sábado, 3 de diciembre de 2022

La Fundadora: Segundo Acto

 El Milagro Negro


―¡Señorita, aun no se ha terminado de arreglar! ¡Señorita Aurora, vuelva!
Minerva alzó la vista de su libro, buscando en el techo del piso superior la llegada de aquel pequeño torbellino. Unos pasos rápidos siguieron a otros más pesados mientras Amelia, la criada designada como nana, corría tras el mequetrefe en que se había convertido su hija. 
Aurora bajó corriendo las escaleras, descalza y con el cabello ondulado a medio peinar. Se detuvo un segundo, como concediéndole una oportunidad a la pobre Amelia (los años no perdonaban y se había parado a recuperar el aliento). Entonces, cuando iba a retomar su persecución, bajó el último tramo saltando los escalones de dos en dos. 
En el último escalón trastabilló y habría aterrizado en el suelo de no ser porque Minerva ya se había acercado a la muchacha. La recogió antes de que cayera, salvándola una vez más de una torpe caída.
―¡Ve con cuidado! ¡Te dije que es peligroso correr por las escaleras!
―Lo sé. ¡Gracias, mamá!
La chiquilla alzó la mirada hacia su madre y, como siempre, ella parpadeó maravillada. Los ojos de su hija eran de un vivaz castaño, con aquellos aros dorados que la marcaban como habitante de Sacratea. Idénticos a los de su marido, en ocasiones creía que Erédeo la miraba desde sus pupilas. 
Negó con la cabeza, enterrando en su corazón el recuerdo de su amor. Había pasado más de una década desde su pérdida y bendición, y el duelo había convertido la ira y el dolor en un melancólico consuelo… Con algo de emoción por la energía de la pequeña Aurora. 
Alzó la mirada hacia la pobre criada, quien volvía a tomarse otro descansito.
―No te preocupes Amelia, la devolveré a las habitaciones.
―¿Qué? ―protestó la niña―. ¡Pero si ya estoy lista para el desayuno!
―Tal vez, pero no para las lecciones de después. Tenemos que comportarnos como señoritas e ir elegantes para aprender, ¿no crees?
―Siempre lo hacemos, incluso en camisón.
Minerva rio y su hija le dedicó una sonrisa… Que los sirvientes decían que era como la suya. Desde luego había heredado su vitalidad y franqueza. 
―Va, si te portas bien después de las lecciones salimos a jugar con las lanzas al jardín.
―¿¡En serio!? ―Minerva asintió y su hija sonrió―. ¡Vale, me lo has prometido, mamá! Si se te olvida iré descalza hasta a las clases de baile.
―Asumiré el riesgo ―rio ella, tendiéndole una mano que la niña aceptó.
Subieron las escaleras, esta vez despacio, con una sonrisa en el rostro. Con los años, había descubierto que los entrenamientos con lanza eran perfectos para que la niña gastara sus energías sin poner patas arriba la casa. Por lo demás, era una chiquilla excelente que estudiaba lo que podía e incluso ofrecía una mano a los criados cuando los veía atareados, ganándose su simpatía. 
Las miradas de afecto se dirigían tanto a señora como señorita de la casa. Minerva agradecía mentalmente que las torpes carreras de la niña por la mansión fueran objeto de risas y no de molestia por sus empleados. 
En un momento, Aurora trastabilló y se aferró al brazo de su madre para mantener el equilibrio. Alisó el pliegue de la alfombra con los pies mientras Minerva comprobaba que estuviera bien.
―Últimamente estás en las nubes. ¿Todo bien?
Aurora se tomó unos segundos antes de asentir, tan alegre como siempre. La acompañó hasta la puerta de su habitación y esperó hasta que salió con los zapatos puestos y el cabello un poco más ordenado. Se despidió de ella con un abrazo y no le sorprendió ver que echaba a correr, casi tropezándose de nuevo con la alfombra.
Minerva negó con la cabeza, sin poder ocultar la sonrisa de su rostro. Su hija solo había estado quieta cuando era un bebé incapaz de gatear y, una vez aprendió a hacerlo, no había cuna ni cansancio para detenerla. Incluso daba pataditas en sueños. 
Su vitalidad había crecido con su destreza para correr y “jugar” a las lanzas, con solo sus últimos traspiés capaces de frenar sus carreras. 
Aurora aseguraba que nada le turbaba la mente, pero Minerva comenzó a preocuparse cuando aquellos tropiezos se volvieron más habituales. Sus saltos acababan en las escaleras, para asegurarse en la barandilla; y sus entrenamientos con lanza, que empezaron casi diarios a petición de su hija, se volvieron una rareza en sus horarios. 
Un día, un grito llamó su atención y corrió a la habitación de su hija para encontrarla tendida en el suelo, con Amelia ayudándola a levantarse.
―Estoy bien, estoy bien ―decía, mientras su madre también ofrecía su apoyo―. Es solo que todavía no he desayunado, no tengo fuerzas…
Entre ambas levantaron a la chiquilla y la sentaron en la cama, sus piernas temblorosas colgando sobre las sábanas. Minerva parpadeó, sorprendida pero aliviada cuando Aurora logró levantarse por su propio pie y terminar de ponerse los zapatos. 
Aquel no fue el último incidente. Las caídas se volvieron más frecuentes, tropiezos en suelos lisos y debilidad aun cuando la niña había comido. Temiendo que su caminar regresara a un gateo torpe, Minerva consultó con todo médico de confianza que estuviera en su mano. 
Sin embargo, ninguno supo darle una respuesta que calmara sus inquietudes. No encontraban explicación para aquellos pasos torpes, ni tampoco cura para sus cansados temblores. La medicación y rehabilitación ofrecidos como remedio ni siquiera retrasaron su regresión al gateo que tenía de bebé, y este la dejó frustrada en cama. 
Minerva pasaba los días a su lado, intentando sacarle una sonrisa que ni ella misma podía forzar. Le prometía soluciones, a pesar de que cada doctor negaba con la cabeza murmurando una disculpa. Nanas y mayordomos, criados y jardineros, le traían presentes o su compañía, contando lo que habían visto aquel día para distraerla. Sin embargo, cada anécdota hacía suspirar a la pequeña, a quien deseaba haber vivido aquellas experiencias por si misma. 
        Las predicciones comenzaron, las expectativas de los médicos más nefastas conforme la parálisis consumía sus días.
De noche, Aurora dormía sin sus pataditas, mientras su madre permanecía en vela buscando similitudes en libros, remedios desesperados. En una de aquellas interminables veladas, se giró para descubrir que Alonso, jefe de mayordomos y su más fiel consejero, la esperaba en la puerta del estudio junto a un par de criados.
―Mi señora, ¿me permite pasar?
Minerva asintió y el hombre avanzó hacia el centro de la habitación. Su compañía aprovechó para recoger la taza de té frío, sustituyéndola con bebida caliente aun sabiendo que correría el mismo destino. 
―Si nos permite el atrevimiento ―comenzó el hombre, su escolta volviéndose hacia él en un gesto de apoyo―. Queríamos expresar nuestra preocupación por su estado, mi señora. Tememos que su salud peligre al volcarse en curar a la señorita y…
―¿Qué otra cosa podría hacer? ―repuso ella, aunque aceptó sentarse en su sillón cuando dos sirvientes le pidieron hacerlo―. Erédeo y yo pasamos tanto tiempo esperando a conocerla y ahora ni siquiera puede caminar a nuestro… A mi lado. 
―Lo sabemos, mi señora ―dijo el hombre, la aflicción sincera en su rostro envejecido―. Y aun cuando nuestra pena no es equiparable a la suya, la situación también pesa sobre nosotros. Pero es también por ella por lo que no puede dejar su salud de lado. Si desea ayudarla, también debe ser fuerte para descansar.
»Dormir, comer… son actividades que tal vez no le devuelvan la salud a su hija pero sí a usted. Con ello, reunirá las fuerzas para convertir su preocupación en esperanza. 
Minerva se llevó las manos a la cara. Un suspiro de agotamiento escapó entre sus cada vez más huesudos dedos. Agradecía su preocupación y sinceridad, una virtud que pocos sirvientes tenían con sus amos y que demostraba la amistad que les unía. 
―Todavía hay algo que no hemos probado ―sugirió una tímida voz.
Minerva se volvió hacia la criada que terminaba de servir el té. Conocía su nombre, conocía el de todos: era Jullie, hija de Magdalena, el ama de llaves. 
―Explícate, por favor ―le pidió Minerva.
Jullie miró temerosa a Alonso y, cuando este asintió, la joven comenzó a hablar.
―Algunos de nosotros comentamos que, si la vida de la señorita Aurora fue concedida a través de un Milagro, tal vez pueda ser arreglada con una segunda bendición ―dijo, sus manos aferrándose a la bandejita vacía con timidez―. La Sagrada Luz y su Claridad es piadosa… 
―… A pesar de la institución que actúa como su portavoz ―continuó Alonso por ella, atreviéndose a decir lo que no lograba formular―. Si ya mostraron bondad una vez, tal vez lo hagan una segunda. 
Con un último suspiro, Minerva aceptó su propuesta. Dedicó unas palabras de agradecimiento a Alonso, Jullie y los demás sirvientes, y entre todos planearon la visita y peticiones que haría a la Iglesia. 

✽ ✽ ✽

Al día siguiente, un coche de caballos la esperaba para marchar a la Catedral, la misma que le concedió su deseo años atrás. Alonso y Jullie, ataviados con sus mejores ropas, la acompañaron ofreciendo su apoyo, no obstante, Minerva intuía otros motivos.
Sus sospechas se confirmaron en las bulliciosas calles de la ciudad, donde los transeúntes clavaban sus miradas doradas en sus apagadas pupilas. Acostumbrada a las expresiones amables de su mansión, casi había olvidado los prejuicios que solían esconder aquellos áureos halos.  Por suerte, su compañía desviaba su atención en parte, haciéndola pasar por uno de los suyos. Al regresar a la mansión, tendría que agradecerles su ofrecimiento.  
Los pesados portones de la Catedral se abrieron y la ominosa y artificial luz cegó los desamparados iris de Minerva, tan grises como las canas que había cultivado con el paso de los años. Dos hombres salieron a recibirla, y no le sorprendió encontrar en ellos los familiares rostros de aquellos a quienes acudió la última vez. El tiempo había convertido a Jakob en un hombre de rostro firme y devoto, de forma similar al cambio que había experimentado el Sumo Sacerdote. Los ojos semi-dorados de Tobías, hundidos entre arrugas, fingían compasión sin poder ocultar su desconfiado juicio de la plateada mirada de Minerva.
Empezó con una reverencia hacia los sacerdotes y sus acompañantes la imitaron.
―Sus eminencias, vengo a agradecerles los años de felicidad que la Sagrada Luz me otorgó tras vuestras plegarias. Su nombre es Aurora y vive bajo mi protección y la de mi amado Erédeo, en paz descanse. 
Tobías asintió, conforme. Minerva agradeció para sus adentros las rápidas lecciones sobre cortesía eclesiástica que recibió la noche anterior.  
―Dichosas sean tus palabras, mi señora ―dijo el hombre, inclinando la cabeza―. Que tu Fe sea sincera y tus años de felicidad largos y luminosos hasta que te reúnas con tu amor y la Gracia en la que duerme. 
»No obstante, comprendo que su visita no busca confesión o meditación, pues todo simpatizante de nuestra Fe puede practicarlas en la comodidad del hogar. ¿A qué se debe, pues, su entrada en la morada de la Luz?
Minerva tragó saliva, ordenando las palabras que había ensayado la noche anterior acompañada de sus amigos. Su recuerdo la reconfortó, como también hicieron las miradas de ánimo que sentía sobre su espalda, capaces de ablandar la dura expresión del sacerdote.
Así, contó cómo su hija había nacido sana a pesar de las complicaciones del parto. La describió como una niña feliz y hermosa, con los ojos de su padre y la vitalidad de su madre. El rostro de Minerva se iluminó al recordar sus primeros pasos, sus trotes por la mansión, pero pronto se apagó como hicieron las carreras de la niña, consumidas entre fatiga y temblores. 
―… Y es por eso por lo que marcho a buscar vuestra misericordia ―terminó Minerva, la mirada en una plegaria―: por un último Milagro que recupere la vitalidad de mi hija. 
Aun cuando había ensayado su discurso, su voz terminó por romperse, casi incapaz de contener las lágrimas que tanto tiempo había guardado. 
Debía ser fuerte. Por Aurora, por Erédeo, por ella misma. Si no, no podría enfrentarse a la mirada despectiva que escapó del joven sacerdote. Un atisbo sincero que pronto se perdió tras una máscara vacía. Igual de ambigua era la expresión de Tobías, quien tomó la palabra.
―Señora, la historia que contáis es triste y extraña a sus ojos, mas no es objeto de sorpresa o pena a los nuestros. 
        »Usted y su marido, en paz descanse, acudieron a nosotros en busca de un Milagro que la Luz les concedió tras nuestra intervención, pero esta solo actuaría para que su hija naciera… sin contar las condiciones de su crecimiento. Los Milagros son escasos, regocíjese con que haya llegado a conocerla sabiendo su blasfema vida.
        Minerva abrió los ojos, las palabras golpeándola como una bofetada. Escuchó a Jullie exclamar tras ella, sorprendida también, pero ninguno de los sirvientes se atrevió a acercarse más. La señora cerró los puños, reuniendo el dolor de aquella sentencia en una respuesta. 
        ―¿Có-cómo osáis? Pido disculpas si he entendido mal, ¿pero no era esta la llamada “Tierra de los Milagros”? ¿El Reino donde los creyentes de la Sacra Luz son bendecidos por su bondad y poder?
        ―El sacerdote asintió y ella hizo una mueca―. Mi marido fue el hombre más devoto que jamás ha pisado esta tierra, y murió por ella cuando el deber llamó a nuestra puerta. ¿Por qué, entonces, no tengo derecho a exigir que lo último que queda de él siga con vida?
       ―Por ser una hereje, al igual que su marido lo fue.
       ―¡¿Disculpa?!
       ―La sucia plata de sus ojos mancha nuestra Iglesia, marcándola como hija de tierras profanas ―la señaló Tobías―. Al casarse con usted, Erédeo selló también su destino y el de su progenie. De nuevo, alégrese de que nuestra piadosa Luz le haya concedido su nacimiento, aunque este fuera para una efímera vida. 
        Minerva se quedó paralizada. Estaba acostumbrada al desprecio cortés: a las miradas recelosas, a las muecas fugaces cuando veían sus ojos o los ocultaba para disimularlos.
        Pero aquella sinceridad, aquel odio tan directo y viperino… Era la primera vez que lo recibía. Sus palabras se quebraron en su boca antes de blandirlas como defensa. Solo la ira crecía en ella, incapaz de darle una respuesta civilizada. 
        ―¡Eso es un disparate!
        Y Alonso habló por ella, avanzando a su lado y seguido por una temerosa Jullie, también muda del asombro. 
―Nuestra clara Diosa es piadosa, está en las consignas en las que rezamos ―proclamó el hombre―. En el fondo, el lugar de procedencia no importa para profesar nuestra Fe. Basta con que el corazón del devoto sea bondadoso, como es el de mi señora. 
Jakob dejó escapar una risa seca.
―Eso fue en el pasado, sirviente. No podemos soltar el poder de nuestra Santidad tan a la ligera, o sus favores llegarían hasta aquellos monstruos que combatimos en las fronteras ―le dedicó una mueca a Minerva―. No concederemos más poder a una extranjera. 
―Ya hice un pacto con vosotros y se cobró la vida de mi marido ―escupió Minerva. No le sorprendió comprobar que los sacerdotes no negaron su acusación―. No sois tan distintos de los demonios que queréis abatir. 
―No nos compares con las sucias criaturas a las que nos enfrentamos, hereje ―el Sumo Sacerdote hizo un gesto y dos guardias aparecieron tras un destello de luz. Minerva habría parpadeado de no estar tan furiosa, pues era la primera vez que la magia sagrada se manifestaba directa ante ella―. Estas han sido tus últimas palabras en esta Iglesia. Reflexiona fuera de nuestra Catedral antes de rogarnos disculpas por tus calumnias. Tal vez con unos siglos de rezos la Claridad te perdone. 
Las manos de metal se posaron en sus brazos y Minerva les dirigió una última mirada a los sacerdotes antes de que los guardias les condujeran al exterior. Esperó que el odio en sus plateados ojos fuera tan sincero como el de sus oxidados iris. Con las máscaras de cortesía destruidas, casi sintió regocijo al escupirles lo que pensaba de su inmoral credo. 
Sin embargo, durante el trayecto de vuelta, su rabia se apagó en una triste comprensión: no había logrado su objetivo, incluso había empeorado las posibilidades de conseguirlo. Le sorprendió ver que Jullie rompió a llorar antes que ella. 
―Lo siento, lo siento tantísimo, mi señora ―exclamó, su rostro lloroso oculto tras sus manos―. Ha sido todo por mi culpa, no debería haber sugerido jamás esto. Lo siento, lo siento…
Y entonces, la poca rabia que aún sentía se escapó en un suspiro. Su mano se alzó hacia Jullie para posarse conciliadora en su hombro.
―No tienes nada que lamentar Jullie. Me aconsejaste lo que creías que podría ayudar y, aunque el desenlace no haya sido… óptimo, solo los sacerdotes son culpables de sus acciones. Hiciste… No, ambas hicimos lo que estuvo en nuestras manos. 
Jullie recuperó el aire entrecortadamente y sorprendió a Minerva al abrazarla entre temblores. Ella aceptó el gesto. Solo sus sollozos interrumpieron el silencio que las acompañó durante el regreso.

✽ ✽ ✽

Aquella noche no se atrevió a visitar a su hija. Le pidió a Amelia que le deseara las buenas noches en su nombre y encomendó a Alonso informar a sus compañeros de la desastrosa visita. Exigió silencio y soledad y sus sirvientes lo respetaron, dejando que marchara en paz a la acogedora oscuridad de su estudio.  
Cerró las puertas a su espalda, desterrando así la luz de los pasillos. Se extrañó, pues la chimenea solía alumbrar la habitación incluso en las calurosas noches de verano. 
Una leve brisa le advirtió que la ventana del estudio estaba abierta, y un escalofrío le pidió que acudiera a cerrarla. El viento cesó, pero la luna siguió concediendo un mínimo de claridad a la estancia. Minerva contempló su reflejo y luego el paisaje tras el cristal.
¿Cuántas veces había acompañado aquella imagen sus reflexiones? El frío le recordó su pérdida, el abrazo que aún echaba en falta. Su amado también la abrazó aquella noche, aquella velada donde se prometieron seguir guardando esperanzas. 
Tras tanto tiempo conteniéndolas, las lágrimas por fin cayeron, descendiendo con la amargura de quien había amado tanto como había perdido. 
Y entonces unos pasos las cortaron. Minerva se sobresaltó, mas pronto canalizó su sorpresa a una atenta guardia, girándose hacia la puerta. Sometió sus alrededores a un rápido escrutinio, buscando el autor de aquellas pisadas, pero la habitación estaba en penumbra y su visión ya no era tan aguda como antaño. 
Para su suerte o desgracia, su misterioso visitante advirtió su vigilancia y detuvo su avance, su rostro oculto en las sombras que la luna no llegaba a desterrar. 
―Lamento la intrusión ―dijo una voz desconocida, grave y pausada― y las formas en las que me presento ante usted.
―¿Con quién hablo? ―preguntó Minerva con autoridad, mientras pensaba si tendría a mano una posible arma―. Muéstrate antes de que llame a mis sirvientes.
El desconocido avanzó hacia la luz con andares medidos y cuidadosos, deteniéndose a una distancia prudencial de la señora de la casa. 
Se trataba de un hombre de tez oscura, ataviado con ropas de viaje que no parecían de la moda de Sacratea. Estaban raídas, y su barba descuidada y cabellos mal recogidos daban la impresión de que llevaba mucho tiempo viajando sin descanso. Aun así, había algo noble en su porte y la forma en que se arrodilló ante Minerva, alzando sus manos para mostrarle un pequeño objeto.
―Solo he venido a devolveros esto. Lamento haber tardado tanto tiempo en hacerlo.
Minerva frunció el ceño, intentando discernir la naturaleza del regalo mientras se acercaba con pasos medidos, unos andares que se aceleraron al reconocer el presente y recogerlo entre sus propias manos. 
Abrió el viejo guardapelo de plata para encontrarse con el retrato de su marido junto al suyo. Las lágrimas interrumpidas escaparon de nuevo. Tras años intentando enterrar su dolor, casi había olvidado el rostro que tanto amó. Hundiéndolo en su pecho, abrazando el guardapelo como si fuera su amado, logró pronunciar unas palabras que no reflejaron su agradecimiento:
―¿Cómo lo has recuperado?
El hombre no respondió al instante, despertando el instinto de guerrera en Minerva. Recuperó la compostura, guardó el presente en los bolsillos de su vestido y sus lágrimas se congelaron en una mirada firme que esperaba respuestas.
―Lo encontré junto a él en el campo de batalla al que me destinaron ―respondió el hombre―. Sus heridas eran fatales, pero me encomendó devolverle a su amada el tesoro que ahora guardas.
El hombre se tomó otra pausa, sus ojos oscuros analizando su reacción con la misma precisión que ella. Reconoció aquella mirada: estaba ante otro guerrero, y este tenía experiencia.
―A Erédeo no le importó desconocer mi nombre u origen para otorgarme su última voluntad, ni tampoco el bando o la raza que nos separaba ―siguió, ajeno a sus pensamientos―. Tampoco me importaban tales diferencias para cumplir su deseo. Solo lamento la larga espera. Mis condolencias. 
Y el corazón de Minerva dio un vuelco. Un latido que sacudió su pecho y la despertó ante la verdad que su mente había ignorado: la sombría presencia que rodeaba a aquel hombre. Una presión oscura que lo cubría como un manto de noche. La sensación de que, a pesar de su aparente juventud, aquellos ojos contenían la sabiduría de quien había visto decenas de guerras y vidas empezar y terminar ante él. 
Cuando por fin logró reaccionar, trastabilló hacia la ventana aun sabiendo que no podría escapar de tal mortal criatura. Mientras valoraba si gritar salvaría o condenaría a sus sirvientes, el hijo de la noche negó con la cabeza, alzando las manos en un gesto conciliador.
―No temáis, por favor. No tengo intención de haceros daño… Soy al que llaman el Guerrero del Crepúsculo. Si he de matar, lo haré únicamente en el campo de batalla ―a pesar de sus palabras, Minerva siguió en guardia, las manos protegiendo su alterado corazón―. He cumplido mi objetivo al entregaros el guardapelo. Si me permitís, saldré por la ventana por la que entré a vuestro hogar. 
El vampiro se alzó pero Minerva mantuvo su posición, su vista analizando si podía confiar en la palabra de aquella criatura, esperando encontrar una mentira que rebelara su verdadera naturaleza…
No la encontró. Aquellos ojos rojizos eran sinceros, e incluso podía ver su pena en el vacío inmortal que cargaba con él. No había máscara que pretendiera esconder odio o sed de sangre. 
Parecía más humano que los feligreses que la rechazaron por su linaje.
―No puedo dejaros marchar.
El vampiro parpadeó ante su murmullo, pero luego bajó la cabeza.
―Juro que no maté a vuestro esposo, no obstante, sí se me ordenó matar a otros tantos de los vuestros. Si lo que buscáis es justicia, sed conscientes de que llevo siglos esperando por ella y no he podido encontrarla. 
Minerva negó con la cabeza, aunque frunció el ceño con aquellas palabras. 
―Busco un Milagro.
―¿Un Milagro?
―Así es ―asintió ella, irguiéndose para desterrar al temor y llamar al orgullo―. Un Milagro que salve a lo que queda de Erédeo, a la hija que nació de nuestro amor. Su vida se marchita ante mis ojos, llevándose su felicidad sin que pueda retenerla entre mis dedos. Un luminoso Milagro fue lo que me permitió conocerla, y requiero de otro antes de que se la lleven de mi abrazo.
»Necesito un Milagro Oscuro que le devuelva los andares, aun si estos no vuelven a ver el sol, aun si solo puede alimentarse de otros durante el resto de sus días. Requiero de tu ayuda, Guerrero, pues he oído que los tuyos pueden sanar sus heridas en segundos y vivir hasta el final de los tiempos.
Minerva esperó su respuesta con resolución, sin temor a que su juicio estuviera equivocado. El hombre tardó en contestar, adelantando su respuesta al negar con la cabeza.
―Lo lamento, mi señora, pues soy incapaz de ayudarla. Muchos de nosotros renacemos en la oscuridad con un vestigio que determinará nuestra suerte como hijos de la noche… como vampiros.
»Así, yo soy capaz de caminar bajo el sol, pero no puedo reproducir mi don en otros humanos. Aun cuando quisiera ayudarla, no está en mi mano hacerlo. Lo lamento. 
Bajó la cabeza como disculpa, gesto que no bastó a Minerva. 
―Debe haber entonces otra forma, ¿no es así? ―inquirió ella, dispuesta a averiguar el motivo de sus dudas. El hombre frunció el ceño―. Escuché que compartir sangre con una víctima la convierte en parte de vuestra comunidad ―el Guerrero asintió―. Entonces solo debería llamar a un vampiro para que me convierta en parte de los suyos.
―¿A usted?
―Así es. Valoraré yo misma si es seguro que mi hija se adentre en la oscuridad. Ya tiene que pasar sola por su enfermedad, no permitiré que también se enfrente a esto sin mi compañía.
El Guerrero bajó la mirada, pensativo.
―Encontrar a uno de los míos le sería difícil y, por lo que contáis, puede que su hija no pueda esperar tanto. Por ello, debo sugeriros otra forma de renacer en la oscuridad. Una que algunos intentan y cuyo fracaso convierte su cordura en retorcida sed. 
»Si tomáis ese camino, os acompañaré en la ceremonia, pero debéis ser cauta para no caer en la tentación de un poder mayor, pues este se paga con el alma. Si escogéis bien, sería un ritual indoloro y se podría celebrar la próxima luna nueva. ¿Aceptaríais?
      Como respuesta, Minerva avanzó hacia su nuevo aliado, tendiéndole una mano cuya determinación había acabado con su temblor. El hombre la aceptó, estrechándola en un acuerdo. No le sorprendió notar como su piel estaba fría como las cenizas de su chimenea. 
        ―Aceptaría aunque me costara mi propio corazón.

✽ ✽ ✽

Aquella misma madrugada convocaron a los sirvientes a una reunión en el salón principal. Sus caras adormiladas se despertaron con curiosidad al ver al misterioso visitante, terminando de despejarse cuando Minerva rebeló su naturaleza y plan. Escucharon atentos, obedeciendo a la petición de su señora por silencio, hasta que ambos terminaron de contar su misión.
        ―Será una ceremonia corta, para la que solo os pido vuestro silencio ―explicó ella―. Sé que muchos teméis en lo que me convertiré esa noche y no os culpo por ello. Por eso, sentíos libres de abandonar este trabajo antes de que renazca. No seréis perseguidos mientras guardéis el secreto, y me encargaré de que el pago por ello dure hasta el final de vuestros días. No habrá rencor toméis la decisión que toméis. 
        Minerva terminó su discurso y observó los rostros de sus amigos, aquellos con los que había compartido tanto pena y duelo como alegrías y consuelo. Veía dudas en sus expresiones, incluso algunos todavía se mostraban incrédulos. En un momento, los chismorreos brotaron de sus labios y se volcaron en Alonso, quien los recogió y anunció como portavoz:
       ―Mi señora, aquello que nos ofrecéis es inconcebible para nosotros. No podéis “comprar” nuestro silencio pues entonces no podríamos llamaros nuestra amiga. Sea cual sea la naturaleza del milagro que busquéis, la nobleza de su fin merece nuestro apoyo. 
        »La seguiremos allá donde vaya. 
Y así, una semana más tarde la señora de la casa y sus compañeros marcharon bajo el cielo sin luna, los árboles del bosque ocultándolos de las propias estrellas. Las velas de sus acompañantes iluminaban sus pasos, y Minerva repasaba mentalmente las lecciones del Guerrero. 
―“Los Dioses te sugerirán nombres, cualidades y dones. No obstante, es el deber del convertido elegir qué destino extraer de sus voces. Son ellos los que me mostraron mi senda como el Guerrero ―le explicó en su día―. Sin embargo, debes marchar con cuidado pues no todos los caminos son tan apacibles como los demás… 
Las velas titilaban con el viento invernal, pero la determinación de Minerva le hacía dar siempre el siguiente paso. Contaba con los consejos y el apoyo de sus compañeros, y su hija ya sabía de su plan. No había vuelta atrás.
Finalmente llegaron a un claro donde se abría un pequeño lago de aguas limpias. Siguiendo las instrucciones de su compañero, Minerva se descalzó y avanzó hacia su centro, su vestido oscuro ondulando sobre la superficie. 
        Tras ella, el Guerrero empezó su oración, su rostro solemne iluminado por las velas.
      ―Dioses que moráis al otro lado del cielo estrellado, que traéis sangre a los que lamentan su hambre y vida a los que anhelan salud. Conceded el abrazo de la oscuridad a esta mortal, pues sus propósitos y deseos son para ayudar a los suyos y no para subyugar a los justos ―con cada una de sus palabras, Minerva se adentraba más y más en el lago, el agua llegándole ya por la cintura―. Dadle sabiduría y fuerza, el don para alejar los males de aquellos que ama. Si ella es digna de vuestra bendición, coronadla como hija de la noche…
        »… y si cae en la tentación, maldecidla tomando su alma. 
        Y con aquella frase, su pie no tocó fondo. Se precipitó a la fría oscuridad como si de un abismo se tratara, sus ojos mostrándole una prisión de agua y sombras. Al abrir la boca, se sorprendió al comprobar que podía respirar. 
      El pánico inicial se calmó al recordar los consejos que le dio el Guerrero. Con recién reunido valor, dejó que el amor hacia su esposo y su hija la guiara mientras el murmullo a su alrededor se volvía más y más claro. Distinguió voces, una cacofonía de susurros en diversas lenguas. Comprendía algunas palabras: sangre, amor, luz, familia… muerte, muerte, muerte.
       Odio, el que sintió cuando los que se proclamaban salvadores la rechazaron. 
        Desesperación, por aquellas noches en vela buscando una cura a su hija.
        Rabia, por la injusta muerte del hombre que amó. 
      «No, ese no es el camino ―pensó negando con la cabeza, sus cabellos canos ondulando en las aguas―. Oscuridad y noche, os pido fuerzas para ayudar a mi hija, no para derramar sangre».
        ―Pero es de sangre de lo que te alimentarás, ¿qué importará si bebes de quienes merecen castigo.
      Minerva tragó saliva, intentando contener la calma. Era peor que en sus advertencias. Notaba como aquellas voces tiraban de ella, buscando su odio y pena. 
        ―Yo… ―murmuró―. No puedo dar una respuesta a eso. 
        ―No te corresponde hacerlo ahora ―dijo una voz.
        ―Cada uno define su justicia, pero no siempre es la más justa ―dijo otra.
        ―Vemos injusticia en tu pasado, y también en tu presente.
        ―¡Nos conmueve, nos conmueve!
        ―Renace, hija. Recupera el amor perdido.
        ―¡Amor y pérdida!
        ―Renace, para escoger el camino del odio. 
        ―¡Muerte y justicia! ¡La Luz Sacra ciega a sus seguidores!
       ―Camina de nuevo junto a los que amas. Acaba con aquellos que escupieron en tus lágrimas… ¿O acaso cederás al perdón tras tanto dolor? 
        ―¡Que paguen por su odio! ¡Que lloren su injusticia!
        ―Renace, hija sin nombre, pues se te ha concedido el Milagro Oscuro que tanto ansiabas.
      Con cada voz, el agua a su alrededor se turbaba, sacudiéndola como una hoja a merced de un huracán. La presión creció, obligándola a soltar una bocanada de aire que no sabía que aún retenía, escapando en burbujas ante sus ojos. Cerraba y abría los ojos solo para reencontrarse con la misma oscuridad que la arrastraba, tirando tanto de su odio como de la pena por lo perdido.
        Y entonces, todo se volvió rojo. 
     Su rostro atravesó el lago y tomó aire aun cuando este era frío como el hielo. Sus pies se arrastraron por el fangoso fondo, las aguas calientes que ahora eran rojas.
Miró sorprendida a su alrededor, ya a medio camino hacia la orilla. Tomó agua entre sus manos y la encontró ligera, el rojo tornándose transparente con su caída. Alzó la mirada para encontrarse con las reverencias de sus amigos y salvador.
        ―Bienvenida a la noche ―dijo el Guerrero―. ¿Cuál será su nuevo nombre?
        El rojo goteaba de su rostro cuando contestó:
        ―No lo sé. Solo quiero salvar a mi hija.

✽ ✽ ✽

Amanecía cuando Minerva acudía a la habitación de Aurora. Los sirvientes le hicieron paso, todos reunidos a los lados del pasillo mientras la señora caminaba entre ellos agradecida por sus miradas de ánimo. Tras ella caminaba el Guerrero, que en las últimas semanas se había ganado el respeto de sus convivientes. 
        Eran muchos los que le habían preguntado por su naturaleza, movidos por inocente curiosidad y él había contestado con paciencia sus dudas. También interrogaron a Minerva a su regreso, preguntando si notaba alguna diferencia respecto a su pasado como humana. Sin embargo, ella contestaba que estaba demasiado centrada en su objetivo para percatarse de ello. Hasta ahora, solo se había dado cuenta de que su cabello, otora entrecano, se había decantado finalmente por un hermoso blanco níveo. 
        Sus pasos seguían siendo los mismos, incluso su fuerza parecía ser la de antaño, pero notaba un poder en su interior que no había confesado a sus amigos por verse incapaz de definirlo. Animándose con aquel don, llamó y abrió la puerta para descubrir a su hija en cama.
Aurora abrió los ojos y sus nanas se acercaron para girarla hacia su madre. Minerva se arrodilló junto a su cama, tomando sus manos aun cuando sabía que no notaría su contacto con ellas. 
―Hija, ha llegado el momento que hablamos ―dijo, cerrando sus dedos sobre los suyos. Su piel todavía encerraba la calidez de la vida―. ¿Aceptarás esta cura que te traigo, aun cuando no podrás correr bajo el sol o vivir una vida humana?
Aurora parpadeó. Dos lágrimas se escaparon de sus ojos cuando pronunció el sí que su madre tanto esperaba.
El Guerrero le tendió el cuchillo y Minerva rasgó su muñeca. No sintió dolor y la sangre corrió fría sobre su piel. Aurora abrió la boca y unas gotas cayeron en su garganta. Tragó con dificultad y cerró los ojos.
Esperaron. Unos sirvientes corrieron las cortinas y encendieron las lámparas, huyendo de la luz que anunciaba el nuevo día. Los andares de Minerva fueron lo único que resonaba en aquella sala mientras todos esperaban. Sus corazones latían al unísono y Minerva se sorprendió de que el suyo aún pudiera hacerlo. 
Entonces Aurora abrió los ojos… y sus manos. Lentamente, se giró hacia su madre y esta vio sus iris, el aro dorado convertido en un círculo escarlata. Minerva sonrió y las lágrimas brotaron cuando Aurora se incorporó por sí misma, comprobando que sus piernas volvían a moverse a su voluntad. 
Miró a los sirvientes que sollozaban a su alrededor, al regio alivio que se veía en el rostro del Guerrero y finalmente a su madre, que la esperaba arrodillada sin poder contener la emoción.
―Mamá, ha funcionado. 
Se lanzó hacia ella, abrazándola, y Minerva la levantó entre sus brazos para girar con ambas llorando de felicidad. Sus amigos las alabaron, felicitando a la familia mientras ellas reían dando vueltas.
Fue un momento hermoso, que duró hasta que el dolor alcanzó a Aurora y su risa se rompió en un aullido de agonía. 

                



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