Ruinas
Una joven caminaba sobre el
adoquinado de un viejo pueblo, sus tranquilos pasos silenciados entre los
gritos y el pánico de las calles. Por suerte, la histeria empezaba a calmarse
en un eco de aceptación. Los transeúntes escaseaban, pues la mayoría habían marchado
ya con liviano equipaje o seguían en sus casas, intentando decidir qué salvar entre
la colección de sus vidas.
De vez en
cuando, algunas personas se acercaban para escuchar su mensaje de nuevo, incapaces
de creerla o fieles pero deseosos de su error. Su cansancio era tan evidente
que su compañera pronto tomó la palabra, haciendo eco del funesto anuncio.
No obstante,
su sombría expresión también nacía de la culpa, lastrando sus delicados pasos.
Levantaba la cabeza de la gastada piedra y veía ventanas cerrarse con su
avance, vistazos recelosos escondidos tras cortinas o persianas. “No hay mucho
más que hacer” había dicho su acompañante y; sin embargo, no podía más que
lamentar el destino que acontecía a los incrédulos.
Con voz
quebrada y ronca por anunciar el fin del mundo, había rogado a vecinos que
convencieran a aquellos desdichados de marchar a su lado. Los primeros en
escucharla aceptaron con premura, pues había empleado proclamas de carácter personal
para demostrar su veracidad. Ellos la ayudaron a correr la voz entre amigos y
vecinos, pero ni la urgencia de las forasteras ni la insistencia de viejos
conocidos bastaría para limpiar todo el cinismo. La desconfianza ensuciaba como
la tinta que permea entre lavados, siempre manchando sus manos con sangre
escéptica.
Sin darse
cuenta, su estimada la había acompañado hasta el balcón de la primera casa que
visitaron. Allí la dejó sentada y envuelta en su cálido abrigo de plumas,
protector a pesar de cubrir uno de sus tradicionales vestidos abiertos de
espalda. Tras besarla en la frente, partió para terminar de coordinar la
evacuación. Sus ojos la siguieron con cariño hasta perderla entre edificios.
Después, su vista se amplió al paisaje devastado que yacía a sus pies. Los
escombros cubrían las mismas calles por las que había caminado hace escasos
minutos. El humo del fuego y la magia impregnaba el aire, mezclándose con un
almizcle de sangre, tierra y nieve.
Parpadeó y del
futuro volvió al presente, donde la nieve caía blanca y la sangre aún corría
por las venas de las víctimas. Con una última punzada de culpa, se dejó acunar
por las campanas de dos relojes: uno antiguo como aquel mundo y otro que tocaba
en su última hora del té. Con el quinto tañido, aquellos ojos verdes, tan
hermosos como agotados de contemplar futura miseria, se cerraron en un anhelado
y tranquilo sueño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario