva escuchaba con desconfianza aquellas excusas, pues conocía la sombra de la Teocracia. La Fe Sacra pedía bondad mientras mataba en guerras, y sus nobles más devotos miraban a Minerva con desprecio al no hallar el halo en sus ojos. En eventos, los chismorreos volaban entre pasos de baile y notas musicales, la mayoría de encuentros disfrazados de falsa cortesía. Realmente, solo veía sincero aprecio en su marido y algún amigo, pues incluso apreciaba la distancia con los empleados de su hogar. La trataban con reverencia, pero su respeto venía del que profesaban a su marido tras generaciones de amistad con su apellido.

Terminó negando con la cabeza, sin necesidad de expresar una vez más sus razones.

―Ya sabes lo que opino de vuestra forma de gobernar ―concluyó.

―Y también conoces mi opinión al respecto: estoy de acuerdo ―suspiró él―. Las elecciones de la Iglesia pueden ser cuestionables… pero mi Fe en la bondad de la Luz y los Milagros que nos otorgan la siento buena. Es en esta Fe donde veo una última esperanza de ser tres en la familia.

Minerva sopesó su propuesta, sus pies moviéndose inconscientemente con la música. Pronto su marido le tendió la mano y ella le guio en un lento baile, su cabeza apoyada en sus hombros con cariño. Su tierra natal le concedía la libertad de elegir su credo, y ella decidió no rezar a ningún dios a pesar de las historias de Milagros y las verdades que había visto en ellas. Era una de las cosas que más le había fascinado a Erédeo de ella, su reticencia a ceder su completa devoción en algo superior, su precaución aun cuando la Fe desafiaba lo establecido.

―Podemos probar ―aceptó junto a las notas finales de la canción―. Un último año de esperanza en el que ambos pedimos ayuda a tu Luz.

―Maravilloso. Tendré que enseñarte a rezar entonces.

―Supongo. Pero recuerda, solo me permitiré desear resultados este año… ―su sonrisa creció, convirtiéndose en una risa―. De todos modos, tampoco íbamos a dejar de intentarlo, ¿no?

Él soltó una carcajada.

―Cierto, pero no incluyas eso en tus oraciones ―sus cuerpos se separaron, unidos solo por sus manos y dedos entrelazados―. Y si, a pesar de todo, seguimos siendo solo dos, recuerda que jamás cambiaré el amor que siento por ti.

Minerva sonrió, sabiendo que sus sentimientos estaban en armonía una vez más.

―Jamás lo he dudado.

 

 

Aun cuando no era la primera vez que visitaba la Catedral, Minerva sintió la necesidad de parpadear al entrar para su concertada visita. La luz de los altos candelabros y lámparas del techo era capaz de desafiar la que iluminaba el cielo, como recordatorio de que la esperanza siempre brillaba en los lugares de fe. En otro tiempo habría pensado que se trataba de simple simbolismo, pero ahora empezaba a tener sus dudas.

                Su marido la tomó del brazo, dejando que se apoyara en él. No estaba acostumbrado a ser el apoyo físico del otro, pues ella solía ostentar mayor fuerza, aunque agradecía sus cuidados en aquel momento tan crucial. Acarició su tripa instintivamente, ligeramente redondeada, pero pronto retiró su mano. Una tenue turbación cegó sus ensoñaciones, llevando a sus ojos a huir de la luz. No sería la primera vez que lograba concebir para despertar con sangre entre sus piernas.

                Erédeo hizo una reverencia de cortesía y ella lo imitó como pudo, aun cuando una mano le pidió detenerse.

                ―No es necesario, su gracia ―dijo, con un gesto―. No se fuerce al decoro en su situación.

                Parpadeó y por fin enfocó la vista. La doctora y dos hombres ante ella imitaron su saludo cortés, sus manos recogidas tras las largas túnicas de sacerdote. Los tres tenían los ojos castaños, con aquel tenue aro dorado que revelaba su origen de Sacratea. En ocasiones se preguntaba si aquellos peculiares iris les permitían ver mejor bajo aquel baño de luz dorada.

                Eran los mismos sacerdotes que la otra vez: el Sumo Sacerdote de aquella sede, su eminencia Tobías Immeres, de constitución vigorosa a pesar de su cabello encanecido; y Jakob, su ayudante más fiel, de apariencia más joven. Ambos tenían la misma mirada tranquila pero que Minerva sentía severa, pretendiendo una amabilidad que no sentían.

                «Cálmate ―pensó mientras Erédeo comenzaba a narrar su estado―. Están ayudando con esto, tus dudas son infundadas».

                Pero era extranjera y estaba acostumbrada a las sonrisas falsas.   

                Erédeo le cedió la palabra y ella comenzó a contar sus últimos problemas, agradeciendo con una mirada que él empezara la conversación. Describió su rutina de rezos, cuyo marido acompañó en las primeras ocasiones para darle unas lecciones sobre la doctrina y la forma de proceder, y luego siguió describiendo su estado y las afecciones que lo acompañaban. Tras un breve análisis de la doctora y concertando una cita con ella en su clínica, concretó:

                ―Es un embarazo de riesgo, tanto considerando su estado actual como su… historial en la materia ―la señora la miró a través de las gafas―. A pesar de su constitución fuerte, no debe hacer esfuerzos.

                Minerva desvió la mirada, algo abrumada. Quitando a su devoto amado, no solía escuchar cumplidos sobre su fortaleza a menudo. Al parecer, en Sacratea las mujeres no solían escoger el combate como meta personal.

                ―Dejé las lanzas antes de intentar concebir, doctora. Aunque se agradece el cumplido.

                ―Menos mal ―suspiró ella, relajando la expresión. Su mirada parecía más comprensiva que la de sus compañeros―. Parece todo en orden, pero hasta la cita del próximo día le recomiendo reposo y prepárese para seguirlo después.

                Minerva asintió, aunque su rostro dejó escapar un bufido que pronto deseó haber contenido. Años viviendo en Sacratea, siendo instruida en la cortesía noble y se había dejado llevar por el trato amable de aquella señora.

                Erédeo puso una mano en los hombros, llamando la atención del silencioso juicio de ambos sacerdotes.

                ―Es una lástima, porque le gustaba entrenar tanto como compartir lecturas conmigo. Agradezcamos a su Claridad que su fuerza no haya sido necesaria en la batalla.

                ―Agradezcamos ―sonrió el más joven―. Aunque su mano tal vez habría sido útil en estos nuevos tiempos.

                Minerva parpadeó y Tobías calló a su aprendiz con una severa mirada. Negó con la cabeza.

                ―Ruego disculpéis su comentario, mis señores. Últimamente hemos estado algo tensos por las noticias que nos llegan de los ejércitos del este. No bastamos en la Catedral y el Monasterio hermandado para rezar por su victoria.

                ―¿Ha habido movimiento de las tropas enemigas? ―tanteó Erédeo.

                Minerva agradeció silenciosamente la curiosidad de su acompañante, pues ella no se habría atrevido a preguntar a pesar de desear información sobre aquel asunto. El sacerdote guardó silencio unos instantes, reordenando sus pensamientos e incluso desterrando su severidad con algo que bien podría ser sincera pena.

                ―Tampoco creo que puedan considerárseles tropas, mi señor ―negó Tobías de nuevo―. Aquellos que se alían con los dioses oscuros deben ceder a sus deseos, y no solo por los blasfemos contratos que entrelazan sus destinos. Las horas de sueño de nuestras tropas se convierten en vigilias por temor a ser atacados bajo la luna. Después llega el alba, donde los humanos que los acompañan acosan nuestras filas.  No hay descanso en la guerra.

                Minerva escuchó atentamente, agradeciendo por una vez haber visitado aquel centro de luminosa extravagancia. Aun cuando había escuchado historias, leído libros y noticias sobre aquel tema, la información sobre los “hijos de la noche” era algo que no solía aparecer en conversaciones nobles o fuera de los centros de rezo. Era tabú hablar de aquellas criaturas malditas, opuestas a lo que el credo de Sacratea y las consignas de su Iglesia defendían.

                Los hijos de la noche tenían otros nombres, siendo el de “vampiro” el más vulgar y corriente para denominarlos. El Sol los exorcizaba de la existencia, pero la noche compensaba toda la vida que el día les arrebataba: con velocidad y fuerza aumentadas, un solo vampiro podía abatir a varios guerreros humanos por sí mismo y sanar sus heridas después. Los rumores decían que vivían cientos de años, con poderes que ponían en duda el potencial de las bendiciones de la Iglesia Sacra.

                En el coche de caballos, camino de vuelta a la mansión, Minerva dejó que Erédeo se apoyara en su hombro mientras pensaba en las historias que narró el sacerdote. A pesar de que escogió la lanza como destino, agradecía haber podido dedicar su vida a entrenar por placer y no para marchar a batalla. Ahora, con un bebé esperando a nacer, era poco probable que la llamaran para su deber, pero las noticias sobre el conflicto seguían inquietándola.

                Las muertes se sucedían en la frontera ante aquellas oscuras criaturas. ¿De verdad era su fuerza como la describían las historias? De ser así, ¿bastarían los milagros para vencer a enemigos tan temibles?

                En silenciosa confidencia, se preguntó también si realmente serían merecedores de aquella cruzada. No le sorprendería que la cegadora claridad de Sacratea considerara impío todo lo que impidiera el desarrollo de sus ambiciones.

                Al final, la tranquila luz del ocaso, más tenue y amable que el ostentoso resplandor de la Catedral, la invitó a dormirse apoyando su cabeza en la de su marido.

 

 

Erédeo se dejó caer al sofá, su mano buscando la de su esposa en consuelo. Alonso alzó su mirada cansada de la misiva, preguntando una vez más a sus señores si debía continuar leyendo. Estos volvieron a asentir con amarga insistencia y el vetusto mayordomo volvió a leer la carta. Una y otra vez, las letras dolieron en los rostros de los presentes, sus sílabas lacerando como crueles cuchillas.

Algunos criados y mayordomos se acercaron al marco de la puerta a escuchar aquella misiva, las manos de parte de ellos ocultando la sorpresa en sus bocas. No era la primera vez que veían a los amos de la mansión con aquella expresión, donde un funesto asombro congelaba las lágrimas en su rostro, sus cabezas intentando negar la realidad. Los intentos de concebir habían traído el sentimiento del luto a su hogar. La compasión y la pena se extendía entre los empleados y señores que con tanta amabilidad compartían el día a día.

Los ojos de la pareja se encontraron y se perdieron a través de las lágrimas, incapaces de contenerlas por más tiempo. Se abrazaron y fundieron en un consuelo solo interrumpido por sus sollozos y los de sus sirvientes, quienes abandonaron la sala a petición del lector para dar intimidad a sus amos.

Pasaron unos dolorosos segundos que se convirtieron en temblorosos minutos, hasta que por fin reunieron fuerzas para separarse.

―Hay esperanza ―logró decir ella, hipando por el lloro―. Nunca has combatido, no pueden designarte a primera línea.

―Minerva…

―Estás mayor y eres inexperto ―siguió ella―. Igual con suerte te ponen en la logística. Es lo que se te da bien. Serás el que mejor lleva las cuentas del ejército.

―Mi amor…

―Si quieren una lanza entonces debería ir yo. ¡Maldita sea, deberían llevarme a mí! ¡Fui entrenada toda una vida para esto, me he preparado por si algún día me tocaba partir! Entonces por qué… Por qué…

Miró la carta, dejada en la mesita. Aquellas traicioneras letras lamentaban el avance de las blasfemas criaturas nocturnas y pedían la marcha de los nobles para defender su patria, para cumplir su deber. Sin embargo, aquel texto compartido por el resto de peticiones del país finalizaba con una orden expresamente dirigida al logista Erédeo y no a la lancera Minerva, pues decían ser conscientes del estado de la señora.

«Así que esta es la forma que tiene tu Diosa de cobrar un milagro, amado mío ―pensó Minerva, acariciando el pesaroso rostro de Éredeo―. Concediéndonos el don de dar luz a una nueva vida a cambio de nuestro lazo, lo más preciado que tenemos».

Él puso su mano sobre la suya, llevándola después a su vientre. El bebé ya empezaba a dar sus primeras patadas, como si estuviera ansioso por nacer. Su padre no podría darle la bienvenida al mundo.  

                ―Tienes razón ―logró decir él, con voz nerviosa―, aun no debo perder la esperanza, no cuando hemos logrado mantenerla durante todo este tiempo. Marcharé y regresaré para conocer al milagro que creamos juntos. Cumpliré mi deber y protegeré la Luz que nos ha bendecido para lograr nuestro deseo… Aunque solo espero que pueda hacerlo tras los ábacos, como tú dices.

                Minerva sonrió, dejando escapar una risa nerviosa, y él apoyó su frente contra la suya en un gesto de cariño. Sus labios repitieron palabras de consuelo que poco a poco se difuminaron en la mente de la señora, como la nieve se había derretido en los jardines meses atrás.

                Su servicio llegaría a su fin con las primeras nevadas del nuevo invierno. No era mucho tiempo, y ambos dudaban que volvieran a pedir su colaboración con su escasa instrucción. Erédeo tenía razón, ambos habían conservado la esperanza durante décadas, podían volver a hacerla florecer para su reencuentro, para el nacimiento de una nueva etapa en su familia.

                ―… Me acordaré de vosotros en todo momento, no lo dudes ―apartó su mano un segundo para buscar en el interior de su camisa, sacando el preciado guardapelo que siempre portaba consigo―. Y con esto te llevaré conmigo. Verte me dará fuerzas y me inspirará para…

                Minerva interrumpió su mantra con un beso y él lo agradeció, pues ya se estaba quedando sin palabras de ánimos. El recuerdo de ambos podía ser tanto inspirador como melancólico, y quería aprovechar el poco tiempo que les quedaba juntos antes de empezar a añorarse.  

                Erédeo no era el único que debía ser fuerte. Ella también aguardaría la dolorosa espera, soñando con el momento donde los tres se reunieran como familia.

 

 

Las llamas bailaban en su escenario de leña seca, protegidas y aseguradas en el teatro de piedra que formaba la chimenea. Sin embargo, su cálido y apacible espectáculo era ignorado por la dueña de la mansión, su atención perdida más allá del frío cristal de la ventana.

                La hermosa luna llena iluminaba el paisaje. La nieve caía sobre los jardines, con delicadeza y suavidad. Sin pausa, cubriendo todo de un gélido manto que se endurecería al amanecer. Las nevadas se habían retrasado aquel año, pero habían regresado con inesperada fuerza.

                Apoyó la mano libre en el cristal y su piel se pegó durante unos instantes a ella, el frío haciéndole olvidar la cálida danza a sus espaldas.

                Acostumbrada al sincero cariño de Erédeo, cualquier fuente de calor se le quedaba fría, una burda imitación que distaba del reconfortante amor que tanto tiempo compartieron.

                El crujido del papel le hizo recordar la carta que aun llevaba en sus manos, sus palabras en una disculpa generalizada que llegaría a cientos de hogares rotos.

                Aquel pésame vacío no le devolvería al amor de su vida, ni tampoco lo harían las lágrimas. Habría llorado si hubieran traído el cuerpo de su esposo, consolándose con poder despedirse una última vez, o incluso si hubiera vuelto en vida, con lágrimas de dicha. Pero aquellas letras lamentaban no haber podido rescatar siquiera los restos de su amado, consumido por los engendros a los que lo habían lanzado.

                Aun cuando aquellos monstruos le habían arrebatado su aliento, fueron humanos quienes lo empujaron a sus garras.

                ―Erédeo ha muerto traicionado por los suyos ―susurró a su reflejo en la ventana, los ojos vidriosos incapaces de derramar su pena ―. Cargaré con esta verdad toda la vida, mi odio solo templado por tu recuerdo, amado mío…

                Un movimiento interrumpió sus palabras, como protestando por ellas. Un llanto que le recordó que el deseo por el que ambos lucharon.

                Se apartó del cristal, internándose de nuevo en el falso calor de la habitación. Iluminado por las naranjas llamas de la chimenea, un bebé alzaba los brazos protestando por haberse despertado. Sus pequeñas manitas buscaron a su madre y Minerva sonrió dejando escapar las dos últimas lágrimas que osó concederse.

Fue un parto difícil, donde el miedo le hizo temer que su dolor careciera de propósito. Lo temió solitario, con su amado lejos y sus sirvientes distantes. Sin embargo, para su sorpresa pronto vio que aquellos que creía recelosos se volcaron en ayudarla. Llamaron a los doctores pertinentes mientras le rogaban calma, y en unas horas se encontró con un bebé en sus brazos. Los meses entre la partida de Erédeo y la misiva que anunció su mente fueron duros, pero aquellos ojos que juraron lealtad a su casa habían perdido la dureza con la que Minerva siempre creyó ser observada.

Las barreras de sus prejuicios habían sufrido su último golpe.  Había familiaridad e incluso amistad en sus palabras, ahora se daba cuenta, pero también pena y compasión al verla. Aunque le incomodaba ser objeto de su lástima, no tardó en verlo como una muestra más de su aprecio, el apoyo que tanto necesitaba en aquellos tiempos.

Tomó al bebé entre sus brazos, el último recuerdo que quedaba de su amor, y lo acunó con delicadeza hasta que se quedó dormido.


 


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